Ramón López Velarde y el centenario de 'Zozobra'

Poesía en segundos

En su poemario, el vate mexicano se hunde en los pliegues de su yo atribulado para hallar la ecuación psicológica y el minuto de la cobardía.

López Velarde murió el 19 de junio de 1921 en Ciudad de México. (Especial)
Víctor Manuel Mendiola
Ciudad de México /

Muchas veces, lo verdaderamente novedoso no es lo que ocurre aquí y ahora sino lo que sucedió ayer, hace mucho tiempo, y regresa como un futuro inconcebible. De varias de las grandes obras escritas a principios del siglo XX podríamos decir que, en su carácter centenario, hallamos nuestro presente y nuestro porvenir. En 1913 aparecieron Zona de Apollinaire y Prosa del Transiberiano de Cendrars, y en 1914 Un tiro de dados de Mallarmé; luego, en 1920, El cementerio marino de Valéry y, más tarde en una cadena increíble, surgieron en 1922 La tierra baldía de Eliot y el Ulises de Joyce y en 1923 Las elegías de Duino de Rilke y Crepusculario de Neruda —el mismo año de la redacción de “El regalo de Harun Al-Rashid” de Yeats—.

Un poco más tarde, en 1924, salió a la luz La montaña mágica de Mann. Así, la irrupción de Ramón López Velarde en la primera fase de ese periodo es muy significativa y forma parte de la presencia de lo inesperado. Zozobra, de 1919, realiza de forma plena la originalidad de La sangre devota y crea un punto de reflexión donde la poesía mexicana moderna se mira y, en los mejores casos, sufre su influencia.

En este libro, la transformación de los símbolos en los ademanes y los gestos de mujeres y hombres cobra una realidad de autorreconocimiento profundo y observación del poliédrico carácter moral de nuestras conductas. Por eso, desde el primer poema del libro, López Velarde afirma: “¡Fuera de mí, la lluvia; dentro de mí, el clamor/ cavernoso y creciente de un salmista!”, y de esta manera pule y se aproxima a la atmósfera expresionista y terrible de “El sueño de los guantes negros”, donde podemos leer: “Era una madrugada de invierno/ y lloviznaban gotas de silencio”.

Zozobra retuerce exprimiéndolo, por lo menos en los mejores poemas, el tenebrismo de Poe y Baudelaire, pero a diferencia de ellos el brote del dolor y de lo maligno no será proyectado en una imagen (el cuervo o el albatros, aunque él tenga su pozo, su zenzontle y su candil) sino implicará la revelación de la fuerza interior del gesto: “¿En qué bogaban tus pupilas/ para que pudieses/ narcotizarlo todo?”.

López Velarde se hunde en los pliegues de su yo atribulado para hallar la ecuación psicológica, el minuto de la cobardía y la operación constante del retorno hechicero del bien y del mal. Dotado de un rigor enorme, pero al mismo tiempo entregado a una libertad sin obstáculos, magnetiza el mundo con su fetichismo y experimenta con la composición en sentido contrario al verso libre: en vez de eliminar la consonancia, la exacerba en la rima monorrima o más aún, contra la preceptiva, en la rima interior: “y central y esencial como el rosal”.

Zozobra pertenece a ese grupo admirable donde están Crepusculario, Los heraldos negros —publicado también en 1919— y Donde habite el olvido. Auténticos textos híbridos, en diálogo con Darío, donde podemos descubrir una modernidad no de ayer sino de hoy y entender que la vida es “una hada/ que por amar está desencajada”.

ÁSS


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