En una vida —la mía propia— llevada en régimen de intermitencias, Octavio Paz apareció, desapareció y reapareció varias veces. En esos tránsitos, el Octavio con el que la doble relación humana y profesional se dio más cercana y que más me tocó fue el Octavio de los años 1975 y 1976. Eran, sin que lo supiéramos, los últimos años de Plural, revista de la que fui secretario de Redacción hasta que en un atardecer debimos abandonar las oficinas de la Avenida Paseo de la Reforma como ladrones apedreados, cargando cajas de cartón que guardaban colaboraciones y documentos. Avenida Paseo de la Reforma, número 18: hoy es el único edificio que sobrevive del conjunto que formaba Excélsior. Cada vez que paso enfrente de ese vestigio levanto la vista hasta las ventanas clausuradas del tercer piso, precisamente las de las oficinas. Me parece mentira que en ese predio ruinoso, 30 años atrás se alojara una casa en la que recalaba un sector representativo de la clase intelectual mexicana. Me parece mentira que allí haya yo escrito uno de los capítulos de mi vida. Y más aún me parece mentira que Plural se haya convertido en una lejana y casi desconocida referencia cultural para las nuevas generaciones. ¿Exagero? Plural no cuenta con una edición en línea ni tiene una edición facsimilar. Y, sin embargo, fue un parteaguas en la atmósfera política e intelectual de México y de América Latina de mitad de los años setenta. Más adelante volveré sobre este punto.
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Ahora quiero agregar, para que sirva de trasfondo a esta evocación, que en el edificio de Reforma se hallaban también las oficinas del suplemento dominical Diorama de la Cultura, a cargo de Ignacio Solares, y las de Revista de Revistas, que dirigía Vicente Leñero; en un edificio adjunto, al que se accedía por otra puerta, estaba la redacción de Excélsior y las salas que en lo alto ocupaban Julio Scherer García y sus colaboradores más cercanos, y en el piso bajo, ya hacia los fondos, en unas suertes de galpones siempre olorosos a tinta fresca, los talleres de composición y las rotativas. En una época en la que no existía internet, el predio de Reforma era un lugar que propiciaba los encuentros personales. Recuerdo que, en mis primeros meses mexicanos, me ganaba una esquizofrenia recurrente. Plural, sobre todo, o al menos en mayor proporción que las demás redacciones, era un lugar cosmopolita, en el que a veces se hablaba en inglés o francés, y bajar en el ascensor y ganar Reforma implicaba dejar atrás unas señas de identidad y, de sopetón, encontrarse con un mundo de rasgos indígenas o morenos. Puestos de venta de tacos y de periódicos se apiñaban en la proa que formaban Reforma y Bucareli.
Había algo más en aquel entorno que contribuía a acentuar lo que entiendo era una temporal esquizofrenia de mi parte, y bueno es que deje aquí constancia porque se trata de un trazo que caracterizó a la época toda. El contraste entre el gobierno de Luis Echeverría y sus liturgias nacionalistas exageradas (aquel empeño en vestir guayaberas los señores y trajes típicos regionales las señoras, aquel afán hipnotizador de un impávido presidente que hacía uso y abuso de unos discursos interminables punteados por una apelación sistemática a la retórica tercermundista) y el comportamiento normal del grupo de gentes vinculadas a Excélsior (periodistas, intelectuales, escritores) llamaba mucho la atención. Considerada de modo retrospectivo, esta oposición era, en sí misma, reveladora: en sus modales se descubría hasta qué punto Excélsior representaba una excepción a la regla ideológica no escrita pero tercamente arraigada que regía al país y, también en ella, en la oposición entre unas y otras formas, un observador podía vaticinar la inminente llegada de un día en que tal excepcionalidad pagaría caro su discordancia con la tiranía uniformadora. Siempre he creído que el manoseo a Excélsior y a cuanto representaba fue posible porque el país no estaba aún preparado para admitir una herejía como la que se proponía.
