La tarde revienta en granizo mientras leo uno de los poemas extensos más simbólicos de la memoria altomedieval, escrito por el germano Johanes von Tepl, en donde la muerte se asoma en cada una de sus páginas, reprendiendo al campesino enamorado que inconsolable llora a su joven esposa a quien ha perdido para siempre.
La muerte, ese personaje distinguido por ser la secuestradora de la vida, le comenta con tono severo que “lo que las personas tienen que sufrir, nadie debe contradecirlo, porque todos los hombres sobre la tierra habitan en tierra extraña. Todos deben pasar del ser al no ser. Con pies ligeros la vida de todos los hombres corre: ahora vives, y en un golpe de mano, estás muerto”.
Cierro las pastas que arropan el bello poema, pensando en ese tono realista pero estoico que sugiere la Muerte al campesino que llora por ese reloj que se borra, por los días que no acaecen más, por la existencia permutándose en la nada. Horas después, en una madrugada que pesa, leo con ojos insomnes sobre la partida del gran filósofo Richard Bernstein, una que he sentido con exuberancia, quizá por la tan reciente lectura de Johanes von Tepl, o, mejor dicho, por esa inteligencia que se extingue eternamente. Por la lucidez de una mente que parecía infinita, pero que, como todas, no deja de ser también mortal.
Richard Bernstein ha muerto, y como todo sol que brilla demasiado en la actual constelación —a mi gusto muy opaca— del pensamiento contemporáneo, habría de cumplir su ciclo, fundiéndose para siempre, pero dejando tras su paso una estela de ideas filosóficas que podemos recuperar para conmemorarlo. Pero no consideremos la filosofía de Bernstein como esas teorías inalcanzables, de raíces sepultadas en lo profundo del oscurantismo académico. La obra de Bernstein es una filosofía viva, incluso cuando él interpreta a los clásicos o a los filósofos modernos. Bernstein hace magia, y su diálogo es con la realidad, escapando del anacronismo, renueva a su manera a los autores con los que ha decidido dibujar algún tópico, incluso si eso significa cortar el follaje marchito que ha dejado el dogmatismo de la filosofía tanto continental como analítica.
Pero, aunque el multiverso bernsteniano abra la posibilidad de incluir dentro de su propio sistema a múltiples pensadores, teorías y tradiciones, eso no significa que nuestro autor sea —como se ha referido en tantas ocasiones a él—, un “filósofo puente”. Dicha acepción me parece reduccionista ante la vastedad y originalidad de su obra.
No estoy de acuerdo con eso que Santiago Rey, uno de sus alumnos cercanos, ha publicado al respecto. No es que “los puentes de Bernstein conecten pensadores y tradiciones distantes, regiones, sentimientos y experiencias”, ni tampoco me parece que su labor intelectual tenga como propósito principal —como escribe Rey recientemente en El País— tejer “relaciones entre la filosofía analítica y la continental, entre el norte y el sur, entre disciplinas académicas distantes, entre el pasado, el presente y el futuro”.
Su meta no era la de volverse un relacionista o publicista intelectual de ideas ajenas, sino más bien, ser él mismo el representante de una tradición. Bernstein se mueve en la dirección del pragmatismo filosófico que asume de manera original como un “pragmatismo falibilista”. Esto significa que su filosofía no es un circuito cerrado que no pueda convivir con la diferencia o la incertidumbre de ser superada por otros. Al mismo tiempo que construye sus postulados y reflexiones desde la apertura y la tolerancia al escrutinio de quienes lo estudian, y por lo tanto no teme a la posibilidad constante de que en determinado momento sus tesis puedan ser contradichas.
Para Richard Bernstein, la apertura al falibilismo, debería de ser la actitud que todo intelectual o filósofo habría de cultivar como condición primera para el desarrollo de su pensamiento. Un falibilismo pragmático significa ir contra la ambición de construir valores y verdades dogmáticas e inalcanzables, que finalmente han sido el germen de las grandes catástrofes del pasado. El falibilismo nos ayudaría a deconstruir esas certezas que han violentado la pluralidad humana. Mientras que el pragmatismo nos hará enfrentar los conflictos actuales sin acudir a la repetición del pasado, dialogando alternativas viables y aterrizadas al contexto práctico y presente en el cual se anuncian nuevos retos. Sobre ello, escribe Bernstein en Filosofía y democracia, refiriéndose a las ideas de John Dewey, quien pensaba que “la inteligencia no es una facultad: es un conjunto de disposiciones que implican imaginación, sensibilidad ante la complejidad de las situaciones concretas, consciencia de sus consecuencias, capacidad de escuchar y aprender de las opiniones de otros, así como una actitud experimental falibilista a la hora de intentar resolver problemas”.
En este sentido, la sugerencia de Berstein podría dar paso a un ejercicio crítico y antidogmático de la labor intelectual, pero también de las prácticas políticas, mismas que, al estar moldeadas a partir de una actitud falibilista, tendrían que sostenerse en una ética compasiva, que entienda que no somos iguales a los demás, y que a pesar de ello, logremos construir un Estado común, fundado en la empatía, en la tolerancia y la igualdad. Comenta Bernstein en Encuentros pragmáticos, que el pragmatismo “sostiene que todas las pretensiones de conocimiento son falibles y corregibles”. Esto que entendemos como falibilismo, también puede ser tomado como “una actitud ética y política”, como esa posibilidad de cultivar el criterio para comprender que hay personas e ideas que son “radicalmente diferentes a nosotros, y aún así tener el coraje y la humildad para ampliar nuestros horizontes a la luz de nueva evidencia y nuevos encuentros con otros”.
Es así como más me gusta recordar a Richard Berstein, como un filósofo que encontró en el desarrollo teórico de un pragmatismo falibilista, la construcción realista de una ética práctica, una que atiende a las particularidades de los problemas concretos. Esa misma actitud pragmática y de autenticidad ético-política fue la que llevó al joven Bernstein, siendo aún estudiante de Yale, a unirse al Freedom Summer Project o al Mississippi Summer Project en 1964, para defender el derecho al voto registrando la mayor cantidad de votantes de la comunidad afroamericana, que entonces tenía prohibido votar.
Bernstein no deja de narrar en reiteradas ocasiones la experiencia que tuvo en una de las reuniones convocadas para que los afroamericanos locales eligieran a sus delegados en el Freedom Democratic Party. Era esa primera “asamblea política, una asamblea abierta a todos los que quisieran asistir”, una que, como escribe el filósofo, recordará toda su vida, “cuando en el futuro piense en lo que la democracia puede llegar a ser en concreto”. Una democracia radical, al estilo de John Dewey, una que abogue por la libertad y la igualdad extendida a todos y todas.
Por ello mismo, Berstein no puede ser un “filósofo puente”, sino que es él mismo el camino en el que otros habrán de construir puentes. Su pensamiento es la fundación de una tradición, de un falibilismo pragmático que se auxiliará del acervo necesario para dicho mérito. Bernstein mismo muestra su inconformidad en una conferencia reciente: “Algunos de los comentaristas de mi obra han caracterizado mi trabajo filosófico en términos de construir puentes entre la filosofía anglo-americana y la filosofía continental, pero la verdad es que nunca he concebido el trabajo filosófico en estos términos. Ninguna orientación o estilo tiene el monopolio sobre el entendimiento filosófico. No había «puentes» por construir. Sólo hay buena y mala filosofía, y hay bastante de ambas a ambos lados del Atlántico”.
A estas alturas es más que evidente qué tipo de filosofía significa la filosofía de Richard Bernstein.
AQ