Recuerdos de mi padre/ I

La mar en medio

En 1972, el autor de Libertades imaginarias le hizo una larga entrevista a su padre sobre su familia, su vida, su trabajo y las circunstancias que lo llevaron al anarcosindicalismo.

Jenaro de la Colina, padre del autor. (Especial)
José de la Colina
Ciudad de México /

“Yo soy de 1906, o sea de seis años antes del hundimiento del Titanic del que tanto se hablaría en Santander, lugar de gente marinera y de astilleros, y del que me contaría la historia mi padre, que conocía el caso muy bien en sus aspectos técnicos porque precisamente era calderero, esto es que trabajaba en las calderas de los barcos” —dice la voz de tu padre Jenaro de la Colina, grabada en cinta magnética en 1972.

“Don Gil era un hombre alto, fuerte, moreno, de nariz aguileña, maestro fundidor en el taller de fundición Colombres en el viejo centro de Santander, que no bebía y sin falta llevaba a casa el salario íntegro, obrero modelo, muy estimado en su profesión y recordado por muchos que de él la aprendieron (como me escribía en una carta, Gregorio Gómez, un compañero cenetista, residente en Francia porque hizo allí el maquís en la resistencia contra los alemanes y allí está pensionado por el gobierno francés), y tenía la idea fija de que sus hijos saliéramos de la condición obrera haciendo lo que él no había podido hacer por necesidad de ganarse la vida: estudiar lo que en aquellos tiempos se llamaba una carrera liberal, y no quiso la suerte concedérselo, porque mi hermano también de nombre Gil, el mayor de nosotros, habiendo estudiado por un tiempo en la escuela industrial, sentiría el tirón de la mar y estuvo navegando unos años en un mercante; y porque mi hermano Marcelino, el que seguía a Gil en edad, le diría a nuestro padre: Yo, fundidor, como usted, padre, y empezó en la especialidad de calderero, es decir trabajando para las calderas y los cascos de los barcos, que en Santander, por ser puerto de gran actividad marinera, era oficio muy solicitado; y, en fin, porque yo tendría que dejar los primeros estudios para empezar a trabajar como obrero tipógrafo, un tipo de profesión que me gustó desde pequeño, desde que, en vez de ir a jugar, me pasaba largos ratos mirando desde la puerta de un pequeño taller de imprenta, no lejano de nuestra casa, los trabajos que allí se hacían: la composición con tipos de caja, la composición en linotipo, el entintado de la composición en plomo, la impresión en aquellas prensas de mano que para mí entonces eran como instrumentos de magia y ahora, si se las compara con las grandes prensas automáticas y las enormes y veloces rotativas, parecen solo juguetes.

“Mi madre era una mujer buena, y muy fuerte, como tenían que serlo en aquel tiempo las mujeres de los obreros, que por ejemplo tenían que acarrear el agua para lavar la ropa o los trastes desde grifos de agua públicos lejanos y a veces al final de una calle en cuesta, pero allá por mis quince años cayó enferma de neumonía y yo diría que de cansancio, de tanto lavar y fregar y coser y planchar y acarrear agua, de tanto parir criaturas, pues los Colina Blanco fuimos la típica familia proletaria de esos tiempos, con una docena o más de hijos, aunque la mayoría morían recién nacidos. Y cayó enferma para ya no levantarse más. Era cuando Gil estaba todavía cumpliendo en África los tres años del servicio militar, donde, en 1921, le tocó el famoso desastre de Annual en que los marroquíes le pegaron hasta por debajo de la lengua a nuestro fantochón ejército, y mi madre, en los delirios de la fiebre, creía que cualquiera de nosotros que entraba a la habitación era un moro que venía a matar a Gil y gritaba: “¡No lo mates, que es mi hijo!”

