Pocas autoras latinoamericanas han profundizado en la masculinidad como la argentina Selva Almada (Villa Elisa, Argentina, 1973). A través de la que ella misma define como su “trilogía de los varones”, conformada por El viento que arrasa, Ladrilleros y la recién publicada No es un río (Literatura Random House), la narradora navega entre códigos y comportamientos de hombres más que para trastocarlos, con el objetivo de intentar descubrir su raíz.
Fiel a una oralidad que encuentra en Juan Rulfo a una de sus mayores influencias, Almada articula una narrativa que reivindica los escenarios rurales para subvertir normas y prejuicios.
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—Uno de los rasgos que definen No es un río, y en sí su ficción, es el respeto a la oralidad, ¿de dónde viene este interés?
Me gusta mucho Juan Rulfo, es el maestro latinoamericano en el arte de transformar la oralidad en una poética. El respeto en términos de palabras o giros dentro de esta tradición me interesan para aportar musicalidad, incluso por encima de la verosimilitud. Reconozco que la conciencia de esto la he tomado sobre la marcha. Al principio los modismos aparecían sin querer y como parte de los recuerdos de mi infancia. Ahora están incorporados a mi poética y es verdad que en No es un río lo llevé todavía un poco más lejos.
—Me sorprende que no mencione a Martín Fierro…
Sí, es un libro fundacional para la literatura argentina, pero el autor no era gaucho y había una intención de desnaturalizar a un personaje de cierta región del país desde una perspectiva académica. Mi relación con el lenguaje oral nace de mi propia experiencia, aunque es verdad que termina transformándose en una intención política. Hay un prejuicio en la literatura argentina respecto a las literaturas del interior, una idea clasista de que los personajes de clases bajas no pueden ser complejos dramáticamente. Mi intención como escritora pasa también por subvertir ese tipo de ideas.
—Ha llamado El viento que arrasa, Ladrilleros y No es un río, la trilogía de los varones. ¿Cómo definió la perspectiva de las novelas?
Fue algo natural. Cuando empecé El viento que arrasa no tenía un plan de obra, de hecho, ese libro en principio fue un cuento y después derivó en mi primera novela. Casi sin querer me vi envuelta en las masculinidades, la paternidad y las relaciones de esos hombres con dios, quien, si pensamos, es el gran macho de la historia occidental.
—Aunque en Ladrilleros la indagación en ese universo es más evidente.
Sí, Ladrilleros la comencé a escribir poco después que El viento que arrasa… tienes razón. La novela nació a partir de una anécdota que me contaron. Las plumas del machismo se desplegaron tras el duelo a cuchillo del principio. Lo obvio habría sido que la pelea fuera por una mujer, pero no quise caer en el lugar común y por eso el trofeo es un hombre. En un contexto urbano quizá no llama la atención, pero en un ambiente rural donde el machismo está más acendrado, no es lo normal.
—¿Por qué si las dos primeras novelas fueron escritas casi enseguida, entre Ladrilleros y No es un río pasaron más de cinco años?
Apenas terminé Ladrilleros, escuché la anécdota con que abre No es un río, para entonces ya tenía claro que sería una trilogía. En medio se atravesaron Chicas muertas y el libro de notas de la película Zama, así que dejé la novela en reposo. Cuando la retomé no me gustó y empecé a buscar otra forma y tono. La historia se destrabó cuando comencé a rebotarla con mi editora.
—¿Qué le aportó la cercanía a Lucrecia Martel durante el rodaje de Zama?
Soy admiradora de su obra y sus atmósferas. En sus películas el sonido es muy importante. Ahí hay una conexión con mi interés por la oralidad.
—Chicas muertas es un trabajo de denuncia sobre los feminicidios. ¿Cómo lidia su activismo con su literatura?
No es un río me obligó a estar muy atenta a eso. Las novelas anteriores gozaron de mayor libertad dado que era una escritora y activista totalmente desconocida, pero la tercera me obligó a ser muy cuidadosa para que el panfleto no se colara en la trama. Necesitaba seguir siendo fiel al universo masculino sin señalarlo o juzgarlo para no quitar complejidad a los personajes.
—Durante el periodo en que escribió No es un río hubo un brote feminista importante en Latinoamérica.
Sí, por eso Chicas muertas está escrita en un género abiertamente de denuncia como es la no ficción. Huyo de la novela que desde el principio exhibe su ideología. La ficción es otra cosa, no te permite anteponer la moraleja o tu posición del mundo antes que la trama porque entonces te vuelves panfletaria. El ensayo, la entrevista o la no ficción, son ideales para las reflexiones abiertas o más explícitas. Todo el tiempo intento que no se me escape la liebre en este sentido. No me interesa colar el feminismo en la ficción.
—Al abordar la masculinidad y cuestionarla, ¿hay una intención por interpelar al hombre?
La verdad no sé si los lectores varones se sienten interpelados. El camino de la deconstrucción es largo y arduo, en ese sentido no soy muy optimista. La misoginia está tan enquistada en la cultura latinoamericana que faltan años para desterrarla, aun así, me gustaría pensar que sí hay una reflexión entre los varones para no perpetuar el machismo. Creo que cada quien desde el rol que ocupa en su trabajo, familia o grupo de amigos, tiene la posibilidad de aportar un granito de arena para cambiar las cosas.
—Ahora hay un abanico de autoras latinoamericanas, entre ellas usted, que sí apuestan por la reconstrucción el canon y trastocar la misoginia por medio de la literatura
Sin duda hay escritoras importantes que también son activistas, pero lo más importante es su enorme calidad literaria. Por supuesto el mercado es muy vivo y de inmediato aprovecha la coyuntura para crear un nicho editorial. Hay que estar atentas a eso sin demeritar la calidad que hemos visto durante la última década. Me parece admirable el trabajo de Fernanda Melchor respecto a la oralidad. Gabriela Cabezón Cámara consigue un retorcimiento del lenguaje sensacional. Creo que muchas de estas autoras permanecerán por su obra.
ÁSS