Que se reconozca a la traducción como un proceso creativo es buena noticia. El acceso a la literatura escrita en distintas lenguas nos permite entrar a mundos diversos y enriquece nuestra percepción de la realidad. De lo contrario, “viviríamos en provincias rodeadas de silencio”, diría el filósofo y crítico literario George Steiner. Entre esos mundos, nórdicos o galos, lusitanos o británicos, cuya literatura se ha vertido al castellano, han llegado a nosotros un buen número de autores notables de las letras rusas y griegas a través del trabajo de Selma Ancira. La traductora mexicana, con más de cuatro décadas de labor, fue reconocida con el Premio Nacional de Artes y Literatura 2022, una distinción que abre las puertas a ese gremio dedicado a la discreta labor de tender lazos entre culturas a través de la lengua. Conversé con Selma durante su corta estancia en la Ciudad de México y comparto aquí apuntes de una vida que gira en torno a tres alfabetos: ruso, griego y español.
Selma Ancira no tenía planeado dedicarse a la traducción. Estudiaba letras rusas en la UNAM y decidió aprender el idioma para meterse de lleno a la literatura y los autores que le interesaban. A muchos de ellos los descubrió cuando comparecían en casa, en las conversaciones de sobremesa. Su padre, el primer actor Carlos Ancira, la acercó a Chéjov, Dostoyevski, Bulgákov, y así marcó, de manera involuntaria, el destino de esa niña que lo escuchaba deslumbrada. “Ir a Moscú a estudiar ruso fue como acercarme a esa familia con la que había convivido desde chica”, comenta.
Estando en Moscú, sus planes a futuro se limitaban a enseñar literatura o lengua rusa en la UNAM, pero cómo hacerlo con tantos autores que faltan por traducirse en español, pensaba. Un buen día cayó en sus manos un paquete con hojas mimeografiadas. Contenía un libro: Cartas del verano de 1926, de Marina Tsvetáyeva, la correspondencia de la poeta con Boris Pasternak y Rainer María Rilke. Un funcionario de la agencia de derechos de autor de la Unión Soviética se lo había entregado advirtiéndole que no lo abriera en público, que lo leyera en casa, en soledad, pues la poeta no estaba avalada por el régimen. “Me encerré en mi cuartito de tres por tres metros en la residencia estudiantil donde me hospedaba”, cuenta Selma, “y tras haberlo leído, enloquecí. Pensé que debía darlo a conocer en español. Fue un deseo imperioso”. Sin ser traductora, pidió premiso al funcionario para traducirlo. Él accedió con la condición de que buscara al hijo de Boris Pasternak para que la ayudara, porque debía conocer la historia, los lugares, las atmósferas de esa Rusia. “Fui a casa de Pasternak. Su hijo no entendía que una chica tan joven y con el pelo hasta la cadera fuera a consultarlo. Me dijo que sí. Entonces traduje el libro con su ayuda y, muy importante, también con la asesoría de Sergio Pitol, agregado cultural de nuestra embajada en Moscú”. Una vez terminada la traducción, Selma viajó a México. Con una carta de recomendación de Pitol, fue a ver a Arnaldo Orfila, quien había formado la editorial Siglo XXI. “Orfila me dijo: ‘Muy bien, mi hijita, vamos a publicarlo’, y esa frase marcó el nacimiento de Tsvetáyeva en español. Fue tan grande, tan intenso, tan profundo, el placer de traducir ese libro, de recrearlo en español con los instrumentos que me da mi lengua, recrear esas imágenes, esas situaciones, esa problemática, ese mundo, que ya me seguí de largo y llevo cuarenta y tantos años traduciendo”.
Después fue el griego, porque “una géminis necesita esas dos partes”, dice Selma entre risas. “Son dos mundos muy distintos que se complementan, toda esa profundidad del mundo ruso dostoyevskiano en contraste con ese amor por la vida en el mundo de Kazantzakis. Cada lengua es una puerta a mundos inagotables que enriquecen tu propia manera de ver y entender la vida”.
