Respirar | Por Liliana Chávez

Viajar sola

Los viajeros sin pasaporte de primer mundo sabrán que, pese a los idealistas discursos oenegeros, las fronteras sí existen y más en tiempos pandémicos, dice la autora en esta crónica de un viaje de México a Berlín, con escala en Estambul.

Interiores del Aeropuerto de Estambul. (Foto: Liliana Chávez)
Liliana Chávez
Ciudad de México /

Ganas de escribir como quien respira. Con naturalidad, con #Ligereza

Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte


Una de las pocas, pero grandes desventajas de viajar sola es tener que cargar con tus maletas. Según cuenta la escritora española Rosa Montero en la biografía literaria de Madame Curie, que empecé a leer durante mi viaje de regreso a Berlín, para salvar de la invasión alemana la importante reserva francesa de radio, en 1914 la científica decidió cargar en sus propias maletas alrededor de 25 kilos del mineral en un viaje sola en tren de París a Burdeos, a donde la sede del gobierno francés se había trasladado durante la Primera Guerra Mundial. Si bien mi viaje no era tan trascendental para la humanidad como el de Curie, sí esperaba que mi cargamento me protegiera contra la “ridícula idea” (por citar a Curie y a Montero) de no volver a mi país, así que llené mis maletas al límite de los 23 kilos permitidos con el peso de mis propios tesoros: los restos de biblioteca y clóset que no había podido cargar en mi primer viaje migrante a Alemania.

En el siglo XXI el peso de cerrar ciclos no es (sólo) metafórico y está muy bien delimitado por las aerolíneas, más si tu boleto esta vez no tiene fecha de regreso. Pensaba en eso mientras, por una melodramática ironía, la conductora del Uber que me llevaba al aeropuerto me hacía escuchar “No llores por mí”, con Enrique Iglesias. Al llegar al aeropuerto Benito Juárez y bajar las maletas del Uber me retiré discretamente el cubrebocas para dar el último respiro en la otrora “región más transparente del aire” (para citar a Alfonso Reyes vía Carlos Fuentes), mientras la conductora me deseaba buen viaje desde la ventanilla (no tuve valor de género para pedirle que cambiara de música y menos para pedirle que me ayudara con el equipaje). Respiré como si estuviera en clase de yoga, consciente de que estaría casi un día entero con boca y nariz cubiertas.

Había viajado a México en búsqueda de reencuentros y, sin embargo, el miedo al contacto no se iba, ni de mí ni de los agentes migratorios encargados de proteger las fronteras que representan. Todo viajero sin privilegios de pasaporte de primer mundo habrá comprobado que, pese a los idealistas discursos oenegeros, las fronteras sí existen y más en tiempos pandémicos. Si pude subirme a ese avión de Turkish Airlines que me dejaría en Berlín después de dos escalas y veinte horas de vuelo (eso pasa cuando compras el boleto más barato dos semanas antes de Navidad) no fue por ser una humilde ciudadana mexicana libre de covid sino porque tenía los documentos que probaban que como residente alemana no era ya un peligro para la Unión Europea. Y fue así como terminé en un vuelo lleno de turcos, alemanes y yo, de vuelta al crudo invierno después de las vacaciones en el trópico.

Desde luego, México puede ser el mejor país del mundo si un@ se la pasa de vacaciones en la playa y gana en euros; al menos es lo que me revelaron esas caras tatemadas y sonrientes de los turistas que subieron en la escala de mi vuelo en Cancún. Porque yo que evité los destinos turísticos aglomerados durante las vacaciones navideñas en mi país tuve que esperar arriba del avión-autobús pollero durante una hora y media a que quienes hicieron lo opuesto con sus vacaciones subieran con todo y posible virus. Respiré profundo dentro de mi mascarilla y traté de dedicarme a observar el atardecer maya en todo su esplendor por la ventanilla de mi asiento, sabiendo que sería mi último rayo de sol real en mucho tiempo… pero no podía dejar de pensar en que la palabra “contagio” comparte raíz latina con “contacto” y que la clase turista de ese avión no dejaba espacio a la sana distancia.


Café turco. (Foto: Liliana Chávez)


Durante el vuelo a Estambul quedé atrapada entre las opciones de ocio que ofrecía la pantalla frente a mi asiento: pude acceder a una traducción en audiolibro del Corán, deleitarme con fotografías de las playas y edificios históricos turcos que no iba a visitar (aunque hubo un momento en que la encantadora publicidad me hizo pensar en prolongar mi escala en Turquía), reírme de las tramas de las comedias turcas que parecían telenovelas mexicanas y escuchar una versión apócrifa de Veinte mil leguas de viaje submarino en la cual el Profesor Aronnax tiene una hija a la que no quiere llevar de viaje con él (obvio, porque es mujer). Pero la mayor sorpresa cultural vino con la comida, y no porque me dieran humus, sino porque la aeromoza se dirigía a mí en turco hasta que me quité el cubrebocas: mi identidad se transformó ante sus ojos y empezó a hablarme en inglés. Para cuando bajé del avión, sin embargo, ya no me sorprendió que el resto de las aeromozas se despidieran de mí con un alegre y gutural “güle güle” (que gracias a Google ahora sé que significa “adiós”). No sabía si eso era señal de que pasaría desapercibida entre la multitud del aeropuerto de Estambul, donde nuevamente haría escala, o más bien todo lo contrario. Cuando en un restaurante me senté sola a desayunar un cargado café con dulces muy dulces, me di cuenta de que iba a pasar lo segundo; a los ojos de los otros yo era otra: una mujer sola y de dudosa identidad oculta tras la mascarilla. No podía perderme entre las tiendas de ese aeropuerto como el flâneur decimonónico que según el filósofo Walter Benjamin se perdía por las arcades de París (en primer lugar porque hubiera sido más bien una flâneuse y se sabe que las diferencias de género siempre han hecho el paseo distinto).

Al aterrizar por fin en Berlín, mientras trataba de bajar mis pesados carry-on (¿quién viaja realmente ligero en un vuelo transatlántico?), pasé del “disculpe” al “sorry” y finalmente al “entschuldigung” con la nostalgia de quien sabe que va dejando territorio hogareño para adentrarse en ese limbo global al que también hay que adaptarse si un@ ha terminado por llamar casa a varios lugares separados entre sí por mares y desiertos. “I am not homeless, I am houseless”, le dice la protagonista de Nomadland a una niña curiosa por su estilo de vida (mi propia vida nómada no me había permitido ver esta película hasta que me subí a ese avión). En cuanto solté el peso de las maletas en el umbral de mi departamento me quité la mascarilla para respirar profundamente y entonces supe que en tiempos pandémicos esa es la nueva definición de casa: el lugar donde puedes respirar libremente, sin temor al contagio.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.