A 25 años de 'Pulp Fiction': un sueño para cada quien

Cine

Quentin Tarantino cumple veinticinco años de romance con el público, al que le dio, con su película, la confianza de que eso que disfrutaba era gran arte.

'Pulp Fiction' | Dirección: Quentin Tarantino | Estados Unidos, 2019. (Miramax)
Fernando Zamora
Ciudad de México /

Con Pulp Fiction, Quentin Tarantino cumple veinticinco años de romance con el público. No es que antes no fuese conocido; en 1992, Perros de reserva fue muy elogiada en el entorno de los exquisitos de cineclub. Pulp Fiction, en cambio, significó la consolidación de un proyecto posmoderno que pretendía que el arte de masas era el verdadero Gran Arte.

Pulp Fiction lleva en su título este proyecto: hacer de la ficción de pulpa, de la literatura que se lee en el avión o en el retrete, una obra digna del Arte. Cierto, antes de Pulp Fiction el cinéfilo empedernido amaba el cine barato; siempre lo hizo, pero con culpa. Como el gourmet que se ve sorprendido comiendo un hotdog frente al estadio de los Yankees. Sólo algunos valientes como Truffaut elogiaron abiertamente a Spielberg y a Lucas en Cahiers du Cinéma. Él, Truffaut, representante del crítico exquisito, el director que filma en blanco y negro y que termina el más hermoso de sus filmes (Los 400 golpes) con un niño encontrando lo infinito en el mar, elogió lo más comercial del cine estadounidense. Y aún así, antes de Pulp Fiction, Spielberg y Lucas defendían sus obras haciendo referencias rimbombantes, culpígenas. 

Lucas quiso que creyéramos que su película era un homenaje a Kurosawa y Spielberg que E.T. era una reinterpretación de El fin de la infancia, de Arthur C. Clarke. Como si por sí mismas no fuesen profundas. Tarantino no siente culpa por el cine que consumió en su infancia. Con estas imágenes ha construido una suerte de sueño socialista, una película capaz de reunir en las salas de cine a adolescentes calenturientos, intelectuales de coturno y trabajadores que van al cine los domingos.

Esto es Pulp Fiction: un cine en que el iluminado encuentra razones para discurrir en torno al misticismo bíblico (Jules Winnfield descubre en una balacera su destino). Al mismo tiempo, el amante de la comedia de pastelazo puede reír a mandíbula batiente cuando Vincent vuela “sin querer” la cabeza del pobre Marvin. Hay sensualidad, grandes actuaciones, una banda sonora espectacular y sobre todo una confianza que el gran público no tenía: que eso que disfrutaba era gran arte.

Sucedió un poco, y perdón por la comparación, como con Cien años de soledad: de pronto había una novela que podía leer un señor en la peluquería y discutirla más tarde con el experto en filología hispánica. Uno y el otro, independientemente de su clase y su preparación se encontraban frente a un texto que hablaba a todos los amantes del cine y la literatura. No sucede lo mismo con Joyce, por ejemplo. ¿Quién lee el Ulises en la peluquería? Tampoco con Bergman. No todos pueden sentirse arrebatados con el mohín de desprecio del Caballero ante La Muerte en El séptimo sello. En cambio, es fácil identificar en Pulp Fiction el drama del boxeador que tiene que traicionarse y caer en el quinto round; reír con la cara extraviada de Travolta hablando solo en el baño, diciéndose que hay en esta situación una buena oportunidad para demostrar que puede contenerse. Y más aún, ser leal.

Pulp Fiction toca tantas sensibilidades porque habla a quienes somos como Vincent y a quienes somos como Winnfield, a quienes encontramos que nuestro destino es recorrer el mundo y a quienes no hemos entendido nada; a quienes hemos visto el Grial en el interior del maletín de Marcellus y a quienes sólo deseamos pasar la noche sin caer en la tentación de hacerle a la esposa del jefe un erótico masaje de pies.

ÁSS

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