Ahora regreso en el tiempo. De algún modo, falto a la verdad cuando digo que el Octavio que conocí en 1975, ya en México, fue para mí el más cercano. No, hubo otro encuentro con Octavio que fue anterior a 1975 y que significó mucho para mí. Era el verano austral de 1972 y yo me resucito leyendo, en el porche de la casa familiar, acariciado por el último sol de la tarde, Corriente alterna y Posdata en las ediciones de tapas semiduras de Siglo XXI. Para alguien que entraba en la edad de hombre y también en la edad de la historia, tenían la virtud de calmar la ansiedad. Escritos con una inteligencia que se excita con la materia que es asunto de sus preocupaciones, y con una tensión imaginativa no por nerviosa menos razonadora, los libros escenificaban a alguien dispuesto a correr riegos y defender una verdad disidente, a un polemista que entiende llegado el momento de liquidar lo que era de recibo. Un sentido común (y de lugar) muy de agradecer por su respuesta concreta a una coyuntura específica, y una capacidad de persuasión didáctica, uno y otra imantadas por una prosa ardida, alimentaban un pensamiento a contramano de los argumentos simplistas del izquierdismo dominante. De pronto, en efecto, y para el young contrarian que era yo entonces, los análisis de Octavio investían de una claridad de sentido a las tribulaciones que me acongojaban. A cierta altura, caí en la cuenta de que Octavio escribía no solo para ser leído sino para hacer pensar en lo que se leía. El suyo era un ejercicio de desmitificación que, además, mantenía a pulso un aplomo subversivo y una esperanza de signo crítico. No aparecían allí las condenas sumarias ni las exaltaciones desmesuradas. Creo que esta reticencia a tocar los extremos es razón suficiente para entender que él nunca haya deseado apoyarse en una versión catastrofista de las cosas —esa versión que acabaría por dominar, hasta día de hoy, la interpretación de México y lo mexicano de una intelectualidad nativa aquejada de desanimo crónico—. Ni la ideología como letra estructuradora de una teoría ni la idealización como metáfora de una construcción, fuera ésta real o mental, comparecían en un Octavio que apuesta por los beneficios de una democracia cuyo ideal de igualdad se inspira en Walt Whitman y que rechaza la utopía consoladora en favor de una contrautopía desafiante. Allí no hay espacio para ninguna Arcadia. Realista en su superficie y fantasmagórica en sus adentros, la poética que se desarrolla en Corriente alterna y en Posdata es un alegato en defensa de lo que unos años más tarde se llamará “la otra voz” y es un manifiesto sobre la modernidad entendida como una dialéctica “tradición de la ruptura”.
Dicho lo anterior, vuelvo a Plural para agregar que la revista fue consecuencia y resultado de los rasgos idiosincráticos de Octavio que acabo de mencionar, de modo similar a como la argentina Sur se pareció al temple de Victoria Ocampo. Ambos eran conscientes de que una autoridad con un carácter propio debía ejercer la rectoría del mando. Hombre de pie, y hombre en pie de guerra, Octavio propuso una revista polémica, replicadora, sin miedos. “Se trata de una revista —es Octavio quien habla, y me habla, en una carta enviada desde Estados Unidos— que busca disipar prejuicios e ideas preconcebidas. Yo quisiera que fuera, simultáneamente, un reactivo y un estimulante”. “Me preocupa —proseguía— que a veces nuestros amigos del Consejo de Redacción olviden la función de Plural —servirlos a ellos, sí, como escritores mexicanos que son pero asimismo servir a la gente de nuestra lengua dándole un poco de conciencia crítica, o sea: de autoconciencia—. Quiero que sepa que cuando regresé a México se desdeñaba o disminuía lo que se hacía en el país; de ahí el intento continuado por hacer que la revista mantenga una relación viva con la cultura mexicana”. En la misma carta, y en lo que debe entenderse como una tentativa por explicitar sus objetivos con detenimiento, Octavio escribía que “el continente hispanoamericano (no sé si incluir a Brasil en este juicio) es extraordinariamente pobre en materia de ideas —y extraordinariamente rico en pasiones buenas y malas—. Plural no es ni quiere ser una revista exclusivamente literaria ni tampoco puede ser el órgano de un grupo”. Acaso aquí importa aclarar que la revista, que coincidió con la época de expansión del llamado boom literario (por sus semejanzas con