“Cuando mi madre murió, mi padre no tardó en seguirla y no recuerdo de qué murió él, para mí que fue de la tristeza, porque era un hombre sano y la única enfermedad que le he conocido era un asma ligera muy bien sobrellevada, y todos los hermanos tuvimos que ponernos a trabajar para ganarnos la vida, de modo que yo, que había sido la última esperanza de mi padre para que un Colina tuviese una profesión liberal, tampoco pude cumplirle ese sueño, aunque por otra parte en las imprentas tendría mis universidades. Ser tipógrafo entonces era ser una especie de obrero manual y al mismo tiempo un estudiante, por estar continuamente en relación con la letra, con la palabra escrita, y puedo decir que he conocido a más de un obrero tipógrafo de entonces, un cajista, un linotipista, un prensista o un corrector, que por su trabajo poseía una cultura general que le envidiarían muchos profesores universitarios. Yo he devorado libros enteros mientras trabajaba accionando la prensa de mano para imprimir cualquier otra cosa: tenía el libro al lado del plato de la prensa y lo leía de reojo mientras le daba a la palanca.

“Comencé a trabajar hacia el año veinte, es decir a los catorce años, como aprendiz en la Imprenta Fons, que estaba en Santander en lo que se llamaba antes la Calle Alta, un taller donde se hacían muchas cosas, porque había litografía, linotipos, composición, impresión, encuadernación, de todo, y donde vi las primeras máquinas de offset, que me parecieron una maravilla; y en cuanto sentí ya que empezaba a correrme por las venas más tinta que sangre y que podía legítimamente considerarme un trabajador, me afilié al sindicato del ramo, la que se llamaba la Federación Gráfica Española, que pertenecía a la Unión General de Trabajadores, la Ugeté, de tendencia socialista, pero luego, al poco tiempo, cuando me pasé a la Imprenta de la Viuda de Vicens, en la calle de La Ribera, conocí a un linotipista, que se llamaba Vicente del Solar, uno de los primeros carnets cenetistas, que me habló del anarcosindicalismo y me llevó a afiliarme a la Confederación Nacional del Trabajo, la Ceneté, que se había fundado cuando yo tenía cinco años y que en la época en que comencé a trabajar ya agrupaba miles de afiliados en toda España.

“Del Solar, que era de cuarenta y tantos años, un poco más alto que yo, flaco, con una nariz de tajamar, y que bebía constantemente leche porque las emanaciones del plomo derretido del linotipo le habían cargado los pulmones, que esa era la enfermedad profesional del linotipista (“La letra no entra con sangre —decía—, la letra entra con plomo”), antes de ser anarcosindicalista había sido anarquista puro y seguía en gran parte siéndolo, en la tendencia que un poco con sorna llamábamos libertaria angelical, escribía bastante bien en nuestro periódico Solidaridad Obrera y al trabajar canturreaba aquello de “Hijos del pueblo que oprimen cadenas” y el himno de la Internacional, pero con la letra anarquista: Arriba parias de la tierra, en pie famélica legión, y me decía entre otras cosas: Mira, Jenaro, como dice Proudhon el peor de los males de la humanidad es el Gobierno, cualquier gobierno, porque ser gobernado significa ser espiado, adoctrinado, mandado, esclavizado, humillado, engañado, tasado, explotado, robado, encarcelado, ametrallado, sacrificado, y no te repetiré, aunque las recuerdo como oídas ayer, cuántas cosas más me decía el buen Del Solar.

