Rodolfo Walsh, escritor, periodista, asesinado por la dictadura argentina, contó en la nota introductoria de su libro de relatos Oficios terrestres que comenzó a escribir el cuento “Esa mujer” en 1961 y lo terminó en 1964 “pero no tardé tres años, sino dos días: un día de 1961, un día de 1964”. Lo publicó en 1966. Decía también Walsh que ese cuento refería un episodio histórico que todos en Argentina recordaban y que la conversación que reproducía era, en lo esencial, verdadera.
El episodio era el deambular del cadáver embalsamado de Eva Perón escondido por muchos años por los militares argentinos que derrocaron a Juan Domingo Perón en 1955. La conversación es con el coronel que le cuenta a Walsh que él fue quien sacó el cadáver de Argentina y las consecuencias que eso tuvo en su vida.
En el cuento no hay nombres reales pero después se supo que el militar era Moori Koenig, jefe de la inteligencia militar argentina, el primero al que se le ordenó hacer desaparecer el cadáver y quien al final de su vida estuvo obsesionado con el cuerpo… o los cuerpos embalsamados.
Décadas después, en las páginas de “reconocimientos” de Santa Evita, la novela argentina más traducida y una de las novelas en español más vendidas de la historia con más de diez millones de ejemplares, Tomás Eloy Martínez dice: “A Rodolfo Walsh, que me guió en el camino hacia Bonn (uno de los lugares donde estuvo escondido el cuerpo) y me inició en el culto de Santa Evita”.
Tomás Eloy Martínez nació en Tucumán y dedicó su vida a la literatura y el periodismo, que ejerció con excepcional talento en varios países, incluido México. Fue ganador de múltiples premios, profesor y visitante de varias universidades del continente. Murió en Buenos Aires en 2010 a los 75 años.
En 1985 Tomás Eloy Martínez había publicado La novela de Perón, que contaba la historia del líder argentino y ahí había hecho referencia a la versión que contaba Walsh de su conversación con Koenig. Pero en junio de 1989 dos oficiales del Servicio de Inteligencia del Ejército y un exembajador militar en España lo citaron en un café de Buenos Aires. Querían “corregir”, dijeron, algunos datos de La novela de Perón relacionados con el cadáver de Evita. Los oficiales del Servicio le contaron que habían formado parte del grupo que secuestró y ocultó el cadáver durante 16 años.
De esa conversación nació la idea de escribir Santa Evita, según me lo contó Tomás Eloy Martínez en una entrevista para la revista Proceso en 1995. “Ese diálogo que se narra (con todas las libertades que suelen tomarse en las novelas) en el último capítulo de Santa Evita fue el origen del libro. Lo demás es recreación del mito, reconstrucción de leyendas sueltas. Voy a dar un ejemplo. Según los oficiales del Servicio, jamás se hicieron copias del cadáver de Evita. Pero cuando el cuerpo estaba enterrado, en Milán, la viuda del coronel Moori Koenig vio el cadáver en Bonn. ¿Cómo conciliar esas versiones contradictorias? En Santa Evita elegí una de las dos, la de la viuda, a tientas, por instinto. Los oficiales del Servicio, que leyeron la novela, me dijeron: ‘Su relato es verosímil, pero no es verdadero. Jamás se hicieron copias del cuerpo. La viuda de Moori Koenig jamás pudo haber visto un cadáver que ya estaba enterrado’.
“Sin embargo, durante una de las presentaciones del libro en Buenos Aires, un escultor se puso de pie y contó, con lujo de detalles, cómo había colaborado en la ejecución de las copias con un artista italiano, cuyo nombre dio. Lo que hice fue imaginar un dato que luego, según otros, coincidía con la verdad. Esa es, quizá, una de las mejores gratificaciones de la ficción histórica: que sigue reescribiéndose en la realidad. En Santa Evita, a la inversa de La novela de Perón, no tengo el menor interés en respetar los documentos. Lo que hago es crearlos”.
Aquel diálogo que inspiró la novela está narrado en el último capítulo de Santa Evita. El autor cuenta que estuvo tres años rumiando aquello que le habían contado en oposición a lo que ya sabía y había investigado hasta que “Hubo un momento que me dije: si no la escribo, voy a asfixiarme. Si no trato de conocerla escribiéndola, jamás voy a conocerme”.
¿Por qué si tenía toda la investigación periodística había decidido hacerla una novela?, le pregunté a Tomás Eloy Martínez hace 27 años.
“Soy un novelista —me dijo—. Soy un periodista. Hace más de 30 años que navego en esas dos disciplinas, sin haber traicionado jamás ninguno de los dos lenguajes. Santa Evita se declara como novela porque es una novela, con todo lo que eso significa. A fines de los años cincuenta y a comienzos de los sesenta, tanto en Estados Unidos como en América Latina, cobró fuerza —en textos como Cuando era feliz e indocumentado de Gabriel García Márquez, El combate de Norman Mailer y A sangre fría de Truman Capote— una corriente narrativa que aplicaba las técnicas de la novela a los relatos periodísticos. Santa Evita trata de invertir esa ecuación: aplicar a la novela las técnicas del periodismo. No trabaja sobre la verdad, sino sobre lo verosímil, o, si prefieres, establece una verdad que está, solo, dentro del texto. Es el lector quien supone que la narración es verdadera”.
