Samuel David Noyola García es un poeta que desapareció hace diez años. Poco antes de que esto sucediera, en un artículo que publicó en Letras Libres, se reivindicó como “Vaquero del mediodía”, un apodo que le puso en el Café La Habana el poeta infrarrealista Mario Santiago Papasquiaro por su estilo ranchero de supervivencia en la Ciudad de México.
“La neta es que si no tengo alma, sí sangre de gitano regiomontano”, reconocía en ese texto enviado por mail para su publicación al joven editor Humberto Beck, quien sabía la historia de que antes de volverse vagabundo y luego desaparecer, Samuel fue considerado por Octavio Paz como “el poeta más inspirado de su generación”.
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Pese al reconocimiento público que le otorgó a su obra el influyente Premio Nobel, Samuel es un autor en buena medida desconocido que cumple 56 años de haber nacido bajo el signo de Acuario.
Aunque según el registro oficial vino al mundo en la chilanga colonia Guerrero, Samuel siempre se ha considerado de Monterrey, donde vivió la mayor parte de su infancia, a la orilla de La Coyotera, el barrio popular que durante mucho tiempo fue la zona de tolerancia de la ciudad.
Empecé a buscarlo en 2009, cuando publiqué una columna en MILENIO con el título de “Vértigo cantado”, como se llama uno de sus poemas emblemáticos. Aunque Samuel estuviera desaparecido, mientras iba buscándolo, iba conociéndolo más. A la par crecía mi fascinación no sólo con su obra, sino también con su figura. En retrospectiva, cada uno de los esporádicos encuentros que habíamos tenido antes de su desaparición cobraba trascendencia y llenaban de significados ocultos mi vida como periodista en tiempos de barbarie.
A lo largo de esta búsqueda, descubrí no pocos enemigos de Samuel. Estaban aquellos que sufrieron su presencia tan intensa, los que envidiaban su talento, los que eran apabullados por su personalidad y los que nunca entendieron que Samuel tenía una claridad de vida meridiana pese a cabalgar siempre entre lo nómada y lo vagabundo.
De la biografía que fui construyendo de él a través de documentos y testimonios directos, pueden trazarse a muy grandes rasgos una infancia dura en Monterrey, su viaje iniciático a Nicaragua, el descubrimiento de la poesía, la guerra que mantuvo contra la mezquindad de la élite cultural a la par de su relación con Octavio Paz, la vida vagabunda en Magerit, sus días en la cárcel, los años en el callejón de Xoco y, finalmente, su desaparición.
Hay unos cuantos arquetipos que podrían emplearse ante una personalidad como la de Samuel. El más evidente es el de poeta maldito, aquel que se rebela contra su realidad y anda en búsqueda permanente de la inspiración: musa y alcohol, tarot y calles, recuerdos infantiles y peleas a puño limpio… “El poeta no tiene lugar en la sociedad contemporánea”, era una frase que solía repetir desde joven.
Recordar la figura de Samuel no es solamente una obsesión personal: su obra es notable, como me lo dijo en entrevista, antes de fallecer, la propia Marie-Jo, viuda de Octavio Paz, quien también me confirmó que Paz consideraba el talento de Samuel por encima del de los demás poetas de su generación.
Otros autores importantes que me hablaron de su admiración por la poesía de Samuel y de la falta de reconocimiento de ésta fueron el español Luis Alberto de Cuenca, el brasileño Horacio Costa, la estadunidense Jennifer Clement y el mexicano Francisco Hernández, entre varios más.
Pero recuerdo a Samuel porque su poesía me cambió para siempre. Y ahora que lo he buscado, sé un poco más de su vida a tal grado que creo entender su alma bohemia y admiro —con cierto temor— la congruencia fatal que tuvo para llevar sus ideales hasta las últimas consecuencias y, luego de ello, desaparecer.
La búsqueda de Samuel ha sido también una búsqueda de la poesía en tiempos de barbarie: es mi intento como periodista de entender el lugar que tienen los poetas en una sociedad como la contemporánea.
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Samuel era el penúltimo de una familia de nueve hijos que entró en crisis luego de que el papá —un brillante ingeniero del Tec de Monterrey que solía tener problemas a causa de su alcoholismo— desapareciera de manera repentina cuando Samuel tenía apenas dos años. Su hermano mayor, Héctor Noyola, con tan sólo 16, tuvo que tratar de hacerse cargo de la familia junto con su mamá.
Ante el abandono del padre, los Noyola se mudaron de un barrio de la clase media de Monterrey a uno popular. “Pasamos de vivir en Mitras Centro, en una casa de dos pisos que tenía cuatro recámaras, cuarto de servicio, a vivir en una casa en la periferia de lo que ustedes conocen como Coyotera”, me contó Héctor. “Donde vivíamos en aquel entonces, sí teníamos servicios como agua, luz y demás, pero para trasladarnos tenías que atravesar toda La Coyotera y esos eran terrenos no pavimentados en aquel entonces. Era un lugar peligroso. Me imagino que a Samuel de niño más de alguna vez le han de haber querido dar sus calentadas. Yo creo que esa frustración, ese cambio de ambiente terminó formando a Samuel”.
