Situado en un periodo histórico (1811-1813) y en una región (el centro de Inglaterra) concretos, el ludismo brota episódicamente, sea como actos para trabar los engranes de la sociedad industrial o cual símbolo de una lucha que tuvo a bien advertir desde temprano el indispensable control social sobre las tecnologías, más propensas en el mundo fabril a incrementar la explotación del trabajo (del latín tripalium, instrumento de tortura) que a aligerar la fatiga de quienes lo realizan.
La incomprensión del fenómeno ludita y la mala fama que le crearon las clases propietarias no obstó para que inteligencias agudas y provocadoras confrontaran el veredicto condenatorio de los parlamentarios. En plena erupción ludita, Lord Byron interpeló en la Cámara de los Lores a quienes clamaban por el escarmiento: “¿Vais a erigir una horca en cada campo y colgar a los hombres como espantapájaros? ¿Vais a instaurar la ley marcial? ¿Son esos los remedios para un pueblo hambriento? ¿Creéis que los pobres indigentes famélicos que han desafiado a vuestras bayonetas quedarán impresionados por vuestras horcas?” Tras el desenlace represivo el célebre poeta romántico escribiría la “Canción para los luditas” (1816), donde su sangre sería “el rocío que haría reverdecer el árbol de la libertad plantado por Ludd”. Así lo concibieron los historiadores E.P. Thompson, George Rudé y Eric J. Hobsbawm, además de los teóricos situacionistas Raoul Vaneigem y Guy Debord.
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Romper cosas en el trabajo. Los luditas saben por qué odias tu empleo (Melusina, 2023), de Gavin Mueller, rescata a estos artesanos rebeldes de “la enorme condescendencia de la posteridad” —diría Thompson—, trayendo al entramado industrial contemporáneo, signado por la precariedad laboral y la automatización generalizada, el núcleo de la protesta ludita. Y bosqueja una política radical para bajar el voltaje a la tecnología en oposición a los llamados aceleracionistas, cuya vertiente izquierdista considera que la emancipación social pasa por el desarrollo exponencial de aquélla y su apropiación colectiva, donde la automatización generaría abundancia de bienes y un tiempo libre abierto a la creatividad. La evidencia, empero, indica que, como hace dos siglos, las nuevas tecnologías potencian al capital en desmedro del trabajo, aumentan el control y no la autonomía de las personas subordinándolas progresivamente, así trabaje a distancia, al dispositivo industrial.
Mueller emprende un recorrido teórico/histórico para recuperar dentro de la tradición marxista un filón crítico de la técnica que soporte la tesis de reducir su vértigo y fundamente una resistencia “ludita” a fin de paliar los estragos que provoca en la escena laboral. En el trayecto, Romper cosas en el trabajo descubre que Marx no era un determinista tecnológico, dado que consideró el componente humano dentro de las fuerzas productivas, además de mostrar cómo los bolcheviques asumieron la administración “científica” del ingeniero Frederick W. Taylor, consistente en aumentar la productividad y eficiencia laboral desarticulando el control del ritmo de trabajo detentado por los obreros y cediéndolo a los capataces. Pocos, como Alexander Bogdánov, señalaron que el taylorismo contradecía los objetivos de la revolución proletaria al condenar a la fuerza de trabajo a tareas mecánicas y repetitivas en menoscabo de las facultades críticas y creativas. Décadas después, Walter Benjamin y Cornelius Castoriadis descreerían de este productivismo y —el teórico social griego— se volcaría contra la automatización, minimizada por Herbert Marcuse, pero no pasada por alto en el Programa de Diez Puntos de los Panteras Negras, ni por Mario Savio, líder del Movimiento por la Libertad de Expresión en Berkeley (1964), quien convocó a la desobediencia civil para detener los engranajes, volantes y palancas de la “máquina”.
Sin embargo, la señal de alarma sobre los usos industriales de la cibernética no provino del marxismo. Norbert Wiener, quien acuñó el nombre del nuevo campo de conocimiento, participó en el desarrollo de armas antiaéreas de los Aliados intentando predecir el comportamiento de los pilotos cuando volaban en zigzag. Las siniestras consecuencias de los ataques nucleares a Japón hicieron al eminente matemático abandonar la investigación militar y virar hacia la crítica social de la ciencia de los flujos de información (Cibernética y sociedad, 1950). A Wiener no le preocupaba tanto que la cibernética produjera las condiciones para que una tecnología autónoma desechara a los humanos, antes bien el problema fundamental residía para él en que los poseedores de esta tecnología aumentaran “su predominio sobre el resto de la especie”. Y eso que los magnates de Silicon Valley no nacían aún, ni tampoco su némesis, los hackers, esos “luditas recalcitrantes”.
En lo que la socióloga Shoshana Zuboff llama el “capitalismo de la vigilancia”, consistente en la mercantilización de los datos personales por los gigantes tecnológicos (Google, Meta, X), el usuario produce parte del valor del producto al introducir gratuitamente sus datos en la plataforma —el “trabajo fantasma” de Iván Illich que Mueller trae a cuento— comercializándolo las empresas como publicidad o vendiendo la información al mejor postor, como hizo Facebook en la primera campaña presidencial de Donald Trump. Otro tanto ocurre con las máquinas de autopago, donde el cliente ejecuta el trabajo y la firma realiza la ganancia. De esta manera, en el capitalismo de la vigilancia hay una “ausencia de reciprocidades estructurales entre la empresa y sus usuarios”. Esta asimetría aumenta el trabajo en lugar de reducirlo como se supondría ocurriría con las máquinas, en su multifacética explotación contemporánea. Por eso, la tecnología se ha convertido en uno de los epicentros de las luchas sociales contemporáneas. Y, en función de ello, es que Mueller convoca a la acción ludita, a “negarse a agachar la cerviz frente a las exigencias tecnocapitalistas de renunciar a la capacitación profesional y la autonomía, [a] un reventar los jardines amurallados del código fuente”.
Carlos Illades
Profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de 'Por la izquierda. Intelectuales socialistas en México '(Akal, 2023) y de 'La revolución imaginaria. El obradorismo y el futuro de la izquierda en México' (Océano, 2024).
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