“Ahora vas a conocer a una genuina rebelde”, me dijo Paola, mientras ingresábamos a la cancha de basquetbol de Malegno acondicionada para este día especial. El graderío reunía a más de quinientos estudiantes de la región lombarda de Brescia, lugareños y curiosos, como el que esto escribe, impacientes por escucharla. Tantas personas querían presenciar el evento que tuvieron que colocar decenas de sillas plegadizas más alrededor de la mesa de honor. “¿Podremos hablar con ella, aunque sea un momento?”, pregunté a Paola. “Ten paciencia”, me respondió. Cuando ocupamos nuestro lugar, Rita ya se encontraba sentada. Llamaba la atención su figura mesurada. La dama que nos ayudó a reconsiderar el papel de la senectud sobresalía por su rostro radiante. De ojos claros, almendrados, un tanto hundidos; nariz aguileña y labios delgados, llevaba su cabello, blanquecino, peinado en suaves bucles que descendían hacia el lado izquierdo de su cabeza. Portaba un amplio vestido de lana verde musgo, con las mangas bombachas. El cuello era alto, lucía en el pecho un broche rectangular, de familia. Calzaba botines, igualmente negros. “Ella confecciona su ropa”, me ilustró Paola.
Rita Levi-Montalcini obtuvo el Premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1986 por sus aportaciones al conocimiento del desarrollo neuronal, campo que, al cabo de los años, también ha resultado clave para comprender el crecimiento de diversos órganos corporales. El funcionario del ayuntamiento que le dio la bienvenida esa ocasión recordó que estábamos en la tierra de Camilo Golgi. Años más tarde, en una emotiva visita en Madrid al pequeño espacio que conserva memorabilia de Santiago Ramón y Cajal, dentro del Instituto que lleva su nombre, Rita pronunció un sentido elogio de sus queridos compañeros de viaje intelectual. Los tres ayudaron a dilucidar el acertijo de las neuronas, allanando el camino para otros avezados que se aventuraron después de ellos a emprender la caminata hacia el interior del cerebro.
“No soy mi cuerpo, sino mi mente”, es una de las frases más citadas de Rita. “No hagan caso de la gente buena y simpática, es una necesidad humana atávica”, nos confesó cuando pudimos acercarnos a ella. Al escuchar el nombre de mi amiga, Rita exclamó: “¡Ah!, ¡como Pa, mi amada hermana gemela!” Paola Levi fue una notable artista vanguardista, Rita escribió un emotivo libro sobre su trabajo: Un universo inquieto. Nuestro tiempo ante la rebelde con causa se evaporaba, así que pregunté: “¿Quién le hace mariposas en el estómago?”. “Selma Lagerlöf, su escritura”, contestó. Entonces entendí todo. El peinado, su forma de vestir, su parsimonia, recordaban el estilo de la escritora sueca, también ganadora del Nobel en su disciplina. De hecho, Rita pensó dedicarse a escribir historias románticas, sencillas y maravillosas, como Selma, cuando pensó que no podría convencer a su padre, patriarca victoriano, de volcar su imaginación en la medicina. Sin embargo, fueron sus argumentos, más cercanos a la elocuencia literaria que al discurso ecuánime de la ciencia, los que hicieron entender a Adamo Levi que la admiración por el médico misionero Albert Schweitzer era sincera y que sería una persona de bien, sin necesidad de sujetarla a los clisés de la época. “Me dijo: si puedes aprobar los exámenes en los meses que restan antes del nuevo curso universitario, adelante”. Rita hizo una pausa. Nos miró, pícara, y, con una sonrisa de satisfacción en los labios, remató diciendo: “Pan comido”.
Vidas paralelas, lucha diligente contra el patriarcado, aprender a cruzar el pantano de la ignominia fabricada con los hilos del terror, dejar para otros el amor carnal y, no obstante, prosperar como ser humano pleno. Sin duda, todo eso emparenta a Rita con Selma, campeonas de un provincialismo universal, paradójico y admirable. “Sabemos que el dolor humano la decidió por la ciencia y no el arte”, comentó Paola. “No, al principio fue la medicina, la ciencia vino después. Como quiera que sea, todas son formas de solucionar los problemas de la emoción”, acotó Rita, “cualquier camino hubiera sido bueno”. Paola le recordó su amistad con Primo Levi, su cariño por Turín. “Los llevo en el corazón”, aseveró, extraviando por un instante la mirada en el horizonte. Cuando nos despedimos, Rita invitó a Paola a que no intentara demostrar nada, excepto inteligencia. Vivió a plenitud casi 104 años de edad, llevando la apología de la plasticidad cerebral hasta sus últimas consecuencias. Tenía algunos ases bajo la manga, los dones de la vejez. Ella mismo lo escribió alguna ocasión. Un cuerpo muere, es irremediable, pero lo importante es el mensaje que dejamos mientras estamos vivos, pues éste tiene algunas probabilidades de permanecer.
ÁSS