Le pregunto a Selma si estar en los lugares, conocer los ambientes en los que transcurre la vida o las historias de los autores a quienes traduce, hace alguna diferencia al trabajar el texto. “Por mi manera de ser, emocional”, responde, “sí necesito haber caminado los lugares, haber visto los colores, probado los guisos. Creo que lo detonó esa primera traducción con el hijo de Pasternak. Ir por Moscú viendo los sitios por los que él había caminado o por donde había estado Tsvetáyeva fue una escuela. A partir de ahí intento hacerlo con cada libro que traduzco, porque de otro modo encuentro palabras huecas de sentido. Por ejemplo, Yásnaya Poliana, el lugar donde nació Tolstói. Si me lo digo como traductora, es un conjunto de letras que no representan nada; en cambio, si ves la casa donde nació, el sillón de cuero donde lo parió su madre, el lugar donde guardaba su diario, el piano que tocaba, esa palabra se llena de contenido. Lo mismo al hablar de la muerte. Astápovo es un pueblecito en la mitad de la nada, donde Tolstói tuvo que bajar de un tren de tercera clase porque se enfermó y toda esa historia. ‘No se puede escribir de lo que no se conoce’, decía una de las escritoras a quien he traducido. En mi opinión, traducir es escribir. Entonces, no se puede traducir de lo que no se conoce”.
De vez en cuando encontramos palabras para las que no hay un equivalente en la lengua de destino. ¿Cómo solucionarlo? “Hay un denominador común en todas las almas”, afirma Selma. “La alegría puede expresarse de una manera en Rusia, de otra en Grecia y de otra en México, pero finalmente es alegría. Algo que me ha costado trabajo traducir, por ejemplo, son los nombres de la nieve: si es aguadita, si está más derretida, si es densa. En ruso tienen nombres, pero para nosotros es solo la nieve. Entonces vas tratando de describirlas porque son realidades ajenas a nosotros. Y al revés, hay cosas que te permite tu idioma y que probablemente no le habría permitido a Kazantzakis o a Ritsos o a María Iordanidu. Yo utilizo lo que me da mi lengua para recrear desde el español lo que ellos hacen en sus lenguas”.
Hay traductores muy apegados al texto de origen y otros que trabajan con mucha libertad. Octavio Paz, por ejemplo, en ocasiones hizo su propia versión de un poema, más que una traducción fiel. Otro caso, entre muchos, es el de Tsvetáyeva que, me cuenta Selma, tradujo cinco poemas de Federico García Lorca al ruso. “El poema de Lorca tiene seis versos y el de Tsvetáyeva, 26. Es el mismo poema, ella lo rehace, lo reescribe, pero lo importante es que en esas 26 líneas está la esencia de García Lorca. Creo que un traductor literario tiene que darse sus libertades. Es como el funambulista que va en la cuerda floja. De un lado tienes a tu autor, su texto, y del otro, a tu futuro lector. Si vas palabra por palabra o muy pegado al original, esa traducción no se va a leer porque estás privando al texto del espíritu y el alma del autor. He comentado muchas veces que el arte de la traducción literaria está en ese frágil equilibrio entre respetar al autor y respetar al lector para darle una obra de arte que valga la pena”.
Desde esta perspectiva, para Selma, cada libro de cada autor es un desafío y así lo ha vivido. “Hay libros que me han dado mayor dificultad porque tienen palabras que ya no se usan y no están registradas en los diccionarios. Otros, como los de Tsvetáyeva o Tolstói porque son difíciles en su estilo. Tolstói, sobre todo en los últimos años, porque como ya estaba en plan de profeta tenía que repetir la palabra para que le llegara al lector. Ahí es donde el traductor va por la cuerda floja. Si yo repito 40 veces una palabra en un párrafo, el lector avienta el libro a la chimenea, pero no puedo dejar de repetirla porque traiciono el estilo del autor”.