el boom de Estados Unidos de las décadas de 1930 y 1940), no tuvo una inclinación especial por ese movimiento —aunque sí hubo unas crónicas de Emir Rodríguez Monegal que lo historiaron cuidadosamente y muchos de los escritores que formaban parte del grupo en cuestión fueron colaboradores frecuentes—. Octavio no era, como sus palabras lo demuestran, un amigo de las novelerías generacionales. Otra vertiente de la revista, a la que él hace referencia en su carta, es la doble vocación española y latinoamericana, más acá, o más allá si se quiere, del impulso cosmopolita que la animaba. Es una vocación que daría sus mejores frutos con el andar del tiempo. Pocos años más tarde, ya en la década de 1980, con una obra que obedece a un transparente proceso de maduración, y que se crecería en el campo del análisis político con Tiempo nublado y Pequeña crónica de grandes días, la figura intelectual y el ejemplo moral de Octavio llegarían a ejercer una influencia considerable en una España y una América Latina metidas en unos cambios políticos que tenían como centro de gravedad el rescate y la regeneración de una democracia muy castigada. El guion de sus ideas fue recibido con respeto y entusiasmo por unas clases políticas mayormente jóvenes que apenas se estrenaban en su oficio y estaban necesitadas de referencias fundadoras —un guion que, además, fundía la historia de todos los días con la historia poética, tejiendo un sistema de ecos y correspondencias muy seductor—. La convicción fuerte, tan propia de Octavio, de que el escritor debía contraponer sus poderes al poder político y reivindicar así su autonomía y su autoridad, borraba cualquier vestigio de oportunismo en aquella influencia.
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A diferencia de Marie-José, su esposa, espontánea en sus abordajes, casi física en sus avances, el primer paso de Octavio hacia un acercamiento personal se daba por la vía intelectual. Solo después de calibrada la inteligencia de su interlocutor, y medida su capacidad para el mutuo entendimiento, él se abría a la proximidad y el afecto. No es de extrañar que esa fuera la criba: además de la franqueza de su mirada, y de una sonrisa inquisitiva que parecía interponer una renuencia suspicaz entre su persona y la entrega sin más a los dones del mundo, en la fisonomía de Octavio se leía el arte de poner en orden la casa de sus ideas: el tren puesto en marcha de un proceso mental. De ahí que no hubiera sorpresas ni rupturas entre el Octavio de mis lecturas de 1972 y el Octavio real que conocí en Plural en 1975. ¿Se me permite agregar que “the peculiar clearness of a privileged hour” —como diría D. H, Lawrence en The Plumed Serpent, una referencia pertinente aquí— se me hizo evidente en aquellas oficinas ahora en ruina de la Avenida Paseo de la Reforma?
Patetismos a un lado, acabo esta evocación trayendo a cuento dos experiencias de la vida en Plural. Vayamos a la primera. En cierta ocasión le pregunté por qué me había escogido a mí precisamente como secretario de Redacción de la revista, y la respuesta rápida fue: “Porque usted es un extranjero, no está comprometido con los locales y tiene por tanto una distancia saludable”. La segunda experiencia. Una tarde, en su apartamento alto, encristalado y luminoso de la calle Río Lerma, mientras preparábamos el índice de un número de la revista (“¿Dónde diablos está la nota sobre las traducciones de Mallarmé de los brasileños que Tomás Segovia nos prometió?” “Vea aquí: el artículo que antier le pedí a Carlos Fuentes ya nos llegó: ése es un escritor de verdad”. “No se olvide que tenemos que publicar dos o tres ensayos extraordinarios de Auden, desconocidos en español, y las reflexiones de Pierre Reverdy sobre poesía y política”), aquella tarde, esa tarde que ahora recuerdo, en determinado momento me miró a los ojos y, acaso con un fondo de censura por un motivo equis, aseguró: “Acuérdese: una reseña, un comentario, una letrilla, tienen que ser, ante todo y sobre todo, una pieza literaria”. ¿Cómo olvidar el consejo y cómo olvidar a un Octavio congruente consigo mismo que se me apareció por vez primera en el verano uruguayo de 1972 y que luego, en un mexicano año de 1975, se personificó ante mí? Acudo a Lawrence, de nuevo y para poner punto final: ahí, afuera, en la intemperie, acechante, señor de sus versiones caprichosas, el destino “awaits for all of us”.
RP