Dos inéditos de Samuel Noyola

Inédito

Por cortesía del documental Vaquero del mediodía, de Diego Enrique Osorno, publicamos estos textos.

Samuel Noyola, 'el Vaquero del mediodía'. (Foto: Rogelio Cuéllar)
Laberinto
Ciudad de México /

Insólita presencia de mi tío burgués


Fui al puerto de Chinandega, al norte de la costa pacífico de Nicaragua, a donde tenía que llegar con urgencia un camión de la milicia, en busca del antídoto para el mordisco de una culebra que estaba pintado, con dos gotas secas de sangre, en la pantorrilla izquierda de un teniente del Ejército que nos entrenaba como zapadores, a más de tres kilómetros de la frontera con Honduras y cuyos estertores epilépticos, desde la alta noche de la selva adentro, se habían agudizado bajo el mediodía tropical de la primavera de 1981.

Nos detuvimos frente al único supermercadito del puerto naranjero —en la playa los moluscos madrugadores, con sus “reminiscencias de mujeres”, se desperezaban influenciados (sic.) por el lúcido delirio solar.

Mientras los superiores enfilaban hacia el diminuto estante de las medicinas, nos pusimos a vagar con la mirada errante (había un par de cajeras que nos veían no sé si como a primates o héroes) y los pasos pesados (era un terrible lujo comer garrobo en el campamento). Legítimo lector aventurero, casi no me sorprendió toparme con un escaso mostrador de libros donde se encontraban dos que compré con mi voluntario sueldo de jefe de escuadra: El astillero, de Juan Carlos Onetti, e In/mediaciones, el primer libro de ensayos que releí (una sola lectura había puesto a girar en mi cabeza ídolos e idiomas, citas especialistas e intuiciones visionarias, líneas del pensamiento transmitidas en nítida prosa) de Octavio Paz.

Recuerdo que tras pasar revista negativa al breve arsenal farmacéutico, las empleadas nos señalaron el rumbo seguro de una curandera que con una plasta de hierbas, y bajo la piadosa terapia de algún trance mágico, sustrajo a nuestro instructor de una muerte lenta mientras que en un tímido rincón hojeaba yo las páginas sobre el arte de México (materia y sentido), una imagen virtual —antropológica: filósofica: literaria— de Carlos Castaneda y, leído en aquellos lares y horas, un texto capital: Sólido/ Insólito.

¿Qué decía aquel tejido constante de ideas elusivas? In/ mediaciones me dejaba, al final, frente a una criatura hibriógena que no era ni ensayo ni relato ni poema pero que aparentaba ser más, sin dejar de demostrarlo menos, un arte poética, el ajuste de distintas realidades en una sola imagen y la posada temporal que la imaginación organiza inteligiblemente.

El contraveneno que salimos a buscar y que no encontramos sino en la choza de una simpática bruja ataviada de caracoles resultó ser un conjuro natural contra la contingencia y el principio de salud para entender el pensamiento analógico que, al fondo de un secreto sendero donde se pone el sol naranja, descifra formas o caracteres de la enmarañada jungla, alborotada por la inminente caída de la noche.

Solo había leído un soneto suyo en el libro de Español de mis hermanas mayores que ya iban en la secundaria, pero durante el siguiente lustro vertiginoso leí todos sus libros y nunca dejó de cesar en mí el mismo estímulo que volvía a levitar todo lo dado por hecho sin olvidar ser hechizante. La vida pública del personaje me inquietaba, como sus comentarios —espontáneos, certeros— sobre las más diversas notas y cosas de aquí/ allá. Las opiniones en torno a su figura especular se dividían como las aguas del Mar Rojo. Aún no deja de sorprenderme tanta alharaca por reflexiones o puntos de vista que se amparaban, casi siempre, bajo el sentido común.

Entonces decidí acercarme a él y yo, cualquier desconocido dentro de su órbita, tuve acceso a la persona para constatar que aquel magnífico conversador, hecho de sangre, saber y palabras, era sencillamente un poeta de la cabeza a los pies, dispuestamente generoso y familiar con los jóvenes escritores: Piense bien lo que le digo, lo hago como si fuera su tío burgués, agregaba con especiero humor.

Una tarde nublada, a fines del pasado mes de julio y revisando en la biblioteca del centro de Coyoacán la colección de Vuelta, en el segundo número me topé con un poema que había leído varias veces pero nunca bien: “Un despertar”.

Volvía la misma sensación de confusa luz y duda celebratoria como en la época de la milicia: lo leía y releía con feliz incredulidad, tallándome los ojos entre líneas, riendo del juego de apariciones y desapariciones, melancólico por el ambiente de cercana irrealidad, atónito de ver sin mirar y de imaginar en el vacío.

Estaba seguro que aquel estado había durado bastante tiempo porque creí que se acercaba la hora de cerrar la biblioteca y la encargada me miraba con fijeza. Levanté la cabeza: los libros de los estantes contemplaban una solitaria sala de lectura.

En las polvosas ventanas ya destellaba el sol:

Al ser nada le falta

aunque nosotros ya no estemos


“Formo parte de la mafia y me muevo por donde yo quiero”

Ciudad de México, a 11 de septiembre de 1987

Martha Tamez:


Por conducto de José Luis Ontiveros me enteré de que te proponías conquistar el mercado poético neoyorkino con cinco libros de poesía: uno en español, dos en inglés y otro par en francés.

¡Ah la chingada!, pensé yo, Martha ya se volvió loca. Pero no, creo que esa no es locura sino audacia. Ahora, hay que distinguir entre audacias y audacias. Para empezar, yo creo que tú entiendes que la poesía es un elemento cuya íntima esencia es la libertad —y no la confundas con el matiz demagógico de la cual adolece esta palabra sin cara. La poesía se mueve sola, los poetas también. Su naturalidad se nutre con savia del árbol del conocimiento pero también con el de la vida, alguien dice que gris es la teoría, verde el árbol de la vida. Ahora, se entiende que haya personas que sepan hacer versos; también que existan los poetas.

Ellos no buscan especialmente nada y, además, nadie se conmueve de ellos. Entonces, ¿por qué buscar el reconocimiento? Yo te puedo decir que lo que yo he hecho está hecho para buscarme a mí. No moví un solo dedo para entrar a formar parte de la redacción de 'Vuelta'. Ahora, el público, el descontento de mi existencia, grita desde los llanos de la periferia. Lo que no saben, es que trabajar por un tiempo en esta revista es un ejercicio de autodisciplina y, a la vez, una cortesía con la publicación que durante diez años alimentó mi curiosidad intelectual. Pero entiéndelo: no me he sometido, tampoco he acortado mi distancia contra los trepadores y los diminutos burócratas. Formo parte de la mafia y me muevo por donde yo quiero, y hasta mis examigos hacen la ronda crítica hacia mi obra, que es un libro natural. ¿Por qué te digo esto? Solamente piensa que esa ciudad en la que vives ya no es capital sino del mercado. La poesía es una ilusión secreta, un canto que nace en el centro de todo: no un producto.

Tu amigo: Samuel Noyola

ÁSS

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