El mes pasado Netflix estrenó Red privada, de Manuel Alcalá, documental acerca del asesinato del periodista Manuel Buendía, perpetrado el 30 de mayo de 1984 en la colonia Juárez de la Ciudad de México. En una lectura rápida, la película de Alcalá sólo es un recuento de ese caso mítico del periodismo mexicano del siglo XX, referente obligado, hasta los años 1990, de las generaciones de estudiantes o aspirantes a ingresar a las filas de la prensa, y que hoy ya sólo es un capítulo anecdótico en la historia mexicana de la infamia, esa de las décadas “lejanas” del priismo hermético y los contubernios sospechosos, de la silenciosa represión informativa, del control estricto de las empresas de medios, de la imposición sistémica de la autocensura. Y es que, en la actualidad, el homicidio de Buendía acaso representa el primer atentado mediático de un periodista (y la enérgica reacción y movilización de un sector del gremio), en un contexto político social un poco diferente al de estos días, quizás el de un país abiertamente más salvaje pero igual de turbio, sin eficacia judicial, sin legalidad y sin justicia. ¿Tenía sentido, entonces, desempolvar ese expediente para un público que, agobiado por el vertiginoso vaivén de la vida nacional, es susceptible de la desmemoria? ¿Qué importancia cobra ahora aquel mártir de la libertad de prensa y el derecho a la información, en un México en el que del año 2000 a la fecha han sido asesinados 131 periodistas, en tanto que 24 comunicadores están en calidad de desaparecidos desde 2003, mientras que de 2015 a 2020, 108 trabajadores de los medios fueron sometidos a acoso judicial por su labor, según informes de Artículo 19? ¿Arroja alguna luz el relato de lo que era el país hace 37 años para entender nuestro presente, si ya hemos visto tanto y tan grotesco?
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Otra lectura rápida de la película de Alcalá, sería la confirmación (elemental) de que poco o nada ha cambiado en México, y que la simulación sigue siendo la fórmula de los gobiernos cuyo propósito no es la transformación sino la restauración de lo más podrido del antiguo régimen, no importa el color o las siglas del partido que provengan. La narrativa de Red privada incluye, una vez más (o como siempre), las actividades perniciosas de la inteligencia mexicana e internacional (espionaje y vigilancia), donde cohabitan las corporaciones de casi todo el mundo; la complicidad entre gobierno, cuerpos de seguridad y narcotráfico; la corrupción de los burócratas de más alto nivel; el ejercicio patrimonialista del poder; el uso del territorio para los enjuagues geopolíticos de Estados Unidos; la guerra sucia contra los enemigos domésticos, esos fantasmas que lo mismo pueden ser un activista o un guerrillero, a fin de cuentas, dice Luis Echeverría en una crestomatia, “son agentes de intereses extranjeros”. Y por supuesto, también aparecen los capos célebres de la época, jefes del cártel de Jalisco; los grupos fascistas de ultraderecha; el gobernador gángster (o viceversa); la (engañosa) comisión de la verdad; y el único animal político que desde 1980 ha sobrevivido a todos los presidentes, los partidos, las crisis, los escándalos, las vendettas y los periodicazos.
Y en medio de todo esto que ya conocemos, están los testimonios de personajes cercanos a Buendía, o involucrados en el caso, paisaje en el que suenan, en voz de Daniel Giménez Cacho, ciertos párrafos brillantes de las columnas de ese periodista cuya lema favorito fue “para escribir bien, hay que pensar bien”.
Así que en resumen, Red privada es un filme caduco, ya no tiene sentido: llega demasiado tarde. Su momento era otro, veinte años antes tal vez, ese tiempo en el que pudimos adelantarnos al destino que el trágico protagonista vaticinó en sus artículos: la génesis y posible consolidación del narcoestado, un asunto de seguridad nacional que nadie vio ni quiso ver, aunque el futuro de la patria estaba en riesgo.
AQ