¿Qué es la ciencia?

Ensayo

La labor de vencer los prejuicios, las “verdades evidentes” y las tan comunes medias verdades y falacias parte de suponer que el mundo a nuestro alrededor sí es comprensible, y que la superación humana requiere de nuestra participación.

La ciencia está basada en la creatividad, el gusto por el conocimiento y los anhelos por develar misterios. (Taton Moïse | Unsplash)
Guillermo Levine
Ciudad de México /

Para hablar de ciencia, antes es necesario referirse a la filosofía: ese añejo y perenne intento por decir algo coherente acerca del mundo, tratando a la vez de averiguar sus principios de funcionamiento (desde donde germinará luego la ciencia). Además, la filosofía también es curiosidad, amor y entusiasmo por los conocimientos para enriquecer la vida y la sociedad.

La filosofía nos permite ver más allá.

Históricamente, la exploración del conocimiento ha conformado buena parte de los esfuerzos por comprender las cosas, y durante milenios la humanidad ha buscado rutas para liberarse de la necesidad de atribuir el funcionamiento de la realidad a entidades suprahumanas, con el Renacimiento europeo como guía para una futura (e incómoda) convivencia con las religiones de Estado. También, por cierto, ya desde la antigüedad clásica los griegos habían trazado un camino —y un método—, casi olvidado durante siglos.

Me atrevo a proponer el surgimiento del pensamiento científico por una idea que llamo el “principio de necesidad lógica”, que podría expresarse de la siguiente forma:

“Las cosas son como son por —al menos— una causa (que conviene o suele resultar interesante averiguar), porque si no fuera por esa causa entonces no serían como son, sino de otras formas”.

Aunque al inicio pudiera parecer un trabalenguas, lo anterior constituye la postura básica de la ciencia y de los esfuerzos para comprender la realidad; es decir, se plantea que el mundo está conformado por principios escudriñables, repetibles y analizables, constituyentes del universo de aquello que nos es posible conocer racionalmente y por ende transmitir a los demás, sin necesidad de echar mano de dogmas, iluminaciones o principios de autoridad.

Detrás de todo fenómeno que ocurre en forma repetitiva está siempre el principio de necesidad lógica, pues si no fuera así, el fenómeno en cuestión acontecería en forma aleatoria, sujeta al azar. Por ejemplo, el vaivén de las mareas obedece a una razón —la influencia gravitatoria de la Luna—; los patrones elementales de comportamiento de los seres vivos —buscar el alimento, procurar su bienestar y similares— se deben a causas relativamente fáciles de identificar, al menos en forma esquemática y sujeta a comprobación; la estabilidad (o falta de ella) de las estructuras físicas del mundo tiene su origen en un equilibrio dinámico de fuerzas —peso, masa, movimiento y muchos factores más—; en fin, la inherente comprensibilidad e inteligibilidad del mundo está fincada en relaciones de causa y efecto que en principio pueden ser estudiadas y entendidas, pues sus resultados observables no son producto de la casualidad. (De nuevo: si fueran casuales entonces no se repetirían básicamente siempre de la misma forma.)

Más aún, un requisito previo para el desarrollo de la ciencia lo constituye el pensamiento inquisitivo: la capacidad (e incluso necesidad) de analizar mediante la tutela del razonamiento y la reflexión las aseveraciones leídas, aprendidas u oídas, independientemente de donde provengan, pues los “argumentos” basados en autoridad, tradición o dogma casi nunca bastan para entender, y mucho menos justificar, las cosas. Además, el también llamado “pensamiento crítico” es requisito fundamental para el florecimiento de las sociedades democráticas, y ese será un tema para otra ocasión.

La labor de vencer los prejuicios, las “verdades evidentes” y las tan comunes medias verdades y falacias (razonamientos aparentemente lógicos cuyo resultado, sin embargo, no está conectado con la validez de las bases de partida) parte de suponer que el mundo a nuestro alrededor sí es comprensible, y que la superación y el progreso humanos requieren de nuestra participación, interés e inteligencia.