“Él y los otros pocos anarquistas que había en Santander resultaban aves raras porque ya el solo ser liberal en una tierra tan de carcas como Santander, era algo inconcebible, que allí la gente, hasta la misma gente obrera, tiende a ser conservadora y aun de derechas, y lo mismo ocurría con nuestras eminencias intelectuales: Menéndez y Pelayo, Pereda, Concha Espina (y por cierto que ésta, después de la guerra, me difamó en un libro, creo que se titulaba Santander bajo la garra roja, o algo por el estilo, en el que decía que yo, siendo consejero de educación por la CNT para el gobierno republicano de Santander, había propuesto nada menos que se quemaran todos los libros en una gran hoguera para empezar la educación de la gente a partir de cero, ¿puedes imaginarme a mí diciendo esa barbaridad, a mí que he vivido haciendo libros y que si por algo he tenido veneración es por los libros?). Por fortuna Pérez Galdós no nos salió carca: era un liberal de los de entonces y santanderino de adopción, porque le había gustado nuestra tierruca y porque era muy amigo de Pereda y Menéndez y Pelayo, aun si difería de todo a todo con ellos por cuestión de ideas, y fíjate qué tiempos aquellos en que hombres de ideas muy contrarias podían ser grandes amigos. Mi padre releía sin parar los Episodios nacionales a los que tenía por los más verídicos libros de historia de España, y admiraba a Pérez Galdós hasta la idolatría, se sabía de memoria páginas enteras de los Episodios Nacionales y una mañana soleada de domingo, la recuerdo muy bien, cuando paseábamos de camino a las playas de El Sardinero, al pasar cerca de la casa de Don Benito, la Villa de San Quintín, vimos al viejo novelista venir caminando muy despacio, todavía muy alto aunque ya encorvado por la edad, con un largo abrigo, con un sombrero y unas antiparras oscuras, apoyándose en un bastón y en el brazo de una señora enlutada, y mi padre me dijo: Mira a ese hombre, Jenaro, es el hombre más grande de España, una lumbrera, es un liberal, ha escrito la mar de libros. Claro que los viejos liberales de entonces solían ser de un tipo muy especial, y por ejemplo, Don Benito, cuando desde su finca veía entrar en la bahía santanderina un barco de la armada española, izaba la bandera roja, amarilla y roja, es decir la monárquica, para luego, a lo mejor ponerse a escribir, o mejor dicho a dictar, una de esas novelas u obras de teatro como Doña Perfecta o Electra, que entusiasmaban a los republicanos y que en los estrenos llegaban a motivar manifestaciones y mítines. Además en otra cosa resultaba liberal y es que era de amores muy populares, le gustaban las buenas mozas del pueblo, y cuanto más del pueblo, mejor, como la Fortunata de Fortunata y Jacinta, y eso que él, como además tenía mucho prestigio hasta con la aristocracia, y la reina misma era una apasionada lectora suya, aunque eso no quita que la Corona impidiera que le diesen el Premio Nobel, a lo mejor pudo haber tenido muy buen cartel no digo ya con alguna Jacinta sino con más de alguna señora hasta de alto linaje, pero en Santander, por ejemplo, buscaba a las Fortunatas, o a las pescaderas, a las mujeres del pueblo, y corría de boca en boca la historia de que una buena moza del Barrio Pesquero, algo fresca de lengua y modales, de aquellas que cuando les regateabas el precio del pescado podían soltarte aquello de: El que quiera peces, que se moje el culo, una vez, al verlo pasar, se había puesto con los brazos en jarras y le había gritado: ¡Allí va la gloria nacional, pues vaya con las glorias nacionales!, ¿habráse visto tío más sinvergüenza? Luego devoré todas las novelas de Galdós, sobre todo los Episodios Nacionales, que me quedaron de mi padre, unos tomos que tenían portadas con los colores de la bandera española, y en los que ves vivir toda una parte de la historia de España y todos los tipos humanos y todas las clases sociales. y al mismo tiempo fui leyendo también a los clásicos del anarquismo, Proudhon, Stirner, Bakunin, Kropotkin, Sorel, y leí además las novelas de Emilio Zolá, La taberna, El vientre de París, Germinal, y esas obras que publicaba en su editorial Blasco Ibáñez, entre ellas sus propias novelas La barraca y La bodega, que me impresionaron enormemente, y estos libros me iban haciendo entender la condición de la clase campesina y obrera. En la clase obrera hemos nacido tus padres, y a mucha honra... y, cuidado, que no te vengan con cuentos de un origen aristocrático por ese de la que antecede al Colina, no vayan un día a tratar de venderte un ilustre árbol genealógico, un señorial escudo de familia cántabro o castellano, o algo de ese estilo, porque si algo indica el apellido de la Colina es que así se debía nombrar en Santander, hace mucho tiempo, a algún antepasado nuestro que era ni más ni menos que un labriego montañés y que, en efecto, tenía la cabaña en una colina.

AQ

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