Después del color solar, carbonizado, de Rufino Tamayo, compuesto por medio de una geometría figurativa, simple e irónica; después del surrealismo “naíf” de Rodolfo Morales y del lujoso modernismo arcaico del casi olvidado Rodolfo Nieto (no hay dónde ver su obra); y luego de la proteica y avasallante proliferación animalista de Francisco Toledo, podría parecer sumamente difícil encontrar otra experiencia de tales proporciones. Y, no obstante, sí la hallamos. Y cada día que pasa sabemos más —y mejor— que es un filón inagotable.
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Sergio Hernández es su avatar actual. Su obra, que se nos ofrece con una fuerte unidad, salta de la majestad del color a la risa de los dibujos en garabato; muda del rojo cochinilla al azul cobalto; brinca del negro cósmico al dorado beato de Giotto; avanza desde los tonos variados, en violento contraste, hasta la blancura sutil del mármol romano o la floración japonesa; retorna a la complejidad de los pigmentos que están abajo, en la tierra, y se arroja a la diversidad de la línea que está arriba y es aire. Sí, hay una transformación azarosa de materias en una parte de sus cuadros, pero también hay, como dijo Xavier Villaurrutia, “la fiebre de una mano/ que se atreve” y pone en la intimidad del cuadro su yo insoslayable. En una contienda donde pintura y dibujo crean una especie de apocatástasis, de regreso al germen monstruoso de todas las cosas y de todos los seres, surge la mudez de lo trágico. En el centro, si es que podemos hablar de un centro en esta obra, contemplamos la apropiación-trastrocamiento del Cristo de Grünewald (no es la única apropiación, hay otras también de raigambre clásica). La torva, zafia, facinerosa cara de Cristo —casi el rostro de un delincuente— que encarnó la mano del pintor alemán en 1516, cobra, en el tumulto feroz y cruento que rodea la Pasión en los cuadros de Hernández de 1924, la fuerza de lo que nada más podemos descubrir en medio de la hondura, la confusión y el camino extraviado. Y eso es con lo que nos topamos de frente. En su extraño carácter abigarrado, en su barroco convulso, en su minuciosidad terrible, en la velocidad del dibujo y en la lentitud de la pintura —en oposición o sobreposición— aparece una desconcertante pureza. El efecto del color esfumado en manchas, la vehemencia de la línea y el poder del fondo negro o de una coloración hegemónica recrean, en el dolor o el placer, una virginidad.
En el pequeño texto que Julio Cortázar escribió sobre Rodolfo Nieto, bajo la urgencia de revelar el enigma del “búho-sapo, del búho-sapo-hombre”, se preguntaba “¿Cómo decirlo sin traición?”. De la misma forma, podríamos decir que la dificultad al hablar de Hernández estriba en mentar, sin infidelidad, el sentido evidente y la clara pluralidad de esta rara alianza de mancha y garabato. Tal vez la solución se halla en preguntarnos ¿a quién le habla Hernández? ¿Quién le habla a él? Y en un grave-alto rumor original, del bajo al tenor —o a la inversa—, escuchamos-vemos la respuesta. Qué suerte recibir este obsequio del Colegio de San Ildefonso.
AQ