En 1951, Ray Bradbury escribe el cuento “The Pedestrian” (“El peatón”), manifiesto y sostén de su obra futura. En el relato, una noche de noviembre del año 2053, un hombre llamado Leonard Mead sale a caminar, como lo ha hecho los últimos diez años de su vida. Cuando está a punto de llegar a su casa, es interceptado por la luz y la sirena de la única patrulla que existe en la ciudad de tres millones de habitantes. Una voz metálica lo increpa y lo obliga a levantar las manos, con la amenaza de un disparo. Sigue un interrogatorio donde nos enteramos de que Leonard no tiene televisión, es soltero, es escritor (a cuya respuesta el policía escribe: “No profession”), camina de noche por el placer de hacerlo. Es obligado a subir a la patrulla. Ante la pregunta de Leonard de adónde lo conducen, obtiene la única respuesta proporcionada por la autoridad: “To the Psychiatric Center for Research on Regressive Tendencies”.
El atropello sufrido por Leonard es una muestra del autoritarismo y del absurdo que rigen el texto de Bradbury. Si no fuera por la explicación sobre el destino anunciado del protagonista, el relato se aproximaría a las pesadillas inexplicables de Franz Kafka, que parecen condicionar la vida social desde que la humanidad descubrió que su obligación principal para convertirse en ser civilizado era destruir todo aquello que se opusiera a su búsqueda de la que considera felicidad.
A fines del siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau descubrió la importancia espiritual de la autolocomoción, que lo llevó a escribir Las ensoñaciones del paseante solitario. En la centuria siguiente, William Hazlitt y Robert Louis Stevenson escribieron notables ensayos sobre el arte de caminar, costumbre tanto física como espiritual, benéfica para el cuerpo y para el alma. Henry David Thoreau, gran caminante a quien se debe también el ensayo “Walking”, publica en 1849 un texto titulado “La desobediencia civil”, y Herman Melville escribe su texto sobre Nathaniel Hawthorne, quien dice “no” a todo lo que lo condiciona. Pocos años más tarde, Melville publica ese texto luminoso y oscuro llamado Bartleby, cuyo supremo acto de rebeldía en la capital financiera del imperio es atrever la frase, firme y contundente: “Preferiría no hacerlo” (“I would prefer not to”).
Por lo anteriormente expuesto, podemos ver que la rebelión de Leonard tiene raíces profundas en el país donde nació Ray Bradbury hace cien años, el 22 de agosto de 1920, en Wakegan, Illinois. La supremacía de la máquina y su vertiginoso desarrollo provocó la desaparición de costumbres ya arraigadas. En 1982, José Agustín publicó la novela Ciudades desiertas, en la cual descubre, entre otras cosas, que en las calles de las grandes urbes estadunidenses no circula nadie peatonalmente, y quien lo hace de esa manera es una persona extraña. Sospechosa. Dicha impersonalidad es retratada por Bradbury en el relato “There will come soft rains”, que tiene lugar el 5 de agosto de 2026. El cuento advierte contra los peligros de una sociedad tecnificada donde todo está predeterminado y la intervención humana es mínima, cuando no aparece negada en absoluto. De ahí la amenaza que representa el peatón de Bradbury para una sociedad que basa su felicidad en tener una o varias televisiones planas, hacer su propio programa, estar atados a sus audífonos y hacer del olvido y la ignorancia una forma fácil de felicidad. O de ignorancia y olvido.
El descubrimiento del bombero Guy Montag de que detrás de cada libro que quema se encuentra una voluntad humana vuelve tan aterradora y tan actual su metáfora. Aunque ediciones en lengua latina como la traducción danesa de la novela originalmente adoptaron el título 233º Celsius para hacer la conversión decimal a la temperatura en que arde el papel, el original y afortunado Fahrenheit 451 se encuentra grabado a fuego en el alma de lectores de varias generaciones.
