Mi primer gran viaje iba a ser a Europa con un grupo de amigos al terminar la universidad, pero una semana antes de volar con ellos terminé viajando sola a Cartagena de Indias para asistir a un taller de periodismo literario que impartiría Francisco Goldman para periodistas latinoamericanos en la ahora llamada Fundación Gabo. Entonces era reportera de cultura casi de tiempo completo (faltaba graduarme) y la emoción de haber ganado un lugar en la ardua competencia para pertenecer a esa prestigiosa red de periodistas me hizo quizá minimizar el hecho de que ese sería mi primer gran viaje sola, hasta que un oficial de aduana en Los Ángeles me lo recordó. Aunque los lectores del diario donde trabajaba comentaban con frecuencia que creían que yo era una persona “mayor”, a los ojos de un hombre entrenado para sospechar de falsas identidades yo no dejaba de ser una mexicana de 20 años que había llegado sola a L.A. vía Bogotá, cargando varias bolsas de “supuesto” café colombiano, con un itinerario que terminaba sin explicación en Phoenix. Eso justificó que llamaran a los temibles perros entrenados para olfatear drogas, pero lo que olfatearon fue mi zoofobia, lo cual a su vez justificó pasarme a otro lugar para una minuciosa entrevista donde tuve que dar evidencias de mi identidad y las razones de mi viaje mientras recordaba la última charla sostenida con un colega colombiano que me había contado cómo la última moda en tráfico de drogas de Latinoamérica a EU consistía en transportarlas a través de los cuerpos de mujeres jóvenes viajando solas como turistas. Finalmente, la evidencia del boleto de mi vuelo Phoenix-Londres (entonces vivía en la frontera y era más barato volar directo por los aeropuertos gringos) me salvó de más preguntas y pude llegar a tiempo a reunirme con mis amigos y emprender nuestra aventura mochilera que en retrospectiva suena a tráiler de reality show: once viajeros inexpertos, seis países en dos semanas, poco dinero, época pre-teléfonos inteligentes (pero eso es tema de otra columna).
Hace dos semanas, mientras atravesaba El Raval para llegar a la librería Altäir, donde iba a presentar Viajar sola, mi primer libro sobre las experiencias de viaje de autoras hispanoamericanas, recordé ese primer gran viaje sola y ese otro gran viaje en colectivo, cuando precisamente nos hospedamos en un ruidoso hostal del Raval, que aún no se gentrificaba y era para nosotros símbolo de libertad, contracultura y fiesta sin tiempo límite. Desde entonces he regresado varias veces a Barcelona, pero nunca lo había hecho como autora. Y una de las diferencias entre un viaje como turista y uno como autora es que en librerías, cafés y demás puntos de reunión de la intelectualidad catalana constantemente terminaba hablando de mi libro a personas que parecían muy interesadas en saber de mi obra, que como sólo consta de un libro hasta el momento, el reto era mantenerles el interés antes de que otro autor con más libros y mejores habilidades oratorias. Sin embargo, el reto mayor fue justamente presentarme como “autora” y no como investigadora sobre, profesora de, doctora en y todas esas categorías que para el mundo académico tienen más valor curricular cuando se trata de definir la identidad profesional.
¿Pero qué es ser una autora? En 1969 el filósofo francés Michel Foucault se preguntaba en un artículo “¿qué es un autor?”, para llegar a la conclusión de que la literatura contemporánea está más preocupada con buscar las formas en que el sujeto que escribe desaparezca del texto que con la necesidad de dicho sujeto de expresar sus emociones. Para él, el autor es una especie de segundo yo, una pluralidad de egos que incluye, pero no se limita a la persona real. Obviamente las ideas de Foucault siguen siendo válidas en los más variados ámbitos artísticos y disciplinas del saber, pero después de leer tanta literatura contemporánea de mujeres, le encuentro dos problemas a esta idea en particular: primero, que lo que Foucault llama “contemporáneo” a fines del siglo XX no es lo mismo que lo contemporáneo hoy y, segundo, que sus argumentos están basados su lectura de autores masculinos y europeos (Freud, Marx, Mallarmé), que para entonces ya habían tenido bastante tiempo para existir y disfrutar de su notoriedad. ¿Mala suerte para las autoras que apenas empezaban a encontrar un lugar en el mercado editorial cuando ser autor parecía ya no importar? “Podemos fácilmente imaginarnos una cultura donde el discurso circule sin la necesidad de ningún autor… ¿qué importa quién habla?”, dijo Foucault. Afortunadamente, todavía somos bastantes quienes consideramos que sí importa quién habla.
Después de experimentar en cuerpo propio esa transformación identitaria que implica dejar de ser un poco la yo de siempre para ser también “autora” (pasear por las librerías que te gustan y ver tu libro exhibido es toda una experiencia de desdoblamiento), me parece que a diferencia del concepto de “autor” que está en proceso de deconstrucción, el de autora todavía está en reconstrucción y definición. Mientras escribía Viajar sola pensaba realmente que iba a ser un libro “solo” sobre otras mujeres, un libro objetivo, que debía cumplir con las convenciones de la escritura académica (whatever that means), pero en el último capítulo el “yo”, mi yo, asomó sin querer y, aunque me sentía expuesta, lo/la dejé asomarse y es ese capítulo, el que creí que iba a ser el más criticado, el que más cumplidos inesperados de lector@s me ha traído. Porque más allá de las preguntas por la metodología o el trabajo archivístico, las preguntas que otras mujeres me han hecho sobre mi libro giran sobre mi propia experiencia, o más bien, por el viaje de la autora de un libro sobre viajes de otras autoras.
En la ficha catalográfica de mi libro, la que se imprime en la página legal para clasificar correctamente las obras en bibliotecas y librerías, fui designada como autor y no como autora porque según me dijeron hay una norma internacional que aún impide utilizar la palabra en femenino. Después de todo, en esto sí tenía razón Foucault: el nombre del autor no es un nombre propio como cualquier otro. Designar quién es y quién no es responsable de un puñado de palabras es una tarea compleja que no sucede por arte de magia: no despiertas un día convertid@ en autor y mucho menos en autora.
Liliana Chávez
Es investigadora de literatura latinoamericana en la Universidad Libre de Berlín y miembro de la Fundación Alexander von Humboldt.
ÁSS