¿Por qué causa tanto alboroto el metaverso?

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Neal Stephenson acuñó en la ficción el concepto que las empresas tecnológicas buscan conquistar. Pero, ¿qué implica la transición de lo real a lo virtual?

El metaverso, según la imaginación de Mark Zuckerberg. (Foto: Meta)
Gerardo Herrera Corral
Ciudad de México /

“Hay momentos en que veo cosas que parecen salir de una novela del ciberpunk”, decía Neal Stephenson en una entrevista reciente. “La vida imita al arte”, comentó, invocando la postura filosófica que tuvo Oscar Wilde, el escritor irlandés que en uno de sus ensayos escribió: “la vida imita al arte más que el arte a la vida”.

Stephenson escribió Snow Crash hace 30 años, una novela que le daría fama y larga vida en el mundo de la ficción científica y que ha sido catalogada como ciberpunk por su estilo marcado por un futuro distópico en el que las malas condiciones de vida conviven con una avanzada tecnología. En ella, Stephenson introdujo la palabra “metaverso”, de la que Mark Zuckerberg se apropió para su nuevo proyecto y que se ha convertido en el nombre de la aspiración que las empresas de alta tecnología informática alimentan con inversiones millonarias.

Cuando le preguntan qué piensa de todo eso, el autor del legendario libro contesta: “Es una curiosa, pequeña distinción que puedo agregar a mi currículum vitae. Desde que el libro salió a la luz muchos han intentado hacerlo realidad desde diferentes compañías, lo han usado como una visión hacia la cual caminar. Han tratado de implementar la idea de lo que puede ser un metaverso y estas visiones son tan variadas como la gente que trabaja en ellas”.

El escritor que inventó también las criptomonedas en su novela Cryptonomicon no invierte en ellas y aunque ha sido invitado a conferencias especializadas en el tema no se ha arriesgado ante el potencial tecnológico que él mismo pronosticó y que podría cambiar las reglas de la economía mundial.


Una vieja idea con nuevo nombre

Snow Crash es un texto de difícil lectura porque el ciberpunk no se ciñe a las reglas tradicionales del relato. Enfatiza la acción por encima de la historia, de manera que sus primeras 35 páginas describen con todo detalle la vertiginosa entrega de una pizza cuando el proceso de elaboración no dejó mucho margen para que llegara a su destino en media hora. La narración va de una escena a otra y la acción se despliega como si se tratara de un cómic, pasa por descripciones ociosas de lugares y personajes que no tendrán ninguna relevancia en el relato, inventa palabras y está llena de referencias a otras obras y a un lenguaje que solo los expertos entienden. Uno tiene la impresión de estar incursionando en una secta de lectores que conoce los ángulos, las formulaciones y los guiños, el aparente sinsentido que en realidad es alusión y conflictos entre hackers y corporaciones del futuro.

Aunque el término metaverso existió antes como ciberespacio, realidad virtual, mundo virtual o realidad artificial, ahora es recibido con renovada frescura, como si cambiar de nombre le diera nueva vida a la misma idea que se ha planteado ya de muchas maneras. Los entornos virtuales de un videojuego permiten superar las leyes físicas o cambiarlas a discreción, y Sandbox, Roblox o Cryptovoxel son metaversos que eliminan las limitaciones en que vivimos ofreciendo, a través de avatares, una infinidad de posibilidades. Sin embargo, no serán estos, sino Microsoft, Nvidia, Google o Meta —por el poder de mercado que han alcanzado—, los consorcios que pondrán frente a nosotros la opción de tener una vida alterna. Basta echar una mirada a las noticias para leer que Microsoft compró Activision Blizzard —que produce videojuegos bélicos y que por cierto ya había dispuesto algunos de ellos como aplicaciones en Facebook—. Leemos que Walmart quiere poner una sucursal en metaverso que funcionará con su propia criptomoneda y que pretende fabricar y vender bienes virtuales. Ya vemos espectáculos deportivos en metaverso, gente que planea su matrimonio en ese mundo irreal y trajes que harán sentir besos y caricias a quienes los porten, porque el sexo no puede estar ausente, será la killer app, la que atraerá a la población general de manera irrevocable y en forma tal que la inmersión sea completa porque las plataformas integrarán software y hardware para ofrecer sensaciones.

Los dispositivos auxiliares: sensores que registrarán nuestros movimientos, gafas que proyectarán el paisaje simulado a nuestros ojos y todo lo que se sume tendrá como objetivo conectar la virtualidad con la realidad, usar el cerebro, vincular el ensueño con los sentires, porque los mundos aislados no son metaversos. Quizá pronto llegará algún dispositivo que permita interpretar nuestras expresiones faciales que parecen ser tan reveladores como insondables.

