En aquel verano de 1972 yo estaba en Europa pasando fronteras con una pueril y snob exaltación cosmopolita y cumpliendo el encargo tarea de estudiar cinetecas para informar sobre ellas a la Dirección de Cinematografía de México, y, habiendo estado ya con ese fin y durante medio año en París, Londres, Bruselas, Lausana, Varsovia, los dos Berlines, Milán, y de paso habiendo asistido a un par de festivales de cine, el de Berlín occidental y el de Pésaro, y enviado artículos y entrevistas o crónicas de viaje al entonces schereriano periódico Excelsior, donde Eduardo Deschamps, director de la sección cultural diaria y el periodista más fanático y frenético de su profesión que he conocido, se diría que se había instalado permanentemente al lado de un teletipo, acechándome a distancia, exigiéndome más y más, pero muchos más artículos y reportajes y entrevistas con los que tenía yo que justificar la honrosa categoría recién adquirida de corresponsal extranjero del periódico, quise, poco antes de volverme a México, probar siquiera un poco del sabor de mi tierruca: o sea: no visitar toda España, ni siquiera toda la provincia santanderina, territorios para recorrer los cuales seis días eran obviamente insuficientes, sino únicamente pisar un rato las calles de mi ciudad natal de Santander, conocer a los Colinas y Gurrías locales y gozar una tarde y una noche el silencio antiguo de Santillana del Mar, un lugar que desde mucho tiempo atrás poseía para mí un aura mítica por la sola resonancia de su nombre, por tener allí casona y señorío el fantasma del Marqués de Santillana, Diego Iñigo de Mendoza, autor de las Serranillas y aclimatador del endecasílabo italiano a la poesía española, y por haberla designado Jean-Paul Sartre, en su novela La náusea, “le plus joli village de l’Espagne”. Y finalmente, obtenidos la documentación exculpatoria de mi condición de prófugo, y pertrechado con un pasaporte español que sustituía a mi fantasmal pasaporte republicano, me dispuse a ingresar en mi primera patria.
- Te recomendamos ‘El Chino Bruckenmeyer’, una historia ágil y conmovedora Laberinto
Para ello emprendí desde la parisina estación del Sur un viaje ferrovial de toda una noche en el cual, gozosamente nervioso e insomne, reviví parecidos viajes de mi niñez, de cuando mi madre, mi hermano y yo estrenábamos nuestro exilio trashumando por tierras galas o belgas. Hubo además en esa inolvidable, nerviosa, deliciosa noche de tren, otra sufriente delicia como de pintura de Paul Delvaux. En uno de los paseos nocturnos por el pasillos del vagón, yo, mobilis in mobile, incapaz de dormir por la expectación de mi primer y tan tardío retorno a mi patria chica, vi, en un compartimento cuya puerta entreabierta se bamboleaba con el traqueteo del tren, una gran muchacha rubia, ¿francesa, alemana, inglesa, sueca?, en suéter y bluejeans y grandes tenis blancos que, al parecer solamente acompañada de una grande y abultadísima mochila de excursionista y de una mandolina (sí, una mandolina, no una guitarra) colocadas a su lado en el asiento, dormía sentada, despatarrada, rodeada de su larga y esparcida cabellera pajiza invasora de parte del rostro, con la cabeza echada hacia atrás y contra el borde superior del respaldo, empuñando una mordisqueada barrita de chocolate en una mano colgante, la boca entreabierta dejando escapar una sutil respiración y burbujitas de saliva por los labios entreabiertos y levemente manchados de la parda golosina, y la espléndida garganta blanca palpitando serenamente y el peraltado busto muy ceñido por la delgada lana de un suéter negro moviéndose en rítmicos ascensos y descensos, “notas, claves, silencios, alteraciones” (diría Carlos Pellicer) que no disminuían la firme y perfecta forma de sus pechos: toda ella una imagen de inconsciente tentación y de inocente disponibilidad, la Bella Durmiente del Tren Expreso, la joven giganta más bella que en el poema de Baudelaire, la Venus de los Sleeping Wagons que se ofrecía a mi vista como a un suplementario tacto y que parecía pedir que se la abrazara, acariciara, besara, poseyera... actos que perpetré, por supuesto, en el mero espacio de la fantasía deseosa. Y, en fin, no dormí siquiera una hora, y “la del alba sería” cuando llegué a mi ciudad natal.