El cuento titulado “El peatón” apareció en 1951, cuando el joven escritor apenas rebasaba la treintena. Había publicado el año anterior su visión de Marte y los marcianos, para modificar el horizonte de la que por comodidad llamamos ciencia ficción. Había escrito ya el relato “The Fireman” (“El bombero”), prefiguración de su novela mayor. Ante la falta de un espacio adecuado para hacerlo en su modesto hogar de Venise, California, donde se había instalado con su reciente y joven familia, eligió un espacio en la biblioteca de la Universidad de California en los Ángeles, donde escribió el primer borrador de su novela en una máquina de escribir alquilada, la cual lo obligaba a la rapidez, entre sus deberes como padre de familia y la tiranía de la máquina, a la que alimentaba con dinero cada media hora. No era sólo la juventud lo que lo impulsaba a escribir con rapidez. Dice Bradbury, refiriéndose a esa época, y a lo que se mantuvo fiel toda su vida: “escribía muy rápido, porque quería ser muy honesto —quería ser emocionalmente honesto—. Siempre he creído en la escritura rápida, para sacar las cosas antes de tener tiempo de pensar en ellas. Quería ser fiel a mi lógica interna”.
Pensador y poeta
Líneas arriba hablé de que a Ray Bradbury se le considera el revolucionario de la ciencia ficción. De hecho, uno de sus primeros y bien ganados premios fue en 1949, cuando fue nombrado el mejor autor de ciencia ficción por The National Fantasy Fan Federation. Bradbury es un gran escritor que no requiere de complementos adnominales ni de otras muletas que lo ayuden a caminar. Es un pensador y un poeta, creyente en la frase que envuelve y da en el blanco. Sus situaciones son siempre sorpresivas y nos enfrentan al fulgor provocado por el terror o lo sagrado. Su lenguaje y su imaginación apuestan por la frase sinuosa y sus adjetivos son plenos en significado.
Insistió que había que leer poesía porque de tal manera se ejercitan músculos que no utilizamos de manera cotidiana. Su vecindad con la poesía no se halla solo en sus periodos armónicos y en la elección de la palabra justa, sino en su continua referencia a poetas y sus creaciones, como se aprecia en varios de sus títulos y situaciones. Sería necesario que otro gran escritor, llamado Jorge Luis Borges, descubriera que las Crónicas marcianas son estremecedoras porque provocan en nosotros ese nuevo calosfrío que sólo nos brindan la novedad y la sorpresa.
¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad?
¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo “fantástico” o a lo “real”, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o novelería, de la science fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street.
Acaso La tercera expedición es la historia más alarmante de este volumen. Su horror (sospecho) es metafísico; la incertidumbre sobre la identidad de los huéspedes del capitán John Black insinúa incómodamente que tampoco sabemos quiénes somos ni cómo es, para Dios, nuestra cara. Quiero asimismo destacar el episodio titulado “El marciano”, que encierra una patética variación del mito de Proteo.
Como el texto amoroso o el policiaco, la llamada ciencia ficción y el género de horror abundan en imitaciones burdas e ínfima calidad. Bradbury restaura la gloria de la escritura. Como Richard Mattheson y Stephen King, demuestra que el gran autor lo es en la arena donde lo coloquen, y torea con la misma responsabilidad ante plaza llena o a solas frente al toro que otorga la gloria o la muerte. Así describe su aventura el autor: “la ficción de las ideas, la ficción donde la filosofía puede ser modificada, desarmada, y puesta otra vez en su sitio. Es la ficción de la sociología, la psicología y la historia compuestas y ordenadas por el tiempo. Es la ficción donde puedes instalar y echar abajo tus ideas políticas y religiosas. Puede ser una alta forma de relojería suiza. Puede ser poesía. Así ha sucedido con algunos de los grandes autores del pasado, desde Platón hasta Lucano, hasta Sir Thomas More y François Rabelais, pasando por Jonathan Swift y Johannes Kepler hasta Poe y Edward Bellany y George Orwell”.
