Muchas veces, lo verdaderamente novedoso no es lo que ocurre aquí y ahora sino lo que sucedió ayer, hace mucho tiempo, y regresa como un futuro inconcebible. De varias de las grandes obras escritas a principios del siglo XX podríamos decir que, en su carácter centenario, hallamos nuestro presente y nuestro porvenir. En 1913 aparecieron Zona de Apollinaire y Prosa del Transiberiano de Cendrars, y en 1914 Un tiro de dados de Mallarmé; luego, en 1920, El cementerio marino de Valéry y, más tarde en una cadena increíble, surgieron en 1922 La tierra baldía de Eliot y el Ulises de Joyce y en 1923 Las elegías de Duino de Rilke y Crepusculario de Neruda —el mismo año de la redacción de “El regalo de Harun Al-Rashid” de Yeats—.
Un poco más tarde, en 1924, salió a la luz La montaña mágica de Mann. Así, la irrupción de Ramón López Velarde en la primera fase de ese periodo es muy significativa y forma parte de la presencia de lo inesperado. Zozobra, de 1919, realiza de forma plena la originalidad de La sangre devota y crea un punto de reflexión donde la poesía mexicana moderna se mira y, en los mejores casos, sufre su influencia.
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En este libro, la transformación de los símbolos en los ademanes y los gestos de mujeres y hombres cobra una realidad de autorreconocimiento profundo y observación del poliédrico carácter moral de nuestras conductas. Por eso, desde el primer poema del libro, López Velarde afirma: “¡Fuera de mí, la lluvia; dentro de mí, el clamor/ cavernoso y creciente de un salmista!”, y de esta manera pule y se aproxima a la atmósfera expresionista y terrible de “El sueño de los guantes negros”, donde podemos leer: “Era una madrugada de invierno/ y lloviznaban gotas de silencio”.
Zozobra retuerce exprimiéndolo, por lo menos en los mejores poemas, el tenebrismo de Poe y Baudelaire, pero a diferencia de ellos el brote del dolor y de lo maligno no será proyectado en una imagen (el cuervo o el albatros, aunque él tenga su pozo, su zenzontle y su candil) sino implicará la revelación de la fuerza interior del gesto: “¿En qué bogaban tus pupilas/ para que pudieses/ narcotizarlo todo?”.
López Velarde se hunde en los pliegues de su yo atribulado para hallar la ecuación psicológica, el minuto de la cobardía y la operación constante del retorno hechicero del bien y del mal. Dotado de un rigor enorme, pero al mismo tiempo entregado a una libertad sin obstáculos, magnetiza el mundo con su fetichismo y experimenta con la composición en sentido contrario al verso libre: en vez de eliminar la consonancia, la exacerba en la rima monorrima o más aún, contra la preceptiva, en la rima interior: “y central y esencial como el rosal”.
Zozobra pertenece a ese grupo admirable donde están Crepusculario, Los heraldos negros —publicado también en 1919— y Donde habite el olvido. Auténticos textos híbridos, en diálogo con Darío, donde podemos descubrir una modernidad no de ayer sino de hoy y entender que la vida es “una hada/ que por amar está desencajada”.
ÁSS