La expresión “editor culto” no deja de ser una redundancia. (El buen editor siempre es culto.) Las excepciones la desvirtúan. He conocido “editores incultos”, pero, en el fondo, no son editores, aunque usurpen ese oficio vocacional (el de “editor”) que, cuando lo es, resulta obsesivo y devorador, a la vez que una angustiosa labor satisfactoria, casi siempre de locos virtuosos. Estrictamente, un editor debe ser culto, esto es, tener cultura, y mientras más amplia y profunda sea su cultura, mejor será como editor. Importantes escritores mexicanos han sido excelentes editores, lo mismo de libros que de publicaciones periódicas. Desde Ignacio Manuel Altamirano y Manuel Gutiérrez Nájera, en el XIX, hasta Jorge Cuesta, Octavio Paz, Juan José Arreola, Edmundo Valadés, Alí Chumacero y José Emilio Pacheco entre otros, en los siglos XX y XXI. Solo por mencionar unos pocos.
La vocación de las letras, con frecuencia, ha estado vinculada a la edición y divulgación de la obra ajena y no únicamente a la publicación de la propia. Entre los últimos editores de la vieja guardia, de la antigua escuela de gran nivel cultural —él mismo escritor— está Roberto Diego Ortega (1955-2023), fallecido hace un mes (el 22 de agosto). Fue poeta, narrador, crítico literario, ensayista, traductor y dirigió revistas y suplementos culturales que hicieron época. Como lector fue uno de los mejores: no únicamente informado, sino también ávido en buscar, y encontrar, libros y autores dignos de ser leídos y releídos; comprendidos y aquilatados, esto es, divulgados. No existe el buen editor sin curiosidad, sin búsqueda, sin indagación constante. Y todas estas virtudes, y en grado sumo, las poseía Roberto Diego Ortega.
La vocación de un editor puede llevarlo a ocuparse más de la obra ajena que de la propia, y en esto tiene que ver mucho la severa autocrítica que se impone, en congruencia con el agudo sentido crítico que desarrolla al evaluar y juzgar los escritos de los demás. No me cabe duda que esto ocurrió con la poesía de Roberto Diego, breve y concentrada. En el tomo sexto del Diccionario de escritores mexicanos siglo XX (UNAM, 2002), Aurora Sánchez Rebolledo lo define de la manera siguiente: “Roberto Diego Ortega, además de ejercer el cuento, la traducción y sobre todo la crítica literaria en el periodismo, se ha dedicado también a la poesía. Línea del horizonte reúne poemas breves y sencillos en los que el poeta habla del acto amoroso no como un hecho abstracto, sino lleno de erotismo. Lo mismo sucede en Nacer a cada instante, en el que describe la historia de una gran pasión”.
Su poesía es sintética y, como es previsible en un editor exigente, aborda en algún momento el tema de la escritura, su sentido y su disolución. Por ejemplo: “Ahí donde el lenguaje se disipa:/ el cuaderno con letras desvaídas,/ la escritura disuelta en una mancha/ de tinta azul y rasgos ilegibles”. Dejó un poemario inédito, Eternidad en vilo, del cual su esposa, Rocío Del Vecchyo, me dijo, cuatro días después de la partida de Roberto: “Estoy tratando de respirar editando el libro de poesía que me dejó en mi correo. Yo lo veo fantástico”.
En su otra vertiente, la de la crítica literaria, el ensayo y la reflexión sobre el quehacer literario, en el suplemento La Cultura en México y en la revista Nexos puede seguirse, desde finales de los setenta, una parte importante de su oficio de lector lúcido y atento. Si son pocos los buenos lectores (críticos) de una generación, Roberto Diego lo fue en la suya, es decir en la nuestra, la de los que nacimos en los años cincuenta; y debemos insistir que, como editor, volcó en ese oficio (el oficio de leer) su amplia cultura y su gran conocimiento. Su última aventura fue el suplemento El Cultural, hebdomadario, del diario La Razón, que él fundó y que publicó del 20 de junio de 2015 a las primeras semanas de julio de 2023.
Nuestra última conversación fue el jueves 13 de julio. Hablamos, obviamente, de la cultura y de como ésta, sobre todo en México, se había vuelto incultura por sus dogmas ideológicos y sus oscuridades e ignorancias abisales: en esa zona donde no llega la luz de la razón ni por un instante. A propósito de esto preferíamos verlo con humor, a pesar de la desdicha, porque él siempre trató que la polarización política no se entrometiera en lo que realmente importa para un artista, para un escritor y para un ciudadano empático y consciente: la certeza de que la cultura permanece y se enriquece, incluso en los peores momentos, en los de mayor oscuridad, en tanto que los políticos y los logócratas/autócratas (no siempre esta combinación es redundante) tarde o temprano se van, dejando tras de sí una estela de ruinas (pese a las loas, los aplausos y las matracas), y se pierden en el olvido no solo porque merezcan ser olvidados, sino porque la memoria de la gente es corta, cortísima, insignificante. En cosa de meses podemos elaborar el guion de la película “Sé lo que hicieron el sexenio pasado”, y los personajes y protagonistas de dicha cinta terrorífica dirán, con absoluta caradura, que no lo recuerdan… ¡y habrá quien les crea!