Entre los síntomas y secuelas que deja el trabajo de una traducción de largo aliento, como las que hace Selma, es que, al cabo de un tiempo, se presenta un proceso de transfiguración donde el traductor encarna al autor. “¡Te vuelves el autor, vives su mundo, sientes como él!”, reacciona Selma. “Esto a veces me asusta, porque te vuelves el personaje escritor para poder hacerlo, si no, cómo. Por eso intento barajar, termino un ruso y me voy con un griego, porque son universos difíciles. Ahora voy a publicar en la Universidad Veracruzana un libro hermoso de Tsvetáyeva. Son cartas, pero realmente es una crónica del exilio que vivió, primero en Checoslovaquia y luego en París. Es un libro difícil porque pasó por unas penurias tremendas, entonces me lo tomo con calma. En cambio, cuando traduje Zorba el griego, que es un canto a la vida, veía el mundo con colores brillantes y con ganas de disfrutar cada minuto. No sé si es falta de carácter, pero mis autores se apoderan de mí”.
Entre más de cien libros traducidos del ruso y el griego, ya sea poesía o prosa, además de una treintena de obras de teatro, no es difícil descubrir que los dos grandes amores de nuestra traductora son Marina Tsvetáyeva y Lev Tolstói. Ella lo acepta con agrado. “De Tolstói, amo su paso por el mundo, el camino que recorrió en su vida, el desarrollo espiritual. Él nació conde, sus abuelos mandaban a lavar las sábanas a Holanda. De joven era cazador, fumador, borracho, jugador —yo creía que solo Dostoyevski—, pero Tolstói perdió la casa en la que nació jugando a las cartas. Luego, esa persona arrogante de la adolescencia y la juventud se vuelve un apóstol del pacifismo, elige ese camino para convertirse en una persona mejor. Eso me seduce, me contagia, me hace a mí misma intentar ser mejor. Además, está la genialidad de percepción, porque de un plumazo es capaz de describir una situación, un mundo entero. Por otro lado, Marina Tsvetáyeva es absolutamente genial, tiene una pluma extraordinaria. Sus diarios son una obra de arte, sus cartas. Me gusta también su paso por el mundo, esa arrogancia y esa valentía de ir en contra de todo y de todos, incluso de sí misma, aunque en su momento no se daba cuenta”.
Después de tantos años ligada a escritores rusos, recorriendo el país, conociendo a su gente, le pregunto a Selma qué ha marcado a este pueblo. “Me atrevo a pensar que el clima”, dice. “La dificultad de vivir ocho meses enterrados bajo la nieve hace algo con el espíritu. La oscuridad en invierno. A las 10 de la mañana es de noche y a las 3 de la tarde es de noche, tienes escasas horas de luz. A veces, encerrada en la universidad, no veía la luz del día durante semanas. Creo que eso modela una manera de percibir el mundo. Luego, la propia historia de los rusos, el zarismo, la revolución, todo esto marca la manera de entender la vida, de verla, de percibirla y tratar de vivirla o de sobrevivir en determinadas condiciones. Y cada libro es una experiencia de ese tipo. En la literatura rusa, incluso los textos pequeños de Tolstói como Historia de un caballo te hacen entender la vida. Es una literatura riquísima, muy hermosa. Siento ahora, después de cuarenta y tantos años dedicada a este oficio, que mis autores me han moldeado. El camino que he recorrido ha sido inspirado o alentado por mis autores. Además, de todos los libros que he traducido me he enamorado en algún momento, porque he tenido la libertad de elegirlos. Excepto Kallifatides, la mayoría han sido descubrimientos míos y eso me hace feliz. Me identifico tanto, que no podría dedicarme a un libro que no me gustara. Necesito estar enamorada”.
Al recibir el Premio Nacional de Artes en Lingüística y Literatura, en su breve discurso, Selma Ancira citó a José Emilio Pacheco: “El inconmensurable mar de la literatura es movido por las traducciones del mundo”. “El papel que desempeña la traducción literaria en el mundo de la cultura es importantísimo. Por eso comencé con palabras de José Emilio Pacheco y terminé con las de Octavio Paz: ‘La obra escrita y la obra traducida están en un mismo nivel creativo’. Que se reconociera en Bellas Artes, en los premios nacionales, que la traducción tiene un nivel de creación literaria es un momento histórico”.
AQ