Por supuesto, no se propone que lo racional sea lo único que existe, ni se pretende reducir todo a un conjunto de observaciones, pues sabemos bien que existen enormes áreas del conocimiento y la experiencia humanas que no tienen por qué cumplir con el principio de necesidad lógica. Por ejemplo, a nadie en su sano juicio se le ocurriría exigir que los principios del arte de Rembrandt fueran lógicamente necesarios, pues igualmente son válidas las intuiciones y las técnicas estéticas de Monet o las geniales producciones artísticas de Picasso, aunque resulten por completo diferentes o hasta opuestas, como se aprecia fácilmente con tan sólo verlas.

Es decir, las esferas del arte, la creación y la sensibilidad expresiva son necesariamente (!) libres, pero eso mismo a la vez impide que puedan ser transmitidas como enseñanza para otros, o al menos no con la garantía de que fructificarán directamente.

En sus enormes áreas de indagación dentro del mundo natural (es decir, no tanto en los ámbitos de la interacción humana o social), la ciencia trata de averiguar por qué las cosas son como son, y de proponer causas y razones para luego buscar comprobarlas en forma abierta y sujeta a la crítica y el escrutinio razonados; la culminación de esos esfuerzos será la capacidad de predecir con cierto grado de certeza, aquí y ahora, lo que podría ocurrir allá mañana. Se busca entonces crear modelos que simulen los aspectos de la realidad bajo estudio para poderlos luego sujetar a pruebas de comportamiento y ver cuánto se acercan (o no) a la realidad observada. Cuando esas formulaciones tienen un grado muy alto de certidumbre suelen recibir el apelativo de “leyes de la naturaleza”, aunque realmente tan solo sean propuestas “desde nuestro lado”, porque ciertamente a la naturaleza no le preocupamos demasiado.

No solo eso: por más objetiva que intente ser una teoría, un método o un estudio, no dejan de ser construcciones humanas y, por tanto, sujetas a ciertos esquemas y limitaciones inherentes a nuestra condición, lo cual equivale a decir que en las ciencias empíricas no hay verdades absolutas ni perennes.

Para que una teoría científica lo sea, debe cumplir varios requisitos, entre ellos estar abierta al escrutinio de expertos interesados (lo cual suele lograrse cuando se publica en medios especializados en los que comités de pares revisan y dictaminan si la propuesta es sólida, coherente, demostrable y aceptable); ser reproducible (es decir, que siguiendo esos métodos o esa propuesta, otros equipos de investigadores lleguen a los mismos resultados), y superar las pruebas de “falsificabilidad” o refutabilidad (que la teoría deje de ser válida cuando se contradice alguna de sus suposiciones básicas, porque lo contrario significaría que sus resultados son producto de coincidencias o de meras casualidades).

El punto de partida es que la realidad es única y la misma para todos, lo cual básicamente deja fuera el también colosal campo de las subjetividades, porque un requisito indispensable para poder avanzar es reducir la influencia de las apreciaciones personales o grupales sobre las cosas y las situaciones. Por ello, los modelos a emplear serán preferentemente matemáticos, en virtud de su mayor abstracción, reproducibilidad e independencia de factores particulares y de opiniones.

Desde hace mucho tiempo se discute el grado de “ciencia” atribuible a las disciplinas tradicionalmente consideradas como eminentemente humanas, pues bajo esta óptica resulta más fácil hablar de “ciencias duras” (química, física, ciencias naturales y sus tecnologías asociadas) que de “ciencias sociales” —asunto que luego tendremos oportunidad de analizar—, pues evidentemente hay enormes áreas de actuación en donde resulta menos propio aplicar los enfoques o métodos de la ciencia. Por fortuna, la inacabable riqueza y complejidad del mundo da para todo.

No digo, ni se implica, que la ciencia sea y tenga la respuesta para todas las cosas, pero sí que constituye el nivel más alto de conocimiento transmisible, repetible y comprobable elaborado por la raza humana. Y eso no es cualquier cosa: no es el absoluto, pero se le acerca.

Comencemos entonces: El problema de la realidad del mundo observable es uno de los favoritos de la filosofía, y a lo largo de la historia del pensamiento se han planteado muchas propuestas. Como comenté en una entrega previa, una de las formulaciones más interesantes fue la expresada por el obispo inglés George Berkeley (1685-1753): esse est percipi, “ser es ser percibido”, enunciando que las cosas existen gracias a que las percibimos mediante los sentidos. Eso deja abierta la (inocente) postura solipsista, que “explica” la evidente no desaparición de la mesa, aunque yo la haya dejado de observar, por el hecho de que otros también la perciben. Pero ¿y qué sucede con las cosas que nadie percibe ni ha percibido jamás; existen o no? La sencilla respuesta ofrecida por Berkeley —aunque indemostrable y por tanto incompatible con el principio de necesidad lógica— es que sí existen, gracias a la presencia del “perceptor universal”: Dios.

