En la obra de Guillermo Arreola habitan dos caminos paralelos, la literatura y la pintura, cada uno con motivos y objetivos propios pero que, en el fondo, dan cuenta de un creador de intrincadas escenas fragmentarias que transitan libremente por un espacio multidireccional.
Tras un desafortunado accidente, la pintura emergió de forma orgánica para el artista. La asume como un campo de batalla en el que expía un universo claustrofóbico y alucinante. Su obra explora los límites entre la abstracción y lo figurativo mediante violentas pinceladas y una sintaxis movediza.
Arreola realiza composiciones aparentemente contradictorias o desenfocadas, pobladas por figuras ingrávidas y evanescentes. Sus cuadros, ajenos a convenciones de fidelidad con lo real, son metáforas visuales, expresiones oníricas de memorias y tiempos yuxtapuestos, en los que reina lo insondable y lo inasible. Nos convoca así, a una experiencia mística-irracional, en que se avecinan los relámpagos de la imaginación, en su excepcional derecho de transformar la realidad.
Guillermo Arreola escribe ―pero también pinta― que “para olvidar, solo existe el recuerdo”. La memoria, entonces, no es más que una negación o reinvención de lo vivido, un nuevo relato que hace de los escombros y de las huellas de la historia representaciones desdibujadas o premeditados borramientos. Una arqueología de la memoria.
El artista tiene en los recuerdos que salen a la luz tras la explosión de un momento creativo la materia inicial de su proceso. Las figuras lánguidas son un motivo recurrente, tal es el caso del retrato infantil en que él mismo se reconoció hasta culminada la pintura o la representación fantasmagórica de Antígona —heroína trágica de la mitología griega—, quien esta vez reclama el derecho de enterrar a nuestros muertos, como los más de 5 mil desaparecidos registrados en Veracruz en 2017.
Arreola pinta con una agitada violencia, como si estuviese cargado de la electricidad de las pulsiones que lo obsesionan, en un angustioso intento de que las imágenes que le rehúyen no caigan en el olvido.
Es así como Arreola nos introduce en una serie de atmósferas inquietantes, particularmente la intensidad de sus abstracciones impacta las emociones del espectador; son como una especie de exclamaciones nocturnas interrumpidas por relámpagos que las penetran, orificios luminosos en esos imperios de lo oscuro, como describió sus telas Teresa del Conde.
Las salpicaduras y los esgrafiados descendentes son lágrimas saladas, gruesas gotas que provocan tormentas en pleno mar abierto, en donde desdibujados personajes luchan contra un inevitable naufragio. En medio de un mundo trágico, se proyecta un grito de vida, porque, al hundirse, el individuo se reconoce incapaz de cumplir las exigencias de la sociedad.
Las diversas capas, manchas y salpicaduras imprimen un ritmo cargado de tensión a la composición. Más que descripciones de un lugar, los paisajes de Arreola generan atmósferas mentales y ambientes inquietantes, en donde las figuras humanas son apenas reconocibles, a diferencia de los animales que se destacan con claridad, lo que sugiere que estos son los únicos capaces de abandonarse a vivir en plenitud.
Por otra parte, Guillermo Arreola ha procurado experimentar con soportes que ya tuvieran grabada una información previa, es decir, como en una especie de palimpsesto, decidió pintar sobre superficies que conservan huellas de una “escritura” anterior.
Arreola resolvió pintar y por tanto transfigurar radiografías cual metáfora de los diagnósticos que le fueron insatisfactorios. Procuró reconfigurar la enfermedad en arte y, en medio del enclaustramiento de la pandemia y la escasez de materiales, dispuso pentimentos —modificaciones de una composición previa— en libros de otros artistas a modo de provocar diálogos desde lo contemporáneo con creadores históricos como Mantegna.
En estas piezas predominan rostros con deformaciones violentas e impulsivos golpes de color. Sus rasgos alojan señales de crueldad de lo vivido. Los profundos y enigmáticos personajes de Arreola son una especie de crítica a la banalidad actual, en la que pareciera que a través del enmascaramiento de nuestras imperfecciones pudiéramos acceder a la trascendencia o lo divino.
* Carlos Segoviano es Doctor en Historia del Arte por parte de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), con una estancia de especialización en curaduría por parte de la Universidad 3 de febrero de Argentina; actualmente se desempeña como curador, investigador y gestor cultural en el Museo de Arte Moderno (MAM).
AQ