René Villanueva, fundador de Los Folkloristas: entre pinceladas y conciertos

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La tarde del 28 de junio de 2001, escuchando los Conciertos de Brandemburgo, murió este hombre de izquierda, que además de músico fue investigador y pintor.

René Villanueva tocando la flauta. (Foto: Beatriz Zalce)
Beatriz Zalce
Ciudad de México /

La mayoría de la gente vincula a René Villanueva (1933-2001) con la música, como fundador e integrante del grupo Los Folkloristas con quienes dio más de tres mil conciertos en México, Estados Unidos, Europa, Centro y Sudamérica; como el investigador que durante varias décadas recorrió nuestro país y América Latina aprendiendo directamente de los músicos populares e indígenas, entrevistándolos, realizando grabaciones de campo.

Delgado y de barba, René Villanueva parecía el Quijote. Amaba a los niños y a los árboles, se sabía los nombres de las estrellas y las constelaciones; para él la música era tan importante como el aire que respiraba. Una de sus señas particulares es que puso siempre el alma en todas y cada una de sus actividades. Entre sus poetas predilectos estaban García Lorca, Walt Whitman, León Felipe, Manuel Scorza y Pablo Neruda, que me leía en voz alta. Eduardo Galeano era nuestro escritor de cabecera. Juntos pasamos de los discos LP a los compactos. Juntos escuchábamos a Brahms y a Sibelius, a Bach y a Theodorakis.

Egresado de la Facultad de Química, ratón de sinfónica desde la adolescencia, en 1957 se inscribió en la Escuela de Pintura La Esmeralda. Fue alumno de Santos Balmori, Raúl Anguiano y Benito Messeguer. A partir de 1962 asistió a la Facultad de Filosofía y Letras: a las clases de Adolfo Sánchez Vázquez, de Ida Rodríguez Prampolini y Justino Fernández. Por eso le gustaba aclarar que era “analfamúsico” pues tocaba de oído, pero que pintura sí había estudiado.

Un viaje a Perú se vuelve determinante en su vida. Atraído por la arqueología, visitó las ruinas de Machu Pichu. Conoció a un indígena de pronunciados rasgos incaicos que tocaba “El cóndor pasa” con su quena. René le hizo unos retratos mientras lo escuchaba. La música le llenó de luz el corazón: “Lo primero que conocí fue su voz, brotaba de la tierra, del silencio de la cordillera. Me di cuenta que no podría vivir sin hablar con ella. No sabía su nombre ni cómo ni dónde habitaba. Empecé a buscarla por los rincones de América, a donde pudiera encontrarla, reconocerla, comprender su esencia, ver los sitios donde se produce su eco, saborear los colores de sus voces, sentir la vibración y el palpitar de sus silencios”, escribió en su primer libro, Cantares de la memoria, al referirse a la quena, el más suyo de sus instrumentos musicales. Me atrevo a decir: su gran amor.

René Villanueva, 'Partitura celeste'. Firmada y fechada 1993. Técnica mixta.

Desde aquel 1963 la música estuvo presente en la pintura de René, pero es a partir de los años ochenta que tañe sus colores: el son huasteco es pasión que se canta, es voz que sale desde lo más hondo de las entrañas, es partitura dibujada en el cuerpo dormido de una mujer, es aletear de mariposas bajo una clave de sol, es un escucha nocturno, una joven que canta habitada por aves de negro plumaje que al anidar en ella la transforman en árbol, es la flauta azul, la melodía en sol, la cachondería de una guitarra… Es la armonía de la arquitectura gótica, el caleidoscopio de los vitrales, la fuga y el vértigo de las columnas que sostienen la casa digna de un dios. Si el tango es una tristeza que se baila, la vidala no es menos y le rinde homenaje a la sombra compañera, achatadita y callada.

Entre pinceladas y conciertos, René asumió su compromiso social. Siguió paso a paso la Revolución cubana, no sólo sintonizando Radio Habana sino también a través de las cartas que le enviaba la bailarina Rosa Bracho, quien lo mismo le hacía la crónica de los acontecimientos que musitaba palabras de amor. La guerra de Vietnam lo conmovió al punto de plasmar sus emociones en cuadros como El Bonzo, Prometeo ardiendo de tristeza o Taka Jeremiah, un líder colgado por los pies.