Ray Bradbury tuvo una relación estrecha con nuestro mexicano domicilio, donde descubrió el terror cotidiano, por lo mismo ya ignorado, de las momias. Sus ecos se encuentran mayoritariamente en el relato “The Next in Line”, tan próximo a otros enamorados de México como D. H. Lawrence y Malcolm Lowry. Contrariamente a ellos, Bradbury juega con sus lectores y nos otorga una triple vuelta de tuerca. Otro relato que lo aproxima a México es aquel en el cual un grupo de jóvenes viste alternadamente el mismo traje color crema que todos cuidan en extremo, pues en ese afán se les va la vida.
Ray Bradbury fue un hombre feliz, un ser de familia a quien siempre vemos radiante en sus fotografías de juventud y madurez. Desde muy joven, cuando vendía periódicos para sostenerse y era un enamorado de los dinosaurios y las películas de Lon Chaney, supo que iba a convertirse en escritor, y se mantuvo fiel a ese muchacho que publicó en mimeógrafo su propia revista. Por esa persistencia tuvo a su lado a grandes ilustradores, como queda claro en el libro lleno de imágenes Bradbury. Illustrated Life de Jerry West. La que acompaña este texto fue especialmente hecha por el talentoso Bef, y muestra a Bradbury feliz, vestido de astronauta y sobre la superficie de Marte, esa que imaginó tantas veces.
Ray Bradbury llegó al fin de sus días en la Tierra el 5 de junio de 2012. Dos meses más tarde, el 6 de agosto de ese mismo año, la nave que transportaba el robot Curiosity pudo posarse en la superficie marciana. Actualmente, tenemos acceso inmediato a fotografías del planeta, en alta resolución y como síntesis de las imágenes tomadas a lo largo de varios días. Podemos comprobar científica y tangiblemente los hallazgos sobre el planeta, pero no por ello dejaremos de soñar con los ojos abiertos, como nos enseñó Bradbury.
Bradbury no fue tan ingenuo como para suponer que la felicidad es un estado permanente. Sus relatos y novelas nos aproximan al lado siniestro de la vida, al corazón de sombra que en todos palpita pero del que tarde o temprano saldremos. La última frase de su novela Fahrenheit 451 así lo afirma: “When we reach the city”. Todos queremos volver a transitar, vivir y merecer el espacio negado en este momento por el enemigo invisible.
Una semana después de que aparezcan estas líneas, el 20 y el 21 de agosto, se llevará a cabo el encuentro virtual “Ray Bradbury en El Colegio Nacional”, donde participaremos astrónomos, neurocientíficos, lingüistas, poetas y novelistas que desde su área de especialidad ofrecen diversas interpretaciones sobre el autor. Sus conclusiones son materia de otro artículo, pero la vigencia de Ray Bradbury demuestra la viveza y el entusiasmo que provocan su descubrimiento o su relectura. En palabras del poeta Jorge Esquinca, la primera instalación humana en Marte debería llamarse Estación Bradbury, pues él sí supo hacer más puras las palabras de la tribu para enseñarnos a mirar con otros ojos las estrellas.
Bradbury en El Colegio Nacional
El 20 y el 21 de agosto, a las 18 horas, El Colegio Nacional rendirá un homenaje virtual a quien imaginó una fantasmagoría que se inspiraba por igual en el futuro de la humanidad que en el triunfo de la sinrazón tecnológica.
Participan Luis Fernando Lara, Antonio Lazcano, Susana Lizano, Jaime Urrutia Fucugauchi, José Antonio de la Peña, Luis Felipe Rodríguez Jorge, Pablo Rudomin, Juan Villoro, Vicente Quirarte, Francisco Hinojosa y Gabriela Frías, y lo hacen desde varios puntos de vista: el de la biología, la geofísica, la astronomía, la lingüística, la literatura.
Los seguidores de Bradbury pueden ingresar a las siguientes plataformas: www.colnal.mx, ColegioNacional.mx (en Facebook) y @ColegioNal_mx (en Twitter).
ÁSS