La radical independencia de José Manuel Caballero Bonald

In memoriam

El pasado 9 de mayo murió en Madrid el polígrafo español, autor de libros como Examen de ingenios, a quien uno de sus amigos más cercanos, quien fue también su discípulo y antologador, recuerda en este emotivo retrato.

Caballero Bonald previo a recibir el Permio Cervantes en 2013. (Foto: Daniel Ochoa de Olza | AP)
Juan Carlos Abril
Ciudad de México /

José Manuel Caballero Bonald se nos ha ido, lamentablemente, a los 94 años. Nacido en 1926 en Jerez de la Frontera, Cádiz, tenía justo el doble de los años que yo tengo ahora. Hijo de un cubano de madre criolla y padre montañés, y de una descendiente de la familia del vizconde de Bonald —el filósofo tradicionalista francés— radicada en Andalucía desde mediados del siglo XIX, no sé por qué siempre me quise ver reflejado en su búsqueda de la palabra, en su pulsión escritural, en su brillante carrera literaria en todos los estilos que tocaba. Poesía, novela, memorias, ensayo, traducciones… A la vanguardia, pero leyendo de manera privada la tradición, asumiéndola como propia, sin duda nos encontramos ante el escritor más completo y sobresaliente de su generación. 

Liberal, progresista y de ideas avanzadas, Pepe —pues así le llamaban sus amigos— ha sido un ejemplo para varias generaciones, un ejemplo no sólo de escritura, en la que alcanzó altísimas cotas estéticas, sino ética y moral, pues su actitud en las duras décadas del franquismo, y luego durante la democracia, no se doblegó ante las alharacas del poder ni ante los agasajos de los mediocres. Sus memorias, en dos volúmenes, nos hablan de un personaje insobornable que estuvo donde tuvo que estar en los tiempos difíciles, sufriendo cárcel en dos ocasiones y respondiendo a las demandas colecticas, convirtiéndose en un referente, sin renunciar al imperativo délfico nosce te ipsum. Llegó a ser un icono mediático ciertamente díscolo, sin pelos en la lengua, pues sus intervenciones en prensa nunca fueron complacientes. Su obra se ha leído con igual interés a un lado y otro del Atlántico. Denunció injusticias sociales, abogó por una sociedad mejor, por el reparto de la riqueza, y siempre fue votante de izquierdas, según confesaba a menudo en sus entrevistas. Su figura ha simbolizado durante décadas la actitud critica frente a la sumisión, destacándose como un consumado infractor de las normas de los conservadores y las reglas de los biempensantes. Cada vez más irónico, su trato era afable, como de quien ya está más allá del bien y del mal, y le gustaba hablar entre veras y bromas, aunque en los últimos años se le veía muy apurado por la edad, que le había superado. “Es una putada la vejez”, me dijo en una ocasión, y yo le respondí que era peor no cumplir años, a lo que se quedó pensativo.

Maestro y amigo al que he dedicado bastantes años —por no enumerar las páginas— de mi vida, al que he seguido fielmente y admiro con hondura, su escritura es una evidencia de etapas y decisiones estilísticas inapelables —consigo mismo— que me ha enseñado mucho. Un alegato de la significación última que supone escribir, escribir como reto en esa simbiosis inviolable de vida y literatura. “El imposible oficio de escribir”, tituló uno de sus poemas… Por eso no quiso doblegarse a las complacencias de la crítica, ni al mercadeo adulador de los editores. Tuvo absoluta independencia respecto a lo que quería escribir, resultando contradictorio y sorprendente en repetidas ocasiones. Sus poemarios eran una apuesta garantizada; sus novelas una inmersión en tramas cautivadoras, Argónida; sus memorias, las mejores sin duda de sus coetáneos, un testimonio ineludible de una época. Administró con erudición sus silencios y sus necesidades expresivas con rigor y sabiduría. Nunca se cansó de indagar, nunca cesó de preguntarse por el misterio de las cosas, por la inexplicable realidad de las palabras, y por los espejismos en los que a veces entramos, como en bucle, haciendo compatibles nociones y conceptos que las mentes estrechas no saben conjugar. Su propuesta formal es deslumbrante: Caballero Bonald es uno de los orfebres más importantes que ha dado la lengua española, y no hablo del siglo XX o lo que va del XXI, sino que quiero entroncar su obra con los autores áureos, para él dilectos, y que también leyó, estudió y editó.

Pepe fue muchas cosas, aparte de escritor. Incluso actuó en alguna película. Y da la sensación, mirando su biografía, que tantas veces he repasado, que hizo todo lo que una vida épica puede exigir, agotando las posibilidades de la aventura. Navegante experto que sin embargo naufragó dos veces, le faltó una para ser inmortal. Profesor universitario y lexicógrafo, por ejemplo. Biógrafo. Cronista. Enólogo y etnólogo. Bohemio y noctámbulo, viajero y tabernario noctívago empedernido, vivió la noche, la camaradería, la francachela y la farra, conjugándolo todo eso con sus obligaciones familiares… Tenía aptitudes para la pintura y el dibujo, gestor, promotor y agitador cultural, reconocido folklorista y flamencólogo, ensayista de fondo, articulista de ocasión, director al frente de la editorial Júcar, director artístico de la casa discográfica Ariola… Precisamente —como despedida a esta breve nota— quiero compartir un recuerdo muy personal que poseo de él, un recuerdo que una vez le conté y le dio íntima alegría y satisfacción. Me refiero a la primera vez que yo vi y leí su nombre, José Manuel Caballero Bonald. Fue en un disco de vinilo de Paco Ibáñez y Cuarteto Cedrón en el que cantaban de manera inolvidable y respectivamente a Pablo Neruda y Raúl González Tuñón, un disco muy hermoso que todavía conservo. Tenía yo 12 años, o sea, hacia 1986. Allí firmaba nuestro Pepe un párrafo con sus impresiones sobre el álbum que presentaba, y desde entonces sentí por él una atracción que fui completando con los años, leyendo sus novelas y sus libros de poemas, en fin, todo lo de él, ya algo más mayor. Al acabar el bachiller leí Dos días de setiembre (1962), su primera novela, y poco a poco me fui introduciendo en su mundo poético y vital, complejo y seductor, que había empezado a conocer a través de algunas antologías, en concreto la de Juan García Hortelano, El grupo poético de los años 50 (Una antología), de 1978, que también guardo como oro en paño…

El universo semiótico de José Manuel Caballero Bonald es sumamente atractivo. En él sigo entusiasmado después de tantos años. Entronca con lo mejor del barroco hispano, de sabor andaluz y peculiar acento con reminiscencias orientalizantes, actualizando nuestra tradición. Un mundo estimulante que me ha dado tanto, y con personalidad propia. En fin. Recuerdo bien ahora aquel primer texto suyo firmado, y sé que hay otros muchos que no firmó en todos los discos que aparecieron en aquel entonces, porque él me lo ratificó, sobre todo del mundo del flamenco, que deberían juntarse algún día y ponerse a disposición del público. Quién sabe. La fina pluma del jerezano era un bisturí de inteligencia emocional, siempre apuntando al lugar exacto, con aguda destreza. Por ahí andan... Y como él, historia viva de nuestras letras.

​ÁSS

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