La madrina de López Velarde

Centenario luctuoso

Un curioso personaje de la infancia del poeta zacatecano aparece en distintos versos que escribió desde los 21 años.

López Velarde a tinta china, por Rogelio Naranjo. (Colección: Carlos Monsiváis | Museo del Estanquillo)
Marco Antonio Campos
Ciudad de México /

Hay un curioso e incidental personaje en poemas de Ramón López Velarde, que sirve como enlace a la principal historia narrada, en el cual la crítica se ha detenido apenas, y que aparece en dos poemas de La sangre devota (1916) y uno de Zozobra (1919). Se trata de la madrina. Por el acta de nacimiento de Ramón sabemos que se llamaba Luisa Berumen. No es difícil imaginarla solterona, cargada de años, probablemente hermana del abuelo Berumen. El primer poema donde la recuerda es de 1909, “Poema de vejez y amor”, o sea, cuando López Velarde tenía 21 años. Leemos la primera estrofa:


Mi vida, enferma de fastidio, gusta

de irse a guarecer año por año

a la casa vetusta de los nobles abuelos

como a refugio en que en la paz divina

de la voz de antaño

solo se oye la voz de la madrina

que se repone de un acceso de asma

para seguir hablando de sus muertos

y narrar, al amparo del crepúsculo,

la aparición del familiar fantasma.

La “casa vetusta de los nobles abuelos” sería aquella “fincada en plaza de armas”, esa casa a la que se refiere en su crónica “Meditación en la alameda” (El minutero). Desde 1898, cuando él tenía 10 años, la familia se mudó de Jerez a Aguascalientes, y la primera casa, la de Parroquia 33, dejó de ser de la familia López Velarde-Berumen, y la casa donde Ramón llegaría durante las vacaciones escolares en el pueblo natal sería la de los difuntos abuelos, donde, como él dice, “gusta de irse a guarecer año por año”. Por la descripción de López Velarde, la vitalidad y el gusto por la vida de la madrina no eran su fuerte: asmática, solía conversar como fantasma con sus muertos y contar esas pláticas a la hora del crepúsculo. Todo hace contraste, a partir de la segunda estrofa, donde aparece Fuensanta, cuya “clara voz, como la campanilla/ de las litúrgicas elevaciones” “dialoga con la voz anciana”.

La misma madrina Luisa era quien invitaba a la prima Águeda a la casa. No sabemos tampoco si la prima era de la rama de los Berumen Valdés paternos o de los Llamas Escobedo maternos. El poema está fechado en 1916; en 1913, fue la última ocasión que López Velarde estuvo en Jerez cuando era candidato a diputado; nunca volvió. La madrina Luisa aparece en el primer verso del poema y no vuelve a nombrársele, pero como por encanto, a partir de la segunda línea, el poema se vuelve nerviosamente sensual cuando el muchacho observa la figura u oye la voz de la prima:


                    Mi madrina invitaba a mi prima Águeda

                    a que pasara el día con nosotros

     y mi prima llegaba

     con un contradictorio

     prestigio de almidón y de temible

     luto ceremonioso.

     Águeda aparecía, resonante

     de almidón, y sus ojos

     verdes y sus mejillas rubicundas

     me protegían contra el pavoroso

     luto…

               Yo era rapaz

     y conocía la o por lo redondo,

     y Águeda, que tejía

     mansa y perseverante en el sonoro

     corredor, me causaba

     calosfríos ignotos.

     A la hora de comer, en la penumbra

     quieta del refectorio,

     me iba embelesando un quebradizo

     sonar intermitente de vajilla

     y el timbre caricioso

    de la voz de mi prima.

Si Ramón era “rapaz y conocía la o por lo redondo”, andaría entre los 13 y 15 años, es decir, era un muchacho que había despertado al sexo, y tres cosas de Águeda le avivaban el deseo o aun le causaban “calosfríos”: una, los ojos verdes y las mejillas rubicundas junto con el negro del “pavoroso luto”; la segunda, verla tejer “mansa y perseverante en el sonoro corredor”; y la última, “el timbre caricioso” de la voz que se confundía con el tintineo de la vajilla. Jamás sabremos si su nombre era en realidad Águeda o representó la conjunción de dos o más primas.

La madrina vuelve a aparecer en un poema de Zozobra (“Jerezanas”), donde López Velarde recuerda a las paisanas que rondaban en la mañana la vetusta casa al norte de la plaza de armas:


Jerezanas,

colibríes de tápalo y quitasol,

que vagabundas en la gloria matutina

paraban junto a mis rejas,

por espiar la joyante canción de mi madrina

rememorando a Serafín Bemol:

“Si soy la causa de lo que escucho,

amigo mío lo siento mucho”.

El español Alfonso García Morales, el mejor lopezvelardeano, escribe al final de la Obra poética de Ramón López Velarde (“Notas a los poemas”, UNAM, 2016), que en la estrofa se “reproducen palabras de la Señorita O al músico Serafín García Bemol, personajes de La gallina ciega, popular zarzuela cómica española, con música de M. Fernández Caballero y letra de M. Ramos Carrión, estrenada en 1873, y que en enero de 1919 se puso en escena en el Teatro Principal de México, donde López Velarde, asiduo en este tiempo del teatro, pudo verla”. Las fechas no (me) cuadran. Aquello de la madrina y las muchachas que cuenta López Velarde pasó un buen número de años atrás, quizá en la primera década del siglo XX, o a principios de la segunda década, máximo 1913. Pero entonces ¿cómo y de dónde conocería la madrina Luisa la letra de La gallina ciega? ¿O López Velarde vio la zarzuela en 1919 e inventó o recreó en el poema la escena de la madrina y las muchachas jerezanas, esas muchachas, que con su rebozo y sombrilla, se ponían junto a la reja de la casa familiar, para oír el trozo de la zarzuela con las dos líneas cándidas pero letalmente hermosas: “Si soy la causa de lo que escucho,/ amigo mío, lo siento mucho”?

Si eso sucedió —y fue varias veces que oyeron a la madrina como se dice implícitamente en el poema—, esas dos líneas encantarían a aquellas muchachas jerezanas, y tal vez las repitieron alguna vez o soñaron repetirlas a un pretendiente.

​AQ

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