La historia oficial es una fábula de héroes inmaculados, próceres divinos y gestas que transcurren en un espacio–tiempo coloreado por la romántica narrativa del poder. La historia de bronce, plagada de estatuas, efigies y monumentos intocables (e intachables), apuntala el mito doctrinario de los regímenes cuyo discurso anula la autocrítica, idealiza a los protagonistas de la epopeya nacional como seres metahumanos y modifica o deforma acontecimientos, no ahonda en las circunstancias de ciertos personajes e inventa villanos y fantasea episodios pues lo que importa es fortalecer el nacionalismo estoico, esencia de una patria siempre a la deriva. Y esto no es casual. En Historia y utopía, Cioran lo explica así: “A la larga, la vida sin utopía es irrespirable, para la multitud al menos: a riesgo de petrificarse, el mundo necesita un delirio renovado. Es la única evidencia que se desprende del análisis del presente. Mientras tanto, nuestra situación, la nuestra de acá, no deja de ser curiosa. Imagínese una sociedad sobrepoblada de dudas en la que, a excepción de algunos despistados, nadie se compromete enteramente con nada; en la que carentes de supersticiones y de certezas, todos se envanecen de la libertad y nadie respeta la forma de gobierno que la defiende y encarna. Ideales sin contenido, o, para utilizar una palabra totalmente adulterada, mitos sin sustancia”.
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El poder contrata historiadores que le confeccionen un relato a la medida. Al fin y al cabo, la demagogia es reduccionista y el presente es lo que cuenta: la memoria es dúctil, adaptable al aire de los tiempos. Sin embargo, siempre habrá otras voces que se afanen en esclarecer los hechos para motivar una reflexión profunda, necesaria para comprender lo actual. Ellos van a contracorriente, exhuman fantasmas y debaten el esquema patentado por los libros de texto, pues la historia no es lo que nos enseñaron ni lo que creemos.
La ceremonia del Grito de Independencia, con su jolgorio y la embriaguez festiva de emancipación (esa libertad de la que habla Cioran), no es más que la cíclica liturgia del poder. Con el supuesto aval de la “voluntad del pueblo”, el gobierno se autodesigna heredero de los mártires, legatario del cambio o el progreso sembrado hace más de doscientos años.
Historia de monografía y estampitas de papelería, el cuento se promueve desde la educación básica y a pocos les interesa confrontarlo, aunque abunde bibliografía para analizar todas las aristas que la crónica oficial excluye, por ejemplo, las andanzas del “cura bribón”, Miguel Hidalgo, cuyas huestes perpetraron una carnicería de españoles y de criollos, y les autorizó el pillaje; el sectarismo expreso en los Sentimientos de la Nación de Morelos, que concedía a la religión católica el privilegio de ser la única “sin tolerancia de otra”; la dudosa hazaña de “El Pípila” en la Alhóndiga de Granaditas; la cuestionada proeza de los Niños Héroes; los enjuagues del padre Matías Monteagudo (la conjura de La Profesa en 1820), genuino causante de la Independencia porque estaba en contra del liberalismo que venía de España, y aún más en contra de la masonería, y promovió a Iturbide como jefe militar, quien impulsó la labor de Vicente Guerrero para convencer a los realistas de sumarse a la Primera Transformación: “Nuestra patria es preferible a todo derecho, cuya gloria hace a los hombres inmortales en las futuras generaciones”, le dijo al coronel Carlos Moya, mientras que al teniente Francisco Berdejo, Guerrero le recordó que tenía “la puerta abierta para poder ser un padre de la patria, esto es, de nuestro suelo mexicano” (véase el estupendo libro de José Antonio Crespo, Contra la historia oficial, 2009).
En pleno siglo XXI, seguimos siendo el país en el que a cada tanto surgen jefes, y por desgracia, algunos patriarcas que se incluyen a sí mismos en las inevitables patrañas de los libros de texto.
AQ