En un ensayo reciente la escritora británica Zadie Smith declara: “lo que insulta a mi alma es la idea —popular ahora en la cultura y presentada con diversos grados de complejidad— de que podemos y debemos escribir sólo sobre gente que es fundamentalmente como nosotros: en términos raciales, sexuales, genéticos, nacionales, políticos, personales”.
Me parece significativo que, para protestar, Smith ponga sobre la mesa su alma, bastión inexpugnable por indefinible.
No hay modo de fijarla o arrinconarla. Carece de rasgos o de contexto. Es camaleónica y representativa. Smith procede con cautela.
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Cita un verso de Whitman: “contengo multitudes”; decide que tal proclama ya no es válida: el verbo “contener” posee tintes colonialistas. La piedra fundacional para legitimar la vieja heterogeneidad literaria será en adelante la fascinación por los otros o, más sencillo aún, la empatía.
Lo que haga el presente con las infracciones del pasado o de la tradición permanece en una zona borrosa. Smith señala que en sus novelas ella ha sido adulto, niño, niña, negro, morena, blanca, gay, heterosexual.
Menciona el ejemplo canónico de Madame Bovary: una mujer imaginaria creada por un hombre.
“Y yo, junto con generaciones de mujeres lectoras, me pregunto: ¿cómo pudo un hombre saber tanto de nosotras?” Y yo a mi vez, conmigo, me pregunto si el alma que Smith dispuso tan lúcidamente en su argumento fue apenas una muletilla desechable frente al sentimentalismo de esa incógnita: nosotras.
¿Quiénes? La cantidad hechizada.
“Madame Bovary soy yo”, dijo famosamente Flaubert. Sin embargo, el 8 de febrero de 1852 le escribió a su amante, la poeta Louise Colet: “No quiero que en mi libro haya un solo movimiento, ni una sola reflexión del autor”.
A lo mucho el autor escribirá la obra, y su prosa exacta creará una superficie semejante a la de un espejo donde él se contemplará en ausencia. Qué delicia escribir, ya no ser uno mismo, le confesó Flaubert a Colet en otra carta. “Hoy, por ejemplo, hombre y mujer a la vez, amado y amada…, me paseé en caballo por un bosque, una tarde de otoño, abajo las hojas amarillas, y yo era los caballos, las hojas, el viento…”.
La dedicatoria de la novela fue para el abogado defensor que lo libró de las acusaciones de inmoralidad y de la consiguiente censura.
Ahora hay nuevas autoridades, miradas por encima del hombro. Advierto la vigilancia.
Releo Madame Bovary. En mi edición, Emma se descubre aburrida en la página 30: la calma en la que vive no es para nada la dicha que vislumbró. La conversación de su marido es insulsa y plana, como la banqueta de una calle.
En la página 33 se lamenta: “Dios mío, ¿por qué me habré casado?” Ya es dueña de una perrita, Djali; la llama, acaricia su larga cabeza: “anda, dame un beso, tú que no tienes pesares”.
En la página 34 se asoma el marqués. El doctor Bovary lo cura de un absceso en la boca. ¡Habrá una gran cena en el castillo! Ella por fin comenzará a no ser ella.
SVS