Que las nuevas configuraciones sean más realistas y logren suspender la incredulidad de los usuarios, que consigan el encanto que existe en los engaños, que alcancen a producir la ilusión superlativa y se parezcan a la sutil realidad de los anhelos es un tema para debatir porque hay aspectos de nuestra vida que no serán sencillos de transferir a unas líneas de software: “No sé cómo mi cara pudo transmitir esa información, o qué tipo de circuitos internos de la mente de mi abuela le permitieron llevar a cabo esa hazaña increíble: condensar en hechos el vapor de los matices”. Es lo que dice sorprendida Juanita, experta en simulación facial de la novela Snow Crash, porque su abuela se percató de su embarazo sin que ella lo dijera, “condensando en hechos el vapor de los matices”.


Neal Stephenson. (Foto: Christopher Michael)


¿Qué es exactamente Snow Crash?

Es muy probable que el metaverso, que nos dará más y mejores vidas, contenga también algunos de los males de nuestra existencia. Entre los muchos, uno de los peores es nuestra propia fascinación apocalíptica; seguramente será trasplantada para que no extrañemos tanto lo que dejamos atrás al ingresar en el mundo de la percepción. En el metaverso los avatares lo llamarán infocalipsis, un concepto que nació con la palabra metaverso y que está previsto como sustancia etérea que da título a la novela: Snow Crash:

Esto del Snow Crash… ¿es un virus, una droga o una religión?

        —¿Y qué diferencia hay? —dice Juanita encogiéndose de hombros.

Snow Crash es un esteroide, o más bien algo parecido a un esteroide. Sí, eso es. Se cuela a través de la pared celular, como los esteroides. Y luego le hace algo al núcleo de la célula.

        —Tenías razón —le dice Hiro al Bibliotecario—. Igual que el herpes.


En realidad, Snow Crash es algo peor que todo eso; es un algoritmo programado para destruir el metaverso convirtiendo la pantalla en una nube de puntos blancos como nieve que aparecen cuando no queda más que ruido en el ambiente. El metaverso no será pues la codiciada eternidad porque aún en ese mundo ficticio existirá el fin de los tiempos. No faltará quien invente la sustancia ilusoria a la que, con toda certeza, llamará Snow Crash para dar más líneas al currículum vitae de Neal Stephenson y que representará el fin de todo para que también ahí, en ese espacio informático, podamos despertar nuestra vocación de muerte.

¿Por qué la humanidad está fascinada con el metaverso? Quizá hay una estructura en la propuesta, una configuración de elementos que no es aparente pero que, al vibrar, entra en consonancia con la armazón cultural que nos conforma. ¿Es la misteriosa atracción que ejercen los antagonismos en nosotros? ¿La contradicción en nuestras vidas? ¿La contraparte de todo lo que somos? La dualidad inexorable y el misterio que reconstruye nuestro par de opuestos en la virtualidad; realidad e irrealidad, materia y espíritu, ser y no ser.

Quizá, sin percatarnos, establecemos una analogía o quizá más: una relación entre el planteamiento tecnológico y los aspectos existenciales de la humanidad, entre los componentes básicos del concepto y lo que nos rodea. Quizá establecemos vínculos entre las nociones que representan a la realidad y todo aquello que nos define y nos delimita como especie. “Todo acto comunicativo se funda en un código”, decía Umberto Eco cuando hablaba de la estructura ausente en el lenguaje. Al momento de conectarnos al metaverso esos códigos estarán ahí y esos códigos definirán la existencia y el fin.

La fantasía de poder contar con otra vida en un Universo paralelo, o la idea simple y llana de que todo puede ser distinto con solo cambiar un detalle. Un repartidor de pizza es el más experimentado guerrero en el metaverso y no podemos resistirnos a pensar en lo que hubiera sido de nosotros si la delgada cuerda no se hubiese roto cuando aún contaba, si no hubiese dejado de sostener lo que ahora ya es inamovible. Cómo sería todo ahora que el tiempo pasó, si la moneda al caer se hubiera encontrado con el aire más delgado para que el balance final invirtiera el curso de las cosas. Cómo sería el mundo si el azar dejara de existir y el dado que nos muestra sus diferentes rostros numerados, como distintas realidades, se nos presentara previsible en un paisaje de multiversos que nos ofrece otra manera de vivir la vida.

¿Es que un metaverso nos da opciones? Nos permite imaginar que en algún lugar del espacio y del tiempo o, mejor dicho: en algún disco duro de algún centro informático existe una mejor versión de nosotros mismos y un final menos trágico para todo lo que nos marcó. ¿O es que un paisaje en el metaverso rompe con la soledad que nos angustia?

En todo caso, es muy probable que la sociedad en un futuro no muy lejano acabe como una idea implementada, convertida en un sistema de signos, una organización de contenidos, un código invisible con mensajes que se transmiten involuntariamente, líneas de software y programas inasibles. La realidad entonces perderá vigencia porque la virtualidad cobrará sentido.


​AQ

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