Un muy arraigado mito había sido para mí la ciudad de Santander, siempre idealmente vista en una especie de grabado al acero creado por una nostalgia apoyada en tan solo tres primeros años de mi niñez de los que no sé si podría aducir recuerdos certificados, pero sobre todo basada en lecturas sobre marinas ciudades del norte (como esa hermosa novela de Georges Simenon, Il pleut, bergère, en la que un niño desde un ventanal ve caer la lluvia interminable sobre los tejados de su ciudad de la Normandía francesa que para ti, mientras leías, iba volviéndose tu ciudad primera). En la nostalgia Santander era como un romántico puerto eternamente neblinoso, con barcos enormes y oscuros, sobrevolados por blancas y chillantes gaviotas, y una ciudad siempre rayada por la lluvia, de calles estrechas y retorcidas, de grises casas balconeras también apretujadas contra la montaña como guardándose del frío y la galerna. (“Bello Santander, ni de día ni de noche ha dejado de llover”, informaba melancólicamente una canción). Y cuando ahora, treinta y cinco años después, llegaba a una Santander no inventada por el recuerdo (aunque, sí, también de cierto modo reinventada, pues había sido rehecha en buena parte tras el gran incendio de 1941 que acabó con un gran número de sus calles y casas), resultó ser como una falsa pequeña ciudad suiza, un poco al estilo de Lausana, con un trazado claro, rectilíneo, con calles ascendentes y descendentes, con balcones encristalados mirando hacia el mar, con una viva, metálica y como intemporal luminosidad gris en los días nublados o lluviosos, y una luz sincera y cálida en los días, seis sobre siete durante mi estadía, en que un sol resplandeciente hacía relucir el azul marino y el verde montañoso.
Todavía me mareo al recordar aquellos seis únicos días de mi primer retorno a mi ciudad natal, toda aquella interminable serie de encuentros, visitas, abrazos, besos, reminiscencias, relatos y chismes familiares, todo aquel remolino de rostros y nombres y voces, todo aquel ir y venir de casa en casa de los Colinas y los Gurrías, toda aquella parentela innumerable fluyendo en dos familias-ríos que esparciéndose, bifurcándose, volviendo a reunirse, se extendían hacia abajo y hacia arriba en toda la escala económica, social, cultural y política santanderina en una inexaustible variedad de tipos, desde el gran burgués, director o algo así de los Astilleros, que ostentaba, enmarcado en la lujosa sala, un árbol genealógico confeccionado por algún vivales y certificador del quimérico señorío de De la Colina, hasta el sastre remendón y casi ciego que, coñodicente y con lágrimas en los ojos, se enorgullecía de conservar uno de los primeros carnets santanderinos de la Unión General de Trabajadores y de haber sido fusilado (aunque con balas de salva) y luego encarcelado muchos años por los hideputas franquistas, sin olvidar la tía del Ferrol que no pudo venir desde allá pero me hizo interminables y memoriosas llamadas telefónicas, ni la prima religiosa y enclaustrada, que por supuesto no llegué a ver y de la cual se decía que, en arrebatos de un misticismo de los que ya no usan, un par de veces había alcanzado el estado de levitación. Y de esa doble parentela cada día y cada hora surgían más ejemplares, más sucesivos, simultáneos, proliferantes, lejanos, inesperados y a veces inverosímiles Colinas y Gurrías, todos adelantándose hacia mí a darme, a la española manera teatral, el tierno abrazo quebrantahuesos, el cariñoso beso atronador. Durante muchas desveladas noches de semanas después, esos tan individuales rostros españoles que llevan escrita en rasgos y arrugas la propia e intensa biografía parecían girar en torno a mí, convirtiéndome en un insomne Funes el Memorioso. Qué infinidad de parientes que me harían rehén de su rudo afecto cántabro casi siempre expresado en pantagruélicas comidas o cenas, en las cuales, cuando no se evocaban entierros de rancios o frescos difuntos de la parentela, se describían minuciosamente otras notables comidas y cenas en las que a su vez, como en una infinita puesta en abismo, se hablaría de innumerables otras cenas y comidas y entierros. Ese cumplimiento vertiginoso de obligaciones con las desparramadas tribus de Colinas y Gurrías en un apretadísimo tiempo motivaría que retornara yo a París con kilos de más en mi persona y con una grande, dorada, olorosa y aún caliente tortilla de patatas envuelta en papel plateado y regalada por mi tía Angelines “por si no hay vagón restaurante”, pero sin haber cumplido con mi sueño ya de muchos años: pasar un día y una noche en el silencio y el misterio medievales y entre los dorados y musgosos muros de piedra de Santillana del Mar.
AQ