Severo Ochoa: el laboratorio como un santuario

Mis días con los Nobel

El científico de origen español aisló una enzima de la bacteria Escherichia coli y, a partir de ella, sintetizó el ARN y el ADN, un avance considerable en la posibilidad de descifrar el código genético de las especies vivas.

Severo Ochoa, Premio Nobel de Medicina 1959. (Archivo)
Carlos Chimal
Ciudad de México /

Lo conocí en una época en que la divulgación científica era considerada una práctica ociosa, algo propio de “leños muertos”, es decir, investigadores que han fracasado en su disciplina y voltean a la escritura, u otro medio de comunicación, para hacerse notar, algunos con torpeza, otros con fortuna. “Sé de qué me habla”, comentó el profesor Ochoa, mientras desayunábamos en un pequeño restaurante del barrio neoyorquino de East Village, “son personas que no aprecian el desafío, en el fondo desprecian la literatura y sobreestiman su ego, en busca de una fama pírrica. Es serendipia lo que permite a uno estar en el sitio adecuado, en el momento preciso. Esto abre el panorama y deja ver donde otros apenas alcanzan a atisbar, en el mejor de los casos. Así te conviertes en un pionero, y entonces puedes experimentar la indescriptible emoción que provoca descubrir fenómenos naturales. Si no se comprende ese sentimiento, es imposible divulgar”.

Severo comparte sus recuerdos. Ha caído la noche en la Gran Manzana, el viento sopla con fuerza, el frío arrecia. De pronto, el espectrofotómetro comienza a moverse en la dirección esperada. Aún duda. Enseguida se da cuenta de que la realidad puede convertirse en un eco fiel si cada vez que formulas mal una pregunta, entiendes lo que sucede. Abandona, eufórico, el pequeño cuarto donde se encuentra el aparato detector, va gritando: “¡Venid, venid a ver esto!”. Luego mueve la cabeza, ríe para sus adentros. Comprende que a esa hora de la noche todo el personal del laboratorio se ha ido a descansar.

En el libro del periodista Marino Gómez-Santos, Severo Ochoa. La emoción de descubrir (1993), hay un capítulo intitulado “Tras la sombra de Cajal”. Cuando le pregunté sobre el único otro español premiado por la Academia Sueca, Severo estaba lejos de dictar sus memorias, pero recuerdo que expresó una sincera admiración hacia el fundador de las neurociencias. Si bien pudo haber seguido este camino, inexplorado, fascinante, prefirió realizar un proceso de inmersión en otra realidad igualmente inédita y apasionante, la bioquímica.

Los procesos enzimáticos fueron lo suyo, en un momento en que Watson y Crick habían demostrado el poder del análisis físico-químico sobre los procesos vitales. Consiguió aislar una enzima de la bacteria Escherichia coli y, a partir de ella, sintetizó el ARN y el ADN. Eso significó un avance considerable en la posibilidad de descifrar el código genético de todas las especies vivas, lo cual se empezaría a lograr décadas más tarde. “Me encontraba muy animado”, dijo, “así que me interesé en los mecanismos de replicación de los virus que poseen ARN como material genético y me adentré en las etapas fundamentales del proceso”. Por ello ganó en 1959 el Premio Nobel. Me habló de una época entrañable, cuando vivió en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Ahí conoció a Federico García Lorca, Salvador Dalí, Luis Buñuel. También se cruzó con Miguel de Unamuno y Gregorio Marañón. Recordé el libro de Pedro Laín Entralgo: Cajal, Unamuno, Marañón. Tres españoles. Tres que bregaron para entender y ayudar a la humanidad.

Según me confesó, se sintió expulsado de su país natal debido a la falta de una infraestructura de calidad, que únicamente existía en Estados Unidos. No obstante, intentó quedarse en Europa, peregrinó por algunas instituciones, hasta que se instaló en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York. La pregunta no era por qué salió de España, sino qué lo orilló a adoptar la nacionalidad norteamericana. “Porque la dictadura y yo no congeniamos desde el primer minuto”, respondió, enfático. Al mismo tiempo, defendió el uso del español en la jerga científica. “No queremos sustituir el inglés, sino otorgarle un trato digno a la lengua que hablamos”, afirmó.

En realidad, Severo Ochoa fue un viajero incansable, convencido de que la mejor manera de vivir a plenitud es mediante el intercambio de preguntas útiles, cara a cara, omitiendo las discusiones bizantinas. Luego del desayuno lo acompañé hasta su laboratorio. De una pared colgaba un cuadro sin imágenes, solo palabras que decían más o menos así: Cuando llegue algún monje peregrino de lugares distantes con deseos de vivir en este monasterio, deberá amoldarse a las costumbres lugareñas, sin pretender alterar con su prodigalidad la paz imperante, y dándose por satisfecho con lo que éste le brinde, podrá permanecer todo el tiempo que desee. Si, por otra parte, hallase algún defecto, y lo hiciera notar de forma prudente… ¡no sea que Dios haya enviado al peregrino justo para tal objeto! Pero si se mostrara murmurador y contumaz, se le dirá honradamente que debe partir. Si no lo hiciese, que dos monjes fornidos, en nombre de Dios, se lo expliquen mejor.

AQ

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