Aunado a su entorno callejero, Samuel fue forjando también una actitud especial desde su niñez, en la que destacaba por su voracidad para leer y su capacidad para dibujar. Primero fue a través del diseño gráfico que quiso comerse al mundo. A los 13 años, tras laborar en una agencia de publicidad local, consiguió trabajó con el diseñador Jorge Sposari, un exiliado argentino en Monterrey, amigo del poeta Jorge Boccanera, quien lo visitaba en la ciudad de vez en cuando.
“Él ya se hacía haciendo diseños en Nueva York —platica Héctor—, pero vino lo de Nicaragua y cambió totalmente. Después de Nicaragua fue otra persona: ya no pensaba en el dibujo, ya básicamente vivía para escribir”.
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En el siglo pasado, el continente americano vivió tres revoluciones: la mexicana de 1910, la cubana de 1959 y la nicaragüense en 1979. En 1980, Samuel, como muchos otros jóvenes idealistas, dejó todo para irse a apoyar la última utopía armada que se estaba construyendo en América Latina.
Fueron precisamente Sposari y Boccanera quienes lo alentaron a hacer el viaje a los 16 años. Boccanera le dio a Samuel una carta personal dirigida a Julio Valle Castillo, un erudito que trabajaba junto al poeta Ernesto Cardenal en el recién creado Ministerio de Cultura. El movimiento sandinista, además de ser compuesto por jóvenes, estaba insuflado por la literatura. Junto al poeta Cardenal, entre los dirigentes había otros escritores como el vicepresidente Sergio Ramírez e incluso la mayoría de los comandantes escribían (los ahora gobernantes, Daniel Ortega y Rosario Murillo, publicaron poemas de amor), aunque solo fue Omar Cabezas el que logró hacer un libro importante (y hermoso) de la literatura latinoamericana: La montaña es algo más que una inmensa estepa verde.
Valle Castillo me contó en entrevista que cuando recibió a Samuel en 1980 con la carta de Boccanera se sorprendió de lo joven e inteligente que era. De inmediato se puso a colaborar haciendo propaganda sandinista para diversos eventos y produciendo libros y revistas. Ese año, Nicaragua era el centro del mundo: Graham Greene, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Yevgeny Yevtushenko y muchos otros escritores visitaban Managua o enviaban proclamas de apoyo.
Además de trabajar como diseñador gráfico del Ministerio de Cultura, Samuel participó en campañas de alfabetización hasta que La Contra, el grupo paramilitar financiado por la CIA, empezó a atacar a la revolución. A partir de ese momento, Samuel se enlistó como miliciano, me contó Valle Castillo. “Samuel aquí no era poeta. Fue artista gráfico, alfabetizador y luego entró como miliciano y ahí te mataban o matabas, por lo que Samuel debió haber vivido todo tipo de experiencias, pero aquí no era poeta: creo que aquí, en la guerra, fue cuando se hizo poeta”.
Durante su estancia en Nicaragua, dos libros de poesía conmocionaron a Samuel. Uno de ellos fue Agua regia, de Beltrán Morales, que tiene breves poemas como el titulado “Lema”: “Haz el amor/ y la guerrilla”, y otros en los que da los siguientes consejos a los nuevos poetas: “Entrénate en caminar por las aguas sin hundirte/ y en correr descalzo por cables de alta tensión”.
El otro libro era La insurrección solitaria, de Carlos Martínez Rivas, donde aparece el célebre “Canto fúnebre a la muerte de Joaquín Pasos”, que contiene fragmentos como éste:
Porque son muchos los poetas jóvenes que antaño han muerto
A través de los siglos se saludan y oímos
encenderse sus voces como gallos remotos
que desde el fondo de la noche se llaman y responden
Poco sabemos de ellos: que fueron jóvenes y hollaron
con sus pies esta tierra. Que supieron tocar algún
instrumento
Que sintieron sobre sus cabezas el aire del mar
y contemplaron las colinas. Que amaron a una muchacha
y a este amor se aferraron al extremo de olvidarse de ellas.
Que todo esto lo escribían hasta muy tarde, corrigiéndolo mucho,
pero un día murieron. Y ya sus voces se encienden en la noche.
Después de Nicaragua, Samuel regresó a Monterrey siendo otra persona, considera su hermano Héctor. “Desgraciadamente, le toca vivir lo de Nicaragua. Desde mi punto de vista sí es desgraciadamente, aunque tal vez para su intelecto poético fue lo mejor, porque fue lo que lo hizo ser poeta. Pero de allá regresó siendo otra persona: más rebelde y más sensible”.
Años después, el propio Samuel, en una entrevista que le hizo su amigo el escritor Jesús de León, reflexionaría sobre su alumbramiento poético: “Mi verdadera relación con la poesía fue producto de un viaje que hice a Nicaragua en 1980, en plenitud de la adolescencia. Este viaje me permitió ver realmente la ciudad de la que prácticamente salí huyendo: Monterrey. Esta orfandad me liberaba de las costumbres de una triste forma de vida, absolutamente egoísta e hipócrita, y me abría una nueva manera de esperanza: la revolución de Nicaragua era en aquel momento bálsamo purificador en la historia de los hombres. Allí decidí mi oficio de poeta, o el oficio me decidió a mí”.
Esta historia continuará en varias entregas de la columna "Detective", que el autor publica los sábados en MILENIO.
ÁSS