Hace casi tres décadas publiqué un epigrama que es actual y que lo será siempre (no estoy hablando de su calidad poética, sino de su verdad): “Poetas:/ aprendan esta historia:/ la historia del Poder,/ que fue contada ya/ durante siglos/ y aún no la podemos aprender” (A la salud de los enfermos, 1995). Este epigrama, mi divisa, lo dediqué a mis queridos amigos Gloria y Stephen Vizinczey, lo que me llevó a recomendarle a Roberto Diego uno de los mejores libros ensayísticos del siglo XX: Verdad y mentiras en la literatura (1985), del escritor húngaro en lengua inglesa Stephen Vizinczey (1933-2021). A cambio, él me recomendó Por las fronteras de Europa: Un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI (2015), de Mercedes Monmany. Y ambos salimos ganando, porque en estos dos libros habita la gran literatura y el examen minucioso y sin concesiones de la expresión estética, sin genuflexiones a la política ni adulaciones a los políticos.
En la última comunicación que tuvimos rio de buena gana con la frase inmortal de Victoria Beckham: “Jamás he leído un libro; no he tenido tiempo” (agosto de 2015); ello pese a que su marido, David Beckham, publicó su autobiografía, Mi vida, en 2003. Conclusión: la Beckham no leyó siquiera el libro de su marido; obviamente, por falta de tiempo. Ese epígrafe y otras lindezas barbáricas de la vida libresca y cultural sobre las que publiqué un surtido rico hicieron sus delicias. Me escribió lo siguiente y fue el último mensaje que me envió antes de caer enfermo y ser hospitalizado: “Al fin tuve un rato y fue como un vaso de agua fresca y sonriente. Buena falta que me hacía. Ya lo compartí con la familia. El epígrafe de Victoria Beckham es inaudito. Vaya que lo disfruté para embarcarme en el texto, que disfruté aún más. ¡Bravo!”.
En relación con el enorme libro de Monmany (casi mil quinientas páginas), le escribí: “Querido Roberto Diego: gracias al contagio de tu entusiasmo, y a lo que para mí es una revelación, ya comencé a leer este maravilloso monstruo. Un gran abrazo”, a lo que él me respondió: “Vaya que es un ‘maravilloso monstruo’, querido Juan Domingo. Tal cual. Tiene algo o mucho de interminable, de infinito. Ya me contarás cómo te va en ese viaje. ¡Abrazo enorme!”.
Comparto esto con un poco de pudor y sin vanidad ninguna. Lo hago únicamente para ejemplificar la calidez del último amigo que hice, en mis inicios sexagenarios. Lo normal, en la vejez, no es ganar amigos, sino perderlos, y en los últimos cinco años he tenido el enorme placer, la gran satisfacción, de que varios “amigos” me dejaran de hablar (“por estar del lado equivocado de la Historia”), y a cambio tuve el aún más formidable placer de empatizar —en el sentido que le da Goethe a “las afinidades electivas”— con un amigo tardío, pero tan entrañable y cercano que me hacía sentir como si nos conociéramos de toda la vida.
A los “amigos” que, por motivos ideológicos y conveniencias políticas, nos rehúyen y nos desconocen, ¡puente de oro y no de plata! Que bien le vaya y que Dios los guarde o, mejor dicho, su Dios. Yo me quedo con el mejor recuerdo de ese último y admirado amigo que llegó hace un lustro y se fue hace un mes y me dejó lecciones y verdades, una calidez grande y una sinceridad a toda prueba. Los auténticos amigos hoy, ¡sobre todo hoy!, son escasos, casi milagrosos, en un país polarizado, dividido, en el que, todos los días y desde el púlpito logócrata, somos chantajeados por el odio y extorsionados por el resentimiento incluso de los privilegiados que nunca han conocido la pobreza, pero que se han inventado, para su conveniencia política y económica —en estos tiempos de miseria espiritual—, toda una biografía de carencias, agravios y penurias que los vuelven mártires para el consumo irracional.
En este ambiente de tragedia cultural y espiritual se fue el querido y admirado Roberto Diego Ortega. Nosotros nos quedamos, por un tiempo seguramente breve; quizá más breve del que nos avisó Nezahualcóyotl: “Solo un momento aquí en la tierra…”. Lo importante es vivir cabalmente ese momento para luego irse con dignidad. Así se fue mi último y admirado amigo. Ojalá podamos irnos de esa misma manera. Con entereza. Ni viles ni serviles. Los jóvenes tienen perdón; los viejos, no.
AQ