Volviendo a los asuntos demostrables, la realidad la conocemos gracias a los sentidos, y éstos nos dejan saber que las cosas existen fuera de mí y son además indiferentes a mi existencia y a mis deseos, pues simplemente son, y además las puedo cuantificar, medir y representar. Pero ¿qué garantía tengo de que alguien más percibe la mesa en la misma forma que yo lo hago?

Para responder a esta nueva interrogante analizaremos en forma muy esquemática cómo percibimos (visualmente, simplificando por lo pronto) las piezas del mundo. Para ver un objeto es forzosa la existencia de tres agentes diferentes e independientes entre sí: un emisor de luz, el objeto en cuestión y un receptor de la luz. El proceso entonces opera como sigue: A) El emisor envía luz hacia el objeto. B) La luz rebota en el objeto. C) Esa luz “secundaria” llega a mi ojo receptor. (Además, se sabe que los objetos también absorben algo de esa luz, y que el ojo interpreta como color aquella parte del espectro luminoso que sí le alcanzó a llegar. Cuando no nos llega nada entonces “vemos” el tono negro.)

Durante siglos los físicos discutieron acerca de la naturaleza de la luz; unos proponían que estaba formada por partículas, y otros argumentaban que eran ondas inmateriales. La ciencia moderna satisfizo ambas teorías cuando mostró la característica dual de la luz: dependiendo del modo de observación, la luz se comporta a la vez como un haz de partículas (fotones) y como una vibración electromagnética. Si se considera como un disparo de fotones entonces debería ejercer presión cuando llega al objeto, y éste reaccionaría según lo establece la tercera ley de Newton. En efecto, así es, solo que la acción resulta tan pequeña en comparación con la masa del objeto que no sufre ningún cambio perceptible, en forma similar a cuando empujo con la mano una locomotora y no logro moverla. En 1905 Albert Einstein (1879-1955) explicó cómo los fotones en realidad sí perturban los materiales sobre los que inciden —produciendo cambios de energía en sus electrones, específicamente—, y gracias a la comprensión del “efecto fotoeléctrico” recibió el Premio Nobel de Física en 1921 (y no; no le fue otorgado por la Teoría de la Relatividad, también inicialmente elaborada por él en ese su año maravilloso de 1905).

¿Pero qué sucedería si intentáramos observar una partícula subatómica en vez de un objeto de tamaño normal? En ese caso, por sus dimensiones similares, el fotón sí logra en efecto producir una reacción apreciable en la partícula, y el resultado es que ¡la propia observación cambia el objeto observado! Es decir, el hecho mismo de tratar de percibir cómo es una partícula altera esa partícula, y por tanto ya no se puede saber cómo era “en realidad” antes del acto de percepción.

Más aún, este resultado fundamental de la física cuántica, enunciado mediante el teorema matemático conocido como “principio de incertidumbre”, implica que en términos subatómicos en efecto no podemos saber con precisión ilimitada, o sea, con certidumbre, cómo son las cosas. (Este y otros estudios de mecánica cuántica ameritaron la concesión del Premio Nobel de Física de 1932 al físico-matemático alemán Werner Heisenberg (1901-1976), cuando no había siquiera cumplido 31 años de edad.)

Hay un similar resultado adicional observable en la física atómica, y se conoce como “superposición cuántica”: el pasmoso —pero verificable experimentalmente— fenómeno básico de la naturaleza consistente en que las partículas subatómicas ocupen varias posiciones a la vez, con lo cual bien se puede decir que existen más como una nube de probabilidades que como una presencia puntual particular. Toda esta gama de posibilidades, sin embargo, desemboca en una sola realidad verificable al momento de interactuar con el sistema para observarlo o medirlo, pues al hacerlo se causa el colapso de los diversos estados superpuestos hacia uno solo.