El movimiento estudiantil de 1968 cimbra a René hasta la médula de los huesos. Participa de todas las maneras posibles. Asiste a las asambleas, “desface entuertos”, acude a actos culturales. Los Folkloristas dan conciertos en la Universidad a invitación del CNH. Traba amistad con José Revueltas, quien permaneció oculto en su casa: “Tuve el honor de conocer al genio en mangas de camisa, tener un trato de iguales, porque así te hacía sentir José. Le decía Pepe y él me llamaba compañero, usaba mi pluma fuente y bebía litros de café. No dormía, se la pasaba escribiendo”.


Paralelamente al lado “moridor” del autor de El luto humano, había un aspecto muy amoroso, muy lúdico: las razones que daba a modo de disculpa por llegar tarde a las juntas del Partido Comunista parecían cuentos como el de una “árbola” que huía de la tala en su bosque y a la que Revueltas ayudaba a subir a un taxi rumbo al Desierto de los Leones a donde la dejaba “instalada”, que no es lo mismo que plantada.

Después de la masacre en Tlatelolco, Villanueva se encerró a pintar una serie de tintas que llamó 2 de octubre: dolor y violencia. Se consagró a Los Folkloristas, a la Peña de Los Folkloristas, al lanzamiento de Discos Pueblo. Hacía sonar más de 25 instrumentos musicales entre quenas andinas, flautas de carrizo, gaitas colombianas, ecuatorianos rondadores; percutía los huesos de fraile de los danzantes concheros y las claves cubanas. Su voz se prestaba muy bien para las valonas michoacanas, las melancólicas vidalas y una versión muy especial de “El comal y la olla” de Cri-Cri, mi favorita, sí: por encima de la del propio Francisco Gabilondo Soler.

René Villanueva, "Don Ata" (Atahualpa Yupanqui)

Firmada y fechada en 1993.

Técnica mixta sobre tela.


El 11 de septiembre de 1973 marca un hito en la historia del honor y la infamia. En cuanto al honor, por la memoria del presidente Salvador Allende. En cuanto al horror, por la toma de poder de Pinochet. Para René no se trataba sólo de algo histórico. Estaba de por medio su admiración por Violeta Parra, el contacto con Ángel e Isabel, sus hijos; su amistad con Víctor Jara, con René Largo Farías y con los Inti Illimani. Con ellos se había sentado a la mesa a comer, a celebrar; con ellos había compartido la canción de sobremesa y sobre los escenarios, habían ido juntos a la farmacia por medicinas para sus hijos. Las noticias que llegaban de Chile rompían su alma. No le bastaban los conciertos en solidaridad, las cartas de denuncia, las marchas.

Nos conocimos en 1988 en una conferencia que organizó René sobre la prensa del 68. Nos volvimos a ver en la marcha a 20 años de aquel 2 de octubre y al poco éramos inseparables.

“Amanece: el sol sale por Chiapas”, dijo René en los primeros días de 1994, a raíz del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y al que consideró “una de las gestas políticas más bellas y profundas que marcan la historia por un México democrático”. Estuvimos presentes en todas las iniciativas de paz propuestas por los zapatistas: la Convención Democrática, las reuniones semanales de los asesores zapatistas ante la primera y única mesa de Diálogo que derivó en la firma (que no el cumplimiento) de los Acuerdos de San Andrés. Viajamos muchas veces a Chiapas, donde René lo mismo discutía acaloradamente sus puntos de vista que tocaba la quena, enseñaba los secretos de las flautas a los niños de La Realidad, tomaba fotos; bailábamos desacompasadamente “La del moño colorado”.

Los últimos años de su vida fueron de plenitud, de creatividad. Entre 1997 y 2001 editó quince discos con sus grabaciones de campo; el IPN le publicó tres libros: Cancionero de la Huasteca, Música popular de Michoacán y Guerrero: música y cantos. Hizo retratos de parientes y amigos. Para René, el arte es uno solo: no importa si se recurre al sonido, al color o a la palabra para expresarlo y compartirlo.

Última foto de René (arriba a la derecha) con Los Folkloristas. 

