Sergio Hernández: el sueño del ajolote

Arte

La reciente magna exposición sobre la obra del pintor oaxaqueño en El Antiguo Colegio de San Ildefonso incita el recuerdo y la reflexión sobre nosotros mismos, sobre nuestra identidad.

Sergio Hernández, artista plástico, frente a una de sus obras. (Foto: Javier García)
Jovany Hurtado García
Ciudad de México /

El pincel de Sergio Hernández nos transporta al espacio de la memoria. Lugar que es transgredido para retratar la realidad de su pesadilla. Su obra, en conjunto, nace de la pesadilla y eso se refleja en los destellos de sus colores dorados, azules, rojos y plateados.

Su obra seduce a la mirada, y le exige ir más allá. Se penetra debajo del color que cubre un rostro desdibujado y se encuentra con un cuerpo enterrado o con un alma que escapa del cuerpo que ha sido perforado por la bala. Basta ese momento de seducción para formar parte de la obra que exige el diálogo permanente.

¡Mírame! Dice el cuadro, y no es bastante: ¡Mírame bien! Vuelve a repetir, y lo grita desde las profundidades de la historia. Ahí donde la palabra escrita no es suficiente, se necesita el trazo que nos demuestra el pasado —que existió y nos pertenece— nunca desligado de nuestro presente. La imagen se nutre de la realidad-mito de la creación; ese mundo irregular que busca su forma: el jaguar que devora a un esqueleto rojo, que es nuestro ancestro y somos nosotros. Nos vemos reflejados en la creación de nuestro pasado; animales que deambulan por un mundo que esperan conquistar. Sin darse cuenta que han sido capturados, desde el primer momento, por el poder de esa naturaleza: destructora y encantadora a la vez.

El pintor oaxaqueño nos lleva a su pesadilla, oscura y con trazos luminosos. Esas líneas blancas son el trazo de la imaginación que se contrapone a la ignorancia. Por ello rescata los códices, nos los presenta. Para Hernández la pintura ya no es el privilegio de unos cuantos; rompe con esa falsa idea y democratiza la información. El códice desconocido se mostró en el Colegio de San Idelfonso y se abrió frente al curioso que observó cómo se rasga el telón negro de la pesadilla y aparece la luz —la línea blanca que rompe con la oscuridad— y como estrellas en el cielo surge la constelación de nuestro origen milenario. Sergio Hernández nos saca de la caverna y nos dice: eso somos, por la simple razón que de ese lugar y de ese tiempo, nuestro cronotopo, provenimos.

¿Y qué miramos? ¿Dónde están nuestros ojos? La pintura nos confronta y nos hace sentir que nada es como lo hemos pensado, vivíamos creyendo que sabíamos. Aquel cuerpo de dos cabezas ha sido teñido del negro y rojo de una realidad construida con sangre y dolor. Aquel ser deforme nos mira desde el ombligo, porque ahí está el centro de la naturaleza. Es la raíz de lo que somos. Nos anuncia la creación y nos sabemos vigilados. Hemos sido arrancados del lugar que pisábamos y flotamos en otro espacio, ya no el nuestro sino el de la imaginación, perturbadora y así como aquel indígena que está sentado, quien sangra de la cabeza y tiene el hueco del ojo, que ahora es un espejo donde se mira, así estamos nosotros frente a ese espejo. ¿Nos miramos? Sí, y nos da miedo ver lo que somos: Seres mitológicos y deformes, inconformes con lo que vivimos. El ojo-espejo nos nuestra a nosotros y retrata eso que está afuera y que creíamos nuestro; lo que nos pertenece vive dentro, es lo que el ojo nos muestra. Nadie se atreve a mirarse porque se encontrará con un monstruo deforme y sin sentimientos. ¿Qué hace quien mira esa pintura?: ¿Correr o aceptarse como ahora se ve? No importa la decisión, el pintor logró su tarea: nos trasladó a su obra, nos hizo parte de su pesadilla.

Sergio Hernández rompe el mito cuando traza a Juárez y nos deforma su imagen. Ya no es el Juárez de la historia de bronce, ese no existió. Aparece el hombre que comparte nuestros defectos, nuestros anhelos y nuestras ambiciones. El hombre-mito y el hombre-animal, que se encuentra con la muerte; se oculta para lograr una metamorfosis —parecido a lo que le sucede a Gregorio Samsa— que trasgrede la realidad e invita a una nueva reflexión: ¿Qué realidad deseamos asumir? Ninguna, porque la realidad no existe, por ello el pincel traza una y otra, todas distintas y contrapuestas. Todas ellas son sueños y son imaginación, por lo cual no se pueden controlar; son territorios, ambos, de la libertad. No hay límite posible. Se juntan, se forman y deforman y siguen presentes, esperando a ser trastocadas. La pintura entonces juega con la memoria y revela que es cambiante y lo que proyecta es siempre distinto. Jamás la imagen será la misma.

Estamos frente a una obra que juega con la mixtura de las formas, las técnicas y los colores; que tiene un sentido profundo, ya que no nace de la nada. Existe en su trasfondo la lectura y la investigación, la necesidad de aproximar la técnica a la forma que proyecta al espectador. Esa forma nueva de literatura que es la obra de Sergio Hernández, quien no olvida los azules de Oaxaca, ni los rojos encendidos de nuestro México. Nos lleva al sueño de su Leviatán, y miramos la constelación de un animal que brilla y parpadea. Está vivo y en movimiento. Se acerca al espectador y sus colores destellan. Es un Moby Dick que va y viene invitándonos a soñar; a ser ajolotes que sonríen porque están viviendo a través de la pesadilla de Sergio Hernández, que es la realidad nuestra; de la cual no podemos escapar porque somos, ya, parte del sueño del ajolote.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.