Como muchas otras cosas definitivas, debo a mi padre, también profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, el primer acercamiento a la palabra y la persona de Sergio Fernández. Unas vacaciones decembrinas en Veracruz leí, deslumbrado, su prólogo a las Novelas ejemplares de Cervantes, en la edición de Sepan Cuantos, obsequio de mi padre. Más tarde aprendería, en lecturas más profundas del mismo texto, que un prólogo representa una enorme responsabilidad y que su hechura —original y propositiva— demanda artes tan exigentes como las de un poema, silogismos tan precisos como los elementos de un poema. En la relectura de la prosa crítica de Sergio Fernández no dejamos de asombrarnos y conmovernos, del mismo modo en que sucede con la reincidente sonata de Mozart.
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Como pasaban los semestres, y mi padre se dio cuenta de que yo no tenía remedio, y que de las letras iba a depender la perdición o la gloria, me dijo: “Busca a Sergio Fernández. Profesores vas a tener muchos, y muy buenos. Maestros, pocos. Sergio Fernández es uno de ellos”. Para tratar de comprender aquel consejo, acudo al inevitable Diccionario de autoridades, que me dice: “Profesor: El que ejerce o enseña públicamente alguna facultad, arte o doctrina. Maestro: el que sabe o enseña cualquier arte o ciencia. La distinción la hace la palabra saber. El maestro sabe, no sólo acerca de su materia, sino cómo enseñar, formar, transformar. Deformar. Reformar”.
Llegué al Seminario de Crítica Literaria de Sergio Fernández con fascinación y terror. Advertencias las tenía todas, pero las sorpresas no dejaron de ocurrir. El Seminario era una arena de circo romano cuyos participantes habían leído todo y todo lo habían padecido. Merecían, entonces, disfrutar su señorío ante el arribo de la nueva e inocente víctima. El Seminario consistía en presentar nuestro proyecto de tesis y defenderlo. En aquellas pruebas constantes, inclusive los más duros lloraban. Todos salíamos con la plena convicción de que nada teníamos que hacer en esa Facultad y que Balzac tenía razón cuando afirmaba que la literatura es una tarea imposible. Sin embargo, necios y obstinados, regresábamos por más. Más golpeados salíamos. Pero también más limpios y orgullosos. En ese entonces, Sergio Fernández hablaba poco. Permitía que sus alumnos más brillantes y avanzados condujeran las sesiones y probaran las armas que habían ganado en buena lid. Sin embargo, cuando la marcha se atoraba o la víctima en turno atrevía una barbaridad, el maestro hacía uso de la palabra. Una sola de esas clases equivalía a un semestre. Su exposición, elegante y precisa, lúdica y erudita, iluminaba nuestra precaria tiniebla, trazaba cartografías y constelaciones para que nosotros piloteáramos nuestra propia nave.
Sergio Fernández y su seminario me rescataron de las aguas oscuras de la terminología de un océano que si ahora respeto, en ese entonces amenazaba ahogarme. Me enseñó que la literatura es esencialmente vida y que diseccionarla equivale a matarla y que, como en el amor, debemos cuidarla y procurarla, sin sepultarla prematuramente. Fue él quien me animó a escribir mi tesis de licenciatura sobre Luis Cernuda, cuando el soberbio andaluz no gozaba de la merecida fama pública que ahora lo ha convertido en un poeta sin tiempo.
Exclusivas y celosas, la escritura y la docencia reclaman la atención absoluta de sus potenciales iniciados. Con todo, existe una estirpe que parece haber descubierto el antídoto para permitir la feliz y durable convivencia del doctor Jekyll, que en el aula piensa y enseña a pensar, y el señor Hyde que, orgullosamente solitario, explora los probables caminos para el laberinto inagotable que llamamos hombre. A esa extraña especie pertenecen el doctor Fernández y el señor Sergio. Semejante dualidad no es fácil y pocos han podido, como él, mantenerla con tanta honestidad como fortuna. Ser escritor es construir un mundo del cual se duda a cada instante. Ser profesor es construirse en la conciencia de los otros.
Seguimos a nuestros profesores y hallamos a nuestros maestros. Del mismo modo en que de niños descubrimos que nuestros padres hacen el amor como el resto de los hermosos animales, nos vamos enterando de que nuestros maestros existen en otro ámbito: que hacen libros y luchan y padecen y hallan el tiempo para capitanear un aula y prolongar la lección en la mesa de café, tras las rejas de la prisión o en la cama de hospital. Sergio Fernández es de esta clase de criaturas que sabe que la responsabilidad del maestro no termina una vez que se fecha el libro terminado ni cuando el reloj dice que es la hora de salida. La estética de su prosa y de su cátedra es más durable e invencible en la medida en la que está fundamentada en una ética autoimpuesta y exigida a los otros.
