Aprendí a bailar tango una primavera en Buenos Aires. No es que sea una experta, pero cuando viajo por largas temporadas cargo con mis zapatos de baile con estampado de polka dots negros sobre fino tacón rojo y suela flexible de madera. No siempre llego a bailar tango (el tango como fenómeno internacional merece una columna aparte), pero sé que algo, seguro, llegaré a bailar, y para eso siempre hay que estar preparada. Porque bailar es parte esencial de los rituales humanos primaverales y yo que soy altamente sensible a los cambios temperamentales que provocan las estaciones, no puedo evitar bailar en primavera (como no puedo evitar llorar en invierno).
La primavera se empieza a vivir como carnaval latino y quizá bajo este embrujo es que a un grupo de amigas se nos ocurrió aventurarnos en el Havanna, el club latino más famoso de esta ciudad que se enorgullece de su cultura de entretenimiento nocturno. Llegamos un poco tarde porque habíamos decidido cenar comida mexicana (que en realidad resultó tex-mex) en un restaurante cercano donde, por cierto, las únicas que hablábamos español éramos nosotras.
- Te recomendamos “Agua tocada”, un poema de Dolores Castro Laberinto
Como era una de las primeras noches sin ese viento helado traspasando nuestras ropas, hasta la fila de espera resultaba placentera. Era una experiencia parecida a tomar un avión de Aeroméxico a cualquier lugar del mundo: no faltan los mexicanos que están felices de entablar conversación con desconocidos al mayor descuido. Nuestras compañeras de fila eran una mexicana y una colombiana que estaban haciendo trabajo social con refugiados, pero que cada fin de semana acudían al Havanna a olvidarse de todos los problemas del mundo porque, nos aseguraron, este era el mejor lugar de Berlín para “la rumba”. Gracias a ellas el cadenero nos hizo saltar la fila pronto y, después los filtros sanitarios propios de todo club berlinés en tiempos pandémicos (pasaporte covid y prueba PCR), nos adentramos en un universo paralelo en el cual resonaban todas las variantes dialectales del español y el portugués posibles en cuerpos de todas las regiones y clases sociales (a mal juzgar por los más diversos outfits) que bailaban al ritmo de todos los géneros musicales latinos de ayer y hoy. Un@ podía deducir la edad de los otr@s y delatar la suya según la canción que podía tararear sin darse cuenta. Para todas era nuestra primera salida a bailar postpandemia y la cercanía alegre con otros cuerpos en movimiento hizo que casi nos olvidáramos que el Havanna era tan “auténticamente” latino que había que cuidarse de los machos globales que se abrían paso a la fuerza en nuestra burbuja festiva.
Más allá del fenómeno meteorológico, la llegada de la primavera es sin duda un acontecimiento cultural que desde tiempos ancestrales ha implicado rituales festivos, independientemente de las regiones donde se celebre. Los artistas lo han representado sin parar: de las anónimas esculturas grecorromanas a las pinturas pastel de los impresionistas y de la “Frühlingssonate” (Sonata de primavera) de Beethoven hasta el “Here comes the sun” (Aquí viene el sol) de los Beatles (canción con la que mi instructora de yoga terminó el shavasana una tarde de domingo en que llegamos a disfrutar de 18 grados). La primavera berlinesa es un fenómeno emocional que se evidencia en el cuerpo: apenas los rayos de sol calientan un poco más la piel los berlineses se olvidan de los abrigos de lana y la ropa térmica, los niños hacen bulliciosas filas en las heladerías y los adultos en las terrazas de los bares y cafés, mientras los parques se empiezan a llenar de sonrientes personas de todas las edades en situación de picnic.
En su libro de viajes Killer crónicas, la escritora chicana Susana Chávez-Silverman cuenta cómo ver las jacarandas florecer en Buenos Aires la remitían a su infancia en Sudáfrica, donde estos árboles marcaban también el inicio de la primavera. Algo similar me ha pasado al empezar a observar el lavanda deslavado de los cerezos en flor que empiezan a brotar en las calles de Berlín: me recuerdan a las jacarandas que, según la invasión fotográfica de mis amigos en Facebook, ahora están ya floreciendo en mi adoptiva Ciudad de México. Un lugar donde brotan árboles con flores, a pesar del asfalto y la contaminación atmosférica, no puede estar tan mal.
No recuerdo haber visto las jacarandas en Buenos Aires, pero lo que sí recuerdo de mi primavera en Buenos Aires es un fenómeno igualmente bello y más intrigante: las mujeres tomando sol en bikini en los parques. Evidentemente es una costumbre más glamurosa que la chilanga del “Acapulco en la azotea”, pero la comparación es tristemente injusta: ninguna mexicana en su sano juicio se asolearía en bikini en Chapultepec, por más que el calor lo justifique. Pasaría, me imagino, lo que suele pasar con Allegoria della primavera (1478), el bello cuadro renacentista de Sandro Botticelli que en mi primera visita a la Galería degli Uffizi no pude apreciar como se lo merece porque había tantos mirones rodeándolo que era imposible acercarse. Para que las mujeres tomen sol y bailen como Venus y las Gracias, libres y alegres en los parques floreados, se requieren muchas más condiciones que un cambio de estación climática. Aunque cada llegada de la primavera renueva las esperanzas.
ÁSS