(Foto: Beatriz Zalce)


El quehacer de René está ligado a la serie Pampa Pipiltzin que hizo para la televisión en los años setenta, al Festival de Oposición que organizaba con los compañeros del Partido Comunista Mexicano, al programa radiofónico “Letra y Música en América Latina” e, indiscutiblemente, al proyecto de creación de la Fonoteca Nacional.

René Villanueva murió la tarde del 28 de junio del 2001, escuchando los Conciertos de Brandenburgo. Desde hace 20 años su quena está silenciada y sus colores quietos. Sin embargo, René está sembrado en nuestro recuerdo, en mi corazón.

Un artista en primera persona*

Desde el 15 de junio del año 2000 empezaste a entrevistarme para la escritura de mis memorias. Todavía estábamos en el Hospital de Nutrición, en el internamiento por la neumonía. La grabadora incluso registró el silbidito de las puntas de oxígeno que me tenía que poner.


Gracias a tus preguntas se desvanece el tono sepia de los recuerdos y recuperan su lozanía las figuras amadas de mi infancia. De pronto me acuerdo muy bien de cosas que pasaron hace muchos años, puedo reconstruir perfectamente paisajes, escenas, rostros de antaño, pero me doy cuenta que me falla la memoria del pasado reciente.


Preguntas, indagas. Primero te vas por el orden cronológico: buscas al niño, al adolescente, al joven, al adulto. Luego optas por los temas: la pintura, mis autores preferidos, la música, los amigos, los amores.


Tienes la grabadora siempre a la mano. Te he contado mil veces de cuando mi abuelita se salía a sacudir las migajas del mantel y bajaban las palomas o cuando me metía debajo de la mesa y le cantaba las canciones de Cri-Cri. Has vivido conmigo todos mis recuerdos en tu afán de conocerme. Ya te sabes mis anécdotas, pero de todos modos mantienes la grabadora prendida por si hay un elemento, una palabra que antes no haya dicho y que contribuya a la posterior redacción.

[…]

Tú eres mi memoria, el infinito que no comprendo. Eres el espejo que me hace mirar la vida, mirarme a fondo y con profundidad y en una mirada juntar el pasado con el presente, el tiempo que se fue y el tiempo que está fluyendo hacia el porvenir.


En 'Cantares de la memoria', mi primer libro, me centro en Los Folkloristas, grupo al que pertenezco desde antes de su fundación y aun después del momento en que por mi enfermedad tuve que separarme. Por eso ahora me es muy importante escribir sobre mí. He dicho que quiero llegar a ser un viejo sabio, pero con el cáncer no se juega. Necesito hacer el balance de mi paso por esta vida. He sido un afortunado, un privilegiado.


Mi amigo, el poeta mayor Juan Bañuelos, sugirió el nombre para estas memorias. Él me platicó que su máximo deseo es que uno de sus versos permanezca en una gota de ámbar, que el poema quede ahí, aleteando en el tiempo, vivo, cantando.


Soy oaxaqueño hasta las cachas. Oaxaca es un universo de cantera verde, tierra donde crecen el Árbol del Tule y se levanta un pueblo a su alrededor, de laureles que unen el cielo a las profundidades de la tierra, entre la música que hacen los canteros cuando construyen edificios coloniales soberbios y zonas arqueológicas maravillosas; Oaxaca de la Noche de rábanos y calendas en Navidad, de pésames a la Virgen de la Soledad en Semana Santa, de Guelaguetza en julio, de toritos que iluminan con su pólvora las noches de fiesta; Oaxaca: música de bandas y marimba, de nieves y aguas frescas y caleidoscópicas gelatinas que se vuelven vitrales dulces, comestibles; tierra de Rufino Tamayo, Francisco Toledo y del ignoto oaxaqueño que esto te cuenta; tierra de músicos como Eduardo Mata, Gustavo López y Hebert Rasgado; tierra del mole que es uno de los inventos más grandes que se han hecho.

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Fragmentos de 'Como gotas de ámbar. Memorias de René Villanueva' (Ediciones Pentagrama, 2008), publicados con autorización de su autora, Beatriz Zalce.

*Título de la redacción


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