Samuel Ramos y el PRI

Ensayo

El filósofo mexicano fue uno de los intelectuales que escribieron en 'La República', donde, además de propaganda priista, se incluían artículos sobre filosofía, cine, historia y cuidado infantil.

Entre 1949 y 1952 Samuel Ramos colaboró en 'La República'. (Montaje digital: Ángel Soto)
José Manuel Cuéllar Moreno
Ciudad de México /

Parece mentira que hasta enero de 2022 vinimos a saber que Samuel Ramos (1897-1959) sí reseñó El laberinto de la soledad y que se trató de una reseña temprana. El libro de Octavio Paz terminó de imprimirse en febrero de 1950. Para junio, el autor de El perfil del hombre y la cultura en México (1934) y entonces director de la Facultad de Filosofía y Letras, ya tenía listo su dictamen. Esta reseña, misteriosamente, no se recoge en ninguna edición de las Obras de Samuel Ramos, ni en la que hizo la UNAM ni en la de El Colegio Nacional. El feliz hallazgo se lo debemos a Héctor Aparicio (véase Letras Libres, no. 277).

¿Cómo es posible que haya pasado desapercibida tanto tiempo? La respuesta se halla, tal vez, en su lugar de publicación: La República. Órgano del Partido Revolucionario Institucional. La revista había sido fundada en marzo de 1949 teniendo a Moisés Ochoa Campos como su director. El joven Luis Echeverría se desempeñaba como Director General de Prensa y Propaganda del PRI. Para junio de 1950, es decir, para cuando Ramos publicó su ensayo sobre Paz, la revista se jactaba de tirar el exorbitante número de 50 mil ejemplares (la cifra ascendería a unos inverosímiles 100 mil en 1952). No se trataba, a ojos vista, de una publicación especializada. Su fin era abiertamente propagandístico, pero no dejaba de incluir, entre sus más de 30 páginas, artículos sobre filosofía, cine, historia y el cuidado infantil. Medio mundo desfiló por su índice: Margarita Paz Paredes (colaboradora asidua), Alfonso Reyes, José Luis Martínez, María Elvira Bermúdez, José Vasconcelos, Vicente Magdaleno, Efrén Hernández, Manuel Toussaint, Agustín Yañez, Salvador Azuela, Rubén Bonifaz Nuño, etcétera. Adela Palacios, esposa de Samuel Ramos, llegó a tener, a partir de abril de 1950, una columna llamada “Muchachos”.

El ensayo de Ramos sobre Paz no pretendía ser una disección académica y puntillosa. Ramos revisa panorámicamente los capítulos del libro. “La obra de Paz —declara— constituye una valiosa aportación al esclarecimiento de la conciencia del mexicano”. Pero antepone algunas reservas: “Tengo la impresión de que se ha insistido demasiado en los rasgos anómalos del carácter del mexicano”. Formulará este mismo reproche en otros sitios. “Al contrario de lo que afirma Paz —observa Ramos en un artículo de mediados de 1951—, la soledad no proviene de una decisión voluntaria, sino de esa perturbación del carácter que lo hace antisocial”. Ramos entendía o malentendía la soledad de Paz como una reacción inhibitoria y como una neurosis.

Ésta no fue la única colaboración de Ramos para La República. Entre 1949 y 1952 podemos contar nueve textos de su autoría. No debemos precipitarnos y considerar al filósofo un aliado del régimen o su eminencia gris. Nada más alejado de la realidad. La precaución es necesaria: ya se deja oír en el gremio filosófico la sonora —y en este caso caricaturesca— expresión de “intelectual orgánico”. Los artículos de Ramos —como los artículos de muchos otros egregios colaboradores— mantienen un tono divulgativo y bastante inocuo.

En “La estética de la Ciudad de México”, Ramos evoca la primera vez que viajó de su natal Zitácuaro, Michoacán, a la capital del país, allá por 1915, en plena Revolución, y la vez, algunos años más tarde, ya en los veinte, en que volvió a encontrarse con la capital después de un largo viaje por diversas ciudades europeas. La vieja Tenochtitlan siempre le había parecido fea, aquejada de “chaparrismo”, sucia, sin ningún tipo de planificación. Un conjunto poco grato de casas bajas y paredes lisas. Palacetes del siglo XVII convivían de mala manera con el estilo parisiense impuesto por el porfirismo. Únicamente el cielo azul y la transparencia de la atmósfera compensaban tanta fealdad. Ramos, en 1950, celebraba “la invasión del estilo norteamericano”. Las ciudades al fin y al cabo son entidades vivientes. Solo debían mantenerse en pie edificaciones de “una indiscutible belleza arquitectónica” o asociadas a algún motivo histórico. “En vez de la deprimente sensación del ‘chaparrismo’”, concluía Ramos, “ahora experimentamos una emoción alentadora al contemplar en las amplias avenidas de México los edificios, que dentro de un nuevo sentido de la belleza abstracta y geométrica, parecen medir, con su altura cada vez mayor, como si fueran una columna barométrica, la potencia en aumento del siempre progresivo espíritu mexicano”.

Puede leerse en estas líneas, entornando los ojos, una velada defensa del frenesí modernizador alemanista. Detalle curioso: este texto de Ramos sí fue incluido en sus obras completas.

