Cansa y frustra el debate de la cultura y el Estado: presupuestos, asignaciones, acusaciones y sospechas en una pedacería de morales inflamadas que no saben dar razón de sí. Parece que no hay más que dos ideas culturales en debate: una se llama “recursos”; la otra, “corrupción”. Ni siquiera hay una sospecha de qué pudiera hacerse en la encrucijada actual.
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A lo largo de los últimos dos siglos, la cultura pasó de objetivo de la civilización a industria, a mercado y, últimamente, a derecho. Pero este supuesto derecho no significa un concepto jurídico sino la exigencia de que el Estado y las instituciones, incluso privadas, han de proveer “cultura” como si fuera luz o agua o seguridad. Idea no solo equivocada, sino destructiva, que termina por suponer que el Estado produce la cultura a través de empleados o proveedores, y que todos tenemos derecho a “recibir cultura”. Esta idiota idea de los derechos como obligación de otros… De cualquier modo, no es con la asignación de dinero con lo que hallo el conflicto; invertir en la cultura es indispensable: ¿qué sentido tiene una sociedad, si no? Pero la estatización ha prohijado pereza, autocomplacencia, imaginaciones desplumadas y, muy escasamente, alguna obra.
El debate acerca de la cultura no puede quedarse en la rastrera pelea por unos derechos alucinados o unos presupuestos corrompidos. Y quizá por eso recordé un debate entre dos autores peculiarmente anticuados y extrañamente vitales: Terry Eagleton in conversation with Roger Scruton.
Eagleton es quizá el último de aquellos marxistas inteligentes que se le dieron bien al final del Imperio Británico; Eagleton es un autor extrañamente afecto a la sensatez y a la calidad de la conversación, capaz de meter en cintura al grupo de los fundamentalistas ateos de Dawkins, Hitchens y Dennet. Scruton es un personaje peculiar: muy conservador, no por pose ni adopción ideológica sino porque la cabeza y las pasiones le dan para un tradicionalismo radical, que sólo los británicos pueden hacer inteligente. De derechas, por supuesto, y sin embargo, estimulante, valioso. Los dos viejos fueron capaces de diferir en todo, excepto en el campo que los reúne: la cultura es a la vez “lo que llevas en los huesos” y aquello cuyo cuidado y construcción da sentido a tu vida.
Uno los escucha debatir y tiene esa percepción de olor a húmedo y naftalina, característico de los armarios antiguos, pero hay que ver a esos dos viejos con admiración: la calidad de su debate (que no es un pleito sino una forma de la conversación) produjo más ideas culturales que todas las que podamos recoger en México en los últimos años. Es que ya prácticamente no existen ni marxistas ilustrados, ni conservadores cultos y los intelectuales se acabaron, como clase y como especie. Con su extinción tenemos motivos de gusto y disgusto: gusto, porque ya no es necesario que nadie se eche a las espaldas la responsabilidad de hablar por los que no tenían voz; disgusto, porque la gente no descubre aún que tener una voz propia y pública implica una responsabilidad igualmente pública y propia.
Hoy todos tienen voz propia y eso anula la liturgia de los intelectuales, pero en las redes, los más siguen comportándose como masa, muta de caza, gleba, sin darse cuenta de que ya no lo son. Que sean numerosísimos no significa que sean anónimos ni que carezcan de rostro: cada post, cada tuit, lleva una firma y supone un individuo responsable. Trasladado al ámbito de la producción de cultura, se entiende el abatimiento de su calidad: las únicas ideas que viajan, interesan y conmueven tienen que ver con la queja y la denuncia. Y que se entienda: los abusos, corrupciones, delitos y crímenes, de personas o instituciones, deben ser castigados. Pero son cloaca, no cultura.
Las redes son una potencial horizontalidad, pero sin la intervención de autores e ideas destacadas, notorias, importantes, la horizontalidad ha dado en un puro extravío. Se echa de menos a aquellos que marcaban el espacio con ideas de donde salían las posiciones válidas: a la izquierda, a la derecha, más echado hacia adelante o atrás; los que generaban acuerdo y desacuerdo y la señal en el mapa de “usted está aquí”. Parece que estamos en medio de una pura horizontalidad que se solaza en la denuncia, la delación, jirones de moralidad exclusiva y adversaria. Para jugar con prefijos griegos: lo que fue simbólico se volvió diabólico.
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