Al igual que muchos otros, me acerqué a Sergio Fernández con la conciencia de que iba a encontrarme con uno de los más auténticos y rigurosos maestros de nuestra Facultad y con uno de los escritores más originales y diferentes de nuestra literatura: atestiguaba el milagro de un alumbramiento distinto: el lenguaje se trenzaba en forma de una red anhelante de atrapar la energía del deseo y sus múltiples, prodigiosas quimeras. Entre innumerables interpretaciones, Los peces es un tratado sobre la pasión; retraso y consagración del instante a través de las mejores palabras, afiladas en el esmeril de un hombre de genio antes que de ingenio, como quería el maestro Gracián, tan caro a Sor Juana como a Sergio Fernández.
A la luz de Los peces se explica la concepción amorosa de Sergio Fernández y a la luz poderosa, implacable del amor se explica todo su proyecto escritural. No el amor como emoción espontánea, sino como refinada domesticación de las pasiones, geografía de la criatura miserable y sublime dentro de la cual gozamos y sufrimos. Cualquiera puede ir a Roma y descubrir a una muchacha a punto de ser seducida por un sacerdote. Solo el escritor de genio es capaz de explorar los túneles del encuentro, y hacer de Roma escenario de la perdición y la gloria. En la persona de la muchacha sin nombre, Daisy Miller regresa a Roma para continuar la interminable espiral del lenguaje iniciada por Henry James.
Entre varios inolvidables encuentros con Sergio Fernández, me quedo con una entrevista que me concedió hace varios años, para hablar de su obra narrativa. Cito de memoria, para creer más en el amor que en el conocimiento, o, más bien, para creer en el conocimiento que da el amor. Entonces me habló del texto que vulnera, de la metáfora como un vampiro y del hermetismo cuya meta final es la transparencia. Si recuerdo todo esto sin necesidad de acudir al texto, es porque esas tres enseñanzas han sido definitivas para mi manera de comprender la literatura y, por tanto, de comprender la vida. Aplicadas a Los peces, los tres elementos de su poética encuentran instantáneamente su equivalencia. Al enfrentar esa novela, Sergio Fernández se sumó a la negativa de escribir “La marquesa salió a las cinco” y decidió examinar el drama oculto bajo la anécdota, borrada y superada por la manera de decir. De ahí su escritura exasperante, garra enguantada en terciopelo. Nada sucede y todo es modificado. Una muchacha camina por Roma. Nimbada por el deseo, es el vampiro que trasciende el tiempo, ese enemigo que nos alcanza con la muerte del ángel y al adquirir conciencia de nuestra fugacidad. Como la de Segundo Sueño, la de Los peces es una escritura difícil y hermética, pero no imposible. El verdadero amor no es privilegio de tontos y lo mismo ocurre con la literatura. Si la realidad es canalla, al escritor —y a sus lectores— nos queda el lenguaje como ámbito para buscar la libertad, aunque ésta sea, como quería André Gide, una sucesión de cárceles, esas prisiones donde nada nos puede impedir soñar y construir, conspirar y viajar alrededor de la alcoba.
Los peces apareció en 1968, cuando una nueva realidad exigía nuevas palabras para ser designada. A partir de entonces, supimos o recordamos la vieja verdad de que la plenitud es un trabajo arduo y que el conocimiento prospera para la imaginación. También en ese 1968, Sergio Fernández nos advertía en el prólogo a Retratos del fuego y la ceniza: “Pues la felicidad no le importa a la literatura, como tampoco la placidez o el bien por sí solos, sin ningún aleatorio”. En efecto, la literatura no es la felicidad. Más bien es la más inexplicable y refinada forma del masoquismo pero, una vez aceptado, es el más noble de los caminos hacia la verdad.
He titulado estas palabras “La lección del maestro” en homenaje a una breve y hermosa novela de Henry James, cuyo descubrimiento debo también a Sergio Fernández. Porque si varias son las enseñanzas, una sola es la lección del maestro. Como Henry St. George a su discípulo Paul Orvet, Sergio Fernández nos brinda una permanente lección de inconformidad ante lo inmediato, lo comodino y lo efímero y nos lanza en pos del absoluto. Podemos fracasar en la búsqueda, pero nada nos quitará la gloria del intento.
Imán poderoso y atractivo, el maestro logra que seamos obediente acero. No creo equivocarme al utilizar la primera persona del plural, Sergio Fernández nos ha hecho sufrir. No está de más recordarlo una vez más: el amor tiene alto precio y más todavía el buen amor. Si nos ha hecho sufrir ha sido para aumentar el conocimiento de nosotros mismos, porque solo así podremos saber que vivir es escribir con todo el cuerpo y transmitir a nuestras futuras víctimas —nuestros alumnos que al mismo tiempo serán nuestros vampiros— sus efectos devastadores. Las letras y su ejercicio exigen y admiten adjetivos que comienzan con la misma letra: irremediable, imposible, inevitable. Insustituible. “La belleza ha de ser convulsiva o no ser” nos enseñó André Breton. También Sergio Fernández. Para qué la belleza si no nos cimbra, nos transforma y nos ayuda a imprimir con tinta indeleble la nota de nuestro breve paso en el planeta. Gracias, maestro, por esa permanente e interminable lección de vida.
ÁSS