La participación de los filósofos en La República fue escasa. En febrero de 1951, la joven e inflamable promesa de la filosofía, Emilio Uranga (1921-1988), dio a conocer su “Análisis del ser del mexicano” en las páginas de La República. No era el destino que Uranga había planeado para su texto. Él quería publicarlo en una revista que se llamaría Hiperión. La revista quedó atorada en las imprentas de la SEP y la primicia de Uranga encontró acomodo en esta inusitada tribuna.

Leopoldo Zea (1912-2004) llegó a publicar unos cuatro artículos. Sus textos más reveladores e “ignominiosos” se titulan “Ruiz Cortines y la Revolución como responsabilidad” (abril de 1952) y “Ruiz Cortines, la Revolución y el indigenismo” (junio de 1952). Fiel a sus principios existencialistas y anti-fascistas, Zea confiaba en que el programa político de Ruiz Cortines sería un programa flexible y en permanente contacto con las necesidades movedizas del pueblo, en vez de una colección estática de soluciones como recetas. “Este es el tipo de programa que ofrece el C. Adolfo Ruiz Cortines. Programa de lo concreto, que, por concreto, ha de ser señalado por todos los mexicanos responsables de acuerdo con la experiencia que tengan de las diversas necesidades del país”. Zea se agarraba de algunas declaraciones de Ruiz Cortines para soñar con un México en que la responsabilidad y la toma decisiones no recayese en un solo individuo o en una sola facción, sino en todos —todos— los mexicanos. Zea se había entrevistado a puerta cerrada con Ruiz Cortines poco antes, en febrero de 1952. El candidato del PRI le había dado un amistoso apretón de manos y le había asegurado que lo leía. El entusiasmo de Zea respondía, quizás, a una esperanza genuina y a un hartazgo —no menos genuino— frente a las corruptelas y los programas cosificantes de Miguel Alemán (su folclorista “doctrina de la mexicanidad” y su materialista “campaña de recuperación económica”).

Una andanada de intelectuales se adhirió a la candidatura de Ruiz Cortines en vísperas de la victoria. José Vasconcelos fue contundente: “Opto por Ruiz Cortines”. Alfonso Reyes, sin entrar en detalles (“estoy algo enfermo, sometido a un tratamiento incómodo”) expresó sus simpatías con un calculado equilibrio entre sobriedad y efusividad: “Don Adolfo Ruiz Cortines me parece la persona más adecuada para el buen servicio del pueblo mexicano en esta hora del mundo”. Samuel Ramos, normalmente “tímido y titubeante”, esta vez no escatimó elogios: “Yo daré mi voto por D. Adolfo Ruiz Cortines porque, aparte de su concepción nacional, del gobierno y sus virtudes personales reconocidas por todos, tiene una ventaja sobre sus oponentes que no ha sido suficientemente subrayada. D. Adolfo Ruiz Cortines tiene la experiencia de gobierno”. A estos nombres insignes (Vasconcelos, Reyes, Ramos) se sumarían otros. Decenas, centenares de nombres.

Detrás de La República se adivina una trama de intriga política. Su origen se remonta —ésta es mi hipótesis— a febrero de 1948, cuando murió de forma inesperada y prematura Héctor Pérez Martínez (1906-1948), secretario de Gobernación, amigo íntimo de Miguel Alemán y el personaje con mayores posibilidades de ser ungido como El Sucesor. De la noche a la mañana se reconfiguró el tablero. Pérez Martínez tenía un pasado brillante en el periodismo. Había sido jefe de redacción y posteriormente subdirector del periódico El Nacional (órgano oficial del gobierno). Movió sus influencias desde Gobernación para que su protegido, Fernando Benítez, fuese designado director de El Nacional (marzo de 1947). Con la muerte de Pérez Martínez sobrevino la debacle. Benítez tuvo roces con el nuevo secretario de Gobernación, Ernesto Uruchurtu. Los roces culminaron en una mentada de madre y en el despido de Benítez. El episodio es bien conocido. El propio Benítez lo contaba entre risas de satisfacción: poco después tomaría las riendas de Novedades y crearía el legendario suplemento de México en la Cultura. Fue de este modo que el Lic. Guillermo Ibarra, oriundo de Sonora, llegó a la dirección de El Nacional (mayo de 1948). El Lic. Ibarra era un defensor de la causa obrera. Comunistas de prestigio como Hernán Laborde o José Mancisidor muy pronto figuraron en las columnas del periódico. Se reseñaban con regularidad revistas soviéticas.

Hablar de enfrentamiento sería una exageración, pero ¿pudo haber un distanciamiento entre El Nacional y el PRI? Quién sabe. El hecho es que para marzo de 1949 (un año después de la muerte de Pérez Martínez y de la subsecuente cadena de sucesos), circulaba con profusión una nueva y flamante revista.

José Manuel Cuéllar Moreno es Maestro en Filosofía por la UNAM y por la Universidad de Barcelona. Autor, entre otros libros, de 'La Revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI' (Ariel, 2018). Editor y compilador del libro 'La exquisita dolencia. Ensayos de Emilio Uranga sobre Ramón López Velarde' (Bonilla Artigas, 2021).

AQ

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