—Are you Catholic? —pregunta el taxista mirándonos sin piedad por el retrovisor.
Cristina Rivera-Garza y yo nos volteamos a ver y al unísono contestamos que sí. No nos conocemos tan bien como para saber si la otra lo dice de verdad, pero sospecho que lo que en realidad buscamos es la reacción del taxista ante nuestra respuesta. Hace una hora que estamos a su disposición, recorriendo Belfast a la burguesa en su black cab, esos míticos taxis negros, compactos y lo suficientemente altos para que los caballeros de principios de siglo pudieran subirse sin estropear su sombrero. Los black cabs en Belfast se han vuelto la alternativa turística para quienes rechazan el turismo masivo de la epidemia de los City Sightseen buses (los oficiales y los piratas), turistas que, sin embargo, ya no son tan aventureros como para caminar sol@s por una ciudad que hasta hace unos años era una de las zonas más violentas de Reino Unido.
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Cuando nos recogió en el hotel y nos daba la introducción al recorrido por los murales políticos que veríamos, empezando por la más práctica y simplificada explicación de “los conflictos” (the troubles) entre protestantes y católicos que he escuchado jamás, la pregunta fue al revés: “are you protestant?”, le había preguntado Cristina sin el pudor que a mí me ganaba, pero con la curiosidad que sabía compartida. “You will see”, sonrió el taxista y emprendió la marcha mientras comparaba su idea del México actual con la violencia callejera en el Belfast de los ochenta. Él no tenía por qué saber que Cristina era una de las escritoras mexicanas más reconocidas actualmente, sobre todo por escribir sobre la violencia, sobre todo la violencia contra las mujeres. Lo que sí creía es que la forma más pedagógicamente efectiva para explicar a dos turistas mexicanas lo que había vivido su país mientras él crecía en las calles de Belfast era compararlo con los conflictos entre narcos que había visto en la televisión y que, según él, se parecían a sus recuerdos infantiles. Guardamos silencio cómplice al escucharlo. Éramos dos mujeres viajando solas, tratando de confiar en un recorrido de un taxista desconocido, algo que difícilmente haríamos en nuestro país.
Yo mucha idea de la historia reciente de Irlanda no tenía, pero claro, recordamos Belfast, la película de Kenneth Branagh estrenada hace dos años y casi a la vez preguntamos al taxista si andábamos cerca de la zona donde se filmó. “No, that’s in the West side, we are in the East”, dijo de manera tan contundente y sombría que preferimos cambiar de tema. Quise imaginar al taxista creciendo entre la Belfast en blanco y negro que recorre el niño protagonista de la película. Después nos contaría que entonces él era adolescente y que solía tirar piedras —supongo que a los católicos, pero no quiso ofendernos— y entonces lo imaginé más bien como uno de los bullies de la película.
La verdad es que no hacía falta que el taxista nos recordara a México, solo que nosotras recordábamos el real y eso era en el fondo más doloroso. No teníamos mayor expectativa de aquel private tour que escapar espontáneamente a una larga tarde de ponencias en el congreso que nos hizo coincidir en Belfast, pero tampoco escapamos de nosotras mismas: en cada colorido jardín creíamos reconocer las flores de Xochimilco y nos emocionaba ver los más variados objetos kitsch con los que en cualquier barrio mexicano decorarían fachadas y esa interminable secuencia de pequeñas casas de ladrillos desteñidos, amontonadas sin respiro, ¡cómo no nos iban a recordar a las casas de interés social del Infonavit! Lo que sí me pareció desigual fueron los murales: por supuesto que nuestros murales eran mejores porque cómo comparar estos grafitis y escenas de cómic con las complejas obras de David Alfaro Siqueiros o Diego Rivera.
Después de dos horas de recorrer murales de ambos bandos —católicos vs protestantes— no llegué a ninguna conclusión que fuera ni estética ni éticamente correcta y solo a una políticamente incorrecta: ambos barrios de la ciudad seguían siendo visiblemente precarios, olvidados de cualquier dios, y sí, me recordaban bastante al México que quisiera no recordar. Tomamos muchas fotos de los murales, pero solo aceptamos que el taxista nos tomara una en el único mural que nos pareció lindo: un mural hecho por un colectivo feminista que defendía la unidad a través de la representación de una colorida colcha de parches. Estábamos en el lado protestante. El taxista, quizá en deferencia a nuestra asumida identidad católica, aceptó una selfie con nosotras en el lado católico.
Cuando era estudiante nunca me pintié clases. Era tan nerd que me sentía mal de defraudar a mis profesores que según yo contaban con mi presencia en cada clase. Nunca había escapado a tantas ponencias en un congreso tampoco, ni en Puerto Rico ni en Nueva York, hasta este viaje en la ciudad menos turísticamente atractiva en que un congreso podría tener sede. Dejarme llevar por el azar, sola y acompañada, fue el saldo de este viaje. Después de todo, los “saltos al programa”, escribió Beatriz Sarlo en sus Viajes. De la Amazonia a las Malvinas (2014), producen discontinuidad entre lo que se busca y lo que se termina encontrando.
El viaje por Belfast termina a la medianoche del siguiente día. Cristina ha reunido a sus compañeras inesperadas de viaje. A la mesa cenamos juntas cinco mujeres de letras (académicas, editoras, escritoras). Reímos, charlamos, las botellas de vino espumoso se vacían y sabemos que ese momento no volverá a repetirse o quizá sí lo repitan otras mujeres en otra ciudad donde también ellas puedan escaparse una noche de los deberes para reír, charlar y brindar por los saltos al itinerario.
AQ