La novela cuenta los 22 años que el cuerpo de Evita estuvo oculto y al mismo tiempo cuenta su historia y la de aquellos tiempos argentinos. Cuenta la historia de la maldición que cae sobre aquellos que se dedicaron a esconderla y de un misterioso comando que aterroriza a los militares que se la han llevado. Es la historia también del embalsamador obsesionado con el cuerpo porque está convencido que ha creado una obra maestra por órdenes de Perón y por supuesto de Moori Koenig que, si creemos a Rodolfo Walsh, y no encuentro por qué no, le habría dicho: “Es mía…Esa mujer es mía”. Pero es, sobre todo, la historia de un pueblo que, confundido después de la muerte de su benefactora, su heroína, casi su diosa, camina sin esperanza bajo la bota de una dictadura.
Para Tomas Eloy Martínez, el periodista, la novela también era un mensaje para una Argentina que en 1995 vivía una recesión económica con niveles de desempleo enormes bajo el segundo mandato de Carlos Menem. Eva Perón —me dijo Tomás Eloy Martínez aquel año— es un mito que puede ser leído mucho mejor que Gardel, que Perón y que Maradona, como la metáfora de un país que soñó con la grandeza hace más de medio siglo y que ahora está lamiéndose las heridas de la corrupción, de la frivolidad, de la opresión, de la injusticia.
“La suerte de mi país me produjo indignación durante mucho tiempo, y sobre esa suma de desgracias escribí; contra ellas luché. Ahora me da tristeza. Estamos en el centro de un pantano, y cuanto más tratamos de acercarnos a la orilla, más nos hundimos. Argentina hoy (1995) es un país tan desilusionado, que pensé que era necesario devolverle algún mito, alguna ilusión, alguna esperanza; de ahí salió Santa Evita”.
Eva Duarte conoció a Juan Domingo Perón en 1944, cuando tenía 25 años, en Buenos Aires, a donde había llegado diez años antes para ser actriz. Perón tenía exactamente el doble de años que ella. Se casaron un año después. Eva Perón continuó actuando y apareciendo en el teatro, el cine y la radio.
En 1946 Perón llegaría a la presidencia después de una campaña electoral en la que Evita fue figura principal en un país donde las mujeres no tenían derechos políticos.
En los años siguientes el trabajo político de Evita fue fundamental para lograr que las mujeres argentinas votaran y tuvieran derechos, fundó un partido solo de mujeres y se metió en la lucha sindical. En el mundo era recibida como una estrella. Pero pocos años después, apenas a los 33 años, moriría víctima de cáncer cervical.
Recuerda Tomás Eloy en Santa Evita que Gardel murió a los 44 años y el Che Guevara cuando no había cumplido los 40. Y escribió: “Pero a diferencia de Gardel y del Che, la agonía de Evita fue seguida paso a paso por las multitudes. Su muerte fue una tragedia colectiva. Entre mayo y julio de 1952 hubo a diario centenares de misas y procesiones para implorar a Dios por una salud insalvable. Mucha gente creía estar presenciando los primeros anuncios del Apocalipsis. Sin la dama de la esperanza, no podía haber esperanza. Sin la jefa espiritual de la nación, la nación se acababa. Evita y la Argentina pasaron más de cien días muriéndose. En todo el país se alzaron altares de luto, donde los retratos de la difunta sonreían bajo una orla de crespones” (Capítulo 8).
En Santa Evita, el personaje real (e histórico) de Eva Perón recoge todos los mitos que su cuerpo, su historia, fueron inscribiendo en la imaginación popular de Argentina, como un tatuaje. Es —y la novela lo dice más de una vez— un proceso de reconstrucción del mito. Dijo el novelista: “Santa Evita intenta responder a preguntas que la gente común de Argentina se formuló durante mucho tiempo. ¿Perón quería a Evita? ¿Evita amaba a Perón? ¿Fue el cantor Agustín Magaldi quien llevó a Evita a Buenos Aires, cuando ella tenía 15 años, o ella viajó sola? ¿Por qué, luego de reunir a casi dos millones de personas en una concentración popular para ser proclamada candidata a la vicepresidencia de la República, Evita no apareció durante más de media hora y luego, cuando apareció, dijo que no podía aceptar la candidatura por la cual había luchado más de seis meses? Las respuestas que ofrece Santa Evita son dibujadas, escritas, como respuestas verdaderas. Pero no siempre lo son. O no lo son en el sentido en el que un historiador convencional entiende la verdad”.
Ahora todo esto es una serie de televisión.
Desde hace 27 años, cuando una tarde Julio Scherer me llamó a su oficina para entregarme la novela y me apuró a que la leyera para entrevistar a su autor, la tengo como una de esas que vuelvo a releer. Mi hábito de regalarla se ha interrumpido porque desde hace mucho tiempo no hay ejemplares en México. La que considero una de las mejores novelas en español en las últimas décadas no puede leerse.
No he visto la serie. No sé cómo habrá resuelto tanta magia, tanta literatura en unos cuantos episodios. No sé aún si me atreveré a verla. Me digo que la serie y su vasta promoción son una especie de tardío reconocimiento a una gran novela.
Aquellos no eran tiempos de tantos premios y Santa Evita no obtuvo ninguno, solo millones de lectores. Tomás Eloy Martínez ganaría el Premio Alfaguara seis años después con El vuelo de la reina.
No tengo claro qué pensaría el autor al que en 1995 le pregunté qué pensaba del temprano éxito de Santa Evita: 55 mil ejemplares en unos meses. Me dijo que no le gustaba hablar de eso. “Soy provinciano —respondió—, del norte de la Argentina, donde la modestia es un rasgo de buena educación”.
AQ