Es fácil dejarse envolver por la calidez de un hombre como Henri Donnadieu. Este francés de sonrisa chispeante y ojos ensanchados por los lentes de pasta oscura ha perfeccionado el arte de la camaradería a través de la hospitalidad.
“Me encanta ser anfitrión, hablar con la gente, hacer nuevos amigos”, me cuenta mientras caminamos hacia la terraza de El 9 de Amberes, el bar en la Zona Rosa que dirige desde junio de 2018. Su primer aniversario coincide con la publicación de La noche soy yo (Planeta), una breve autobiografía donde narra, entre otras cosas, su niñez en Cros de Cagnes —“un pueblito de pescadores y campesinos” al sur del país— entre las hostilidades de la Segunda Guerra Mundial, su viaje trasatlántico para establecerse en la colonia francesa de Nueva Caledonia, el primer encuentro con México y su instalación definitiva en la ciudad que lo capturó “con su color exuberante y su gente simpática y abierta”.
- Te recomendamos ¿La roca desprendida del Génesis? Laberinto
Al centro del libro está la historia de El 9, el primer antro cultural gay de la Ciudad de México, cuya locación original era la calle Londres 156. Durante doce años —hasta que cerró el 6 de diciembre de 1989— se erigió como una insignia de la vida social, que transcurría entre proyecciones de películas que habían sido prohibidas, presentaciones de libros, representaciones experimentales y conciertos que catapultaron a bandas como Casino Shangái, La Maldita Vecindad y Café Tacvba. Cultura y entretenimiento convivieron sin reparos.
A pesar de ser doctor en Ciencias Políticas egresado de la Sorbona, Henri se presenta como empresario de la noche y se define como un hombre libre. “No soy alguien material y no pertenezco a ningún gueto, ni siquiera al gueto gay”. Precisamente esa filosofía de puertas abiertas le permitió convertir El 9 en un lugar al que llegó todo México, “desde el presidente de la República hasta la gente de Tepito”.
—Luego de cuatro décadas en México, ¿te sientes todavía francés?
Las raíces nunca se pierden. Con mi acento tan pesado 43 años después, claro que me siento francés (aún pronuncia l'époque cuando se refiere a su apogeo), pero sí me empapé muchísimo del país. Estoy enamorado de México, de su gente. Pienso que soy un mexicano francés.
—En las primeras páginas del libro, Rogelio Villarreal dice que “el mundo no sería el mismo sin los franceses”.
Ah, bueno (ríe con un impulso que mezcla modestia y sonrojo), yo la verdad no lo sé, porque me salí muy joven de Francia. Como desde niño tenía la ilusión de conocer el mundo, cuando terminé mi doctorado no me quedé. Regreso de vez en cuando, pero prefiero vivir en México que en mi propio país.
—Pero en algún momento narras tu reconciliación con Francia.
Llegué a México como refugiado político. Cuando me escapé de Nueva Caledonia, me condenaron a cinco años y un día de cárcel. Cinco años es una condena normal, pero cinco años y un día es una condena larga, por lo que no podía regresar a mi país por 25 años. Es el maquiavelismo del código penal francés. Habría podido regresar antes, porque me había indultado François Mitterrand, pero yo no lo sabía. Entonces regresé por primera vez en el año 2000. Y la verdad sí me reconcilié con mi país, pero a medias, porque estamos en 2019 y solo he regresado tres veces.
—Cuentas que cuando visitaste la Ciudad de México por primera vez, la sentiste como una ciudad de primer mundo.
Venía de vacaciones y me encantó, pero como me movía donde se mueven los turistas —Reforma, la Zona Rosa, el Centro, Coyoacán, Xochimilco—, no conocía la realidad de la periferia y lo que había detrás. Cuando llegué la primera vez me hospedé en el hotel María Isabel. La Zona Rosa era un lugar de ligue extraordinario y nadie decía nada. Entonces vi a México como una ciudad de primer mundo. No sabía que había mucha represión contra la gente gay.
—¿Cómo es tu relación con el movimiento LGBT?
Siempre he sido solidario con el movimiento gay, pero de otra manera, dentro de mi trinchera. Por ejemplo, fui uno de los que más se movilizó en tiempos del sida. Con Braulio Peralta hicimos la primera clínica contra el sida entre 1986 y 1987, en la Escandón. El 9 apoyó muchísimo para recaudar fondos y también apoyamos mucho después del temblor de 85.
—Parece la misma filosofía adentro que afuera
Exactamante, y en la época los activistas no me querían. Me veían medio esnob, pero con el tiempo me reconocieron y ya son amigos míos. Además yo los admiro, porque lucharon de manera muy valiente. También fui íntimo amigo de Monsiváis, pero cuando lo conocí ya no era tan activista como lo fue en los 70. Yo lo conocí en los 80 y ya era más diva, era La Monsi.
—¿Te imaginas este 9 con el esplendor que tuvo el otro?
Lo que fue no será. Yo, que soy mucho de cine, creo que las segundas partes, aparte de El Padrino, siempre son malas. Pero es otra cosa, otro tiempo. Hoy el undergound es más difícil de encontrar; con las redes sociales ya casi nada te sorprende. Pero estoy en busca de nuevos grupos para presentarlos, para dar oportunidad a gente joven.
—¿El 9 de Amberes también puede ser un punto de arranque para músicos nuevos?
No lo dudo. El primer grupo que se presentó me lo recomendó Rubén, de Café Tacvba. Qué te puedo decir, yo ya soy el abuelito, pero ya llegan los nietos. De repente, a mi edad ya soy invisible, porque la juventud no ve a la gente grande. Hay que demostrar que tampoco somos chochos.
Caminamos hacia la salida mientras todas las pantallas proyectan la quinta temporada de RuPaul's Drag Race. “El fenómeno drag —dice Henri— es lo más visible del underground de hoy; es muy interesante, muy creativo y me encanta”.
Antes de despedirnos, me confiesa que el título original del libro iba a ser Pourquoi pas (Por qué no). “Acabo de perder a mi pareja de 33 años, un pintor maravilloso, más joven que yo, Alonso Guardado; es duro encontrarte solo a mi edad, pero al mismo tiempo hay algo que me sostiene: estoy todavía activo, estoy tratando de reinventar la noche. Entonces ¿por qué no?, hay que atreverse en la vida, hay que ser libre”.
ÁSS