Por absolutamente extraño que parezca, esto es real, acontece y se observa cotidianamente en los laboratorios de física experimental. También se presenta en el funcionamiento detallado del proceso de la fotosíntesis en las plantas, entre tantos otros escenarios. Algo muy diferente, sin embargo, es la ligera, simplona y supremamente ignorante aseveración de cómo este hecho constituye la base de supuestas “leyes” de atracción ¡producidas por el poder de los “pensamientos positivos” sobre los fenómenos cuánticos!, o barbaridades semejantes, expresadas sin el menor rubor de atreverse a difundir opiniones carentes de toda lógica o fundamento y basadas únicamente en charlatanería, medias verdades y egocentrismo: la intrepidez que da la ignorancia.

Con todo lo dicho, no podemos evitar acordarnos de Berkeley y su idealista esse est percipi, ni tampoco de lo que los sistemas filosóficos del yoga llaman la ilusión de la existencia, lo cual nos trae de regreso a reflexionar sobre la ya no tan absoluta y concreta realidad del mundo revelada por las matemáticas y la ciencia. Por otro lado, esta reconciliación de los puntos de vista de la física moderna con los del budismo no deja de ser irónica ni ha pasado desapercibida.

Expongo entonces la siguiente caracterización de la ciencia: es básicamente un sistema compartido de creación de conocimiento y de descubrimiento y exploración de la realidad que tiene un especial cuidado de no caer en subjetividades ni egocentrismos, no prestarse a interpretaciones interesadas, fáciles o cómodas, no depender de suposiciones sin fundamento, no hacer referencias a autoridades como justificación de las cosas, ni tampoco refugiarse en deidades o espíritus superiores de ninguna clase. No es que la ciencia sea un camino difícil, oculto y con reglas accesibles solo para los iniciados: más bien es al revés, pues sus métodos son explícitos y públicos, y están además siempre expuestos a la crítica razonada y al debate ilustrado basado en argumentos y evidencias (no en opiniones, posturas políticas o ideologizaciones, entendiendo por éstas los sistemas de creencias heredados y nunca puestos ni en duda ni a prueba versus la realidad).

Además, la ciencia suele ser desarrollada por equipos de trabajadores e investigadores, y demanda de fuertes inversiones por parte del Estado (educación básica y superior de calidad), políticas de apoyo para universidades y centros de investigación tanto públicos como privados y, en general, un sistema enfocado a esa extraordinaria labor común... no precisamente lo observado en México.

Desde esta perspectiva, la ciencia no es “enemiga” de nada ni de nadie (bueno, sí: de la ignorancia y las ideologías que no toleran ni admiten réplicas), y tampoco se contrapone con la espiritualidad, pues proviene de nuestra sensación de admiración y maravilla por el mundo que nos rodea.

Por supuesto, la ciencia no es “inhumana” o antihumana como todavía a estas alturas de la civilización proclaman algunos, sino todo lo contrario, pues está basada en la creatividad y el gusto por el conocimiento, y en los anhelos por develar los misterios y comprender la realidad del mundo. Además, lo común es que quienes ven en la ciencia el origen de la “deshumanización” y la “materialidad” no chistan en emplear para su beneficio los innumerables productos y servicios generados por las tecnologías resultantes de los avances científicos.

En una entrega anterior tocamos el tema de la inteligencia artificial, y la caracterizamos como el nivel más elaborado del empleo de las computadoras (y las ciencias que lo hicieron posible), uno que nos permite establecer “comunicación” con las máquinas mediante el lenguaje natural en formas sorprendentemente cercanas a como lo hacemos con nuestros semejantes, aunque igual expusimos que básicamente sólo se trata de una emulación, muy lejana de nuestros “verdaderos” mecanismos mentales de conciencia o, mucho menos, emociones.

Para cerrar, y al respecto de los desconcertantes y nada intuitivos resultados de la física cuántica recordamos la expresión en inglés que pregunta: “¿Hace ruido un árbol que cae en el bosque sin que nadie lo escuche?”, lo cual nos servirá de pretexto para escuchar una extraordinaria y desconocida pieza de jazz con la voz de la cantante norteamericana Phyllis Horne, titulada “The thing with Dennis who ain't around”, en donde se pregunta si acaso existen los reclamos del abusivo amante que ella dejó y que para su fortuna ya no escucha.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.