“¡Oh, qué razón tiene Job, cuando declaró que el hombre imprudente es quien no ha hecho un pacto con sus ojos!”, escribe Théophile Gautier en La muerta enamorada, el pasional relato de un joven seminarista, Romuald, que el día de su ceremonia de ordenación sacerdotal descubre la voluptuosidad femenina en la silueta de Clarimonda que se le aparece en aquel recinto sagrado, al mismo tiempo que confirmaba su amor puro e incondicional a su dios. Pero Romuald, lo que en realidad quería, era huir con esa mujer que le hizo “recuperar la vista”, rompiendo cualquier intención de castidad, despertando esa libido que se desbordaba por todo su cuerpo como un mar de sangre que latía con potencia por sus órganos: “su juventud tanto tiempo reprimida estallaba de golpe, como el áloe que tarda cien años en florecer y se abre con la fuerza de un trueno”.
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A pesar de la tempestad interior, de la pasión corriendo por cada una de sus venas, el seminarista se comprometió, no con sus propios deseos, sino con los del prójimo. Ante los ojos del obispo y de los otros seminaristas, ante los ojos de la sociedad que le exigía volverse sacerdote, cumplió las expectativas ajenas, tal como cumple una mujer —cuenta Gautier— que se ve obligada a casarse con quien le imponen, porque pocos se atreven a “provocar escándalos y a decepcionar a tantas personas; pues todas las voluntades, todas las miradas, pesan sobre uno como una losa de plomo”.
Sí, vaya que Job fue categórico al decir que el hombre imprudente es aquel ser desinhibido que no ha hecho un pacto con su propia mirada y se deja estremecer con la transparencia de unos senos que conducen sus ojos hacia un destino esencial: la vida sexual. El placentero juego del erotismo que, como escribiría Bataille, “responde a la interioridad del deseo”, a ese cuerpo que los ojos del casto nunca habrían de mirar con lujuria. Por qué mejor no hacer un pacto entre lo que se ve y lo que se siente, entre la sensualidad del mundo y lo que esa sensualidad provoca en el cuerpo. Preferiría a Job diciendo: “Hice un pacto con mis ojos de poner toda mi mirada en la belleza y desearla con lujuria”.
Este joven sacerdote de Gautier que, atormentado por su deber a la castidad, se condena a sí mismo para “no amar, no distinguir ni edad ni sexo, apartarse de la belleza, arrancarse los ojos”, que reprime su sexualidad escondiéndola en conceptos transcorporales y transmundanos, en barrocos monumentos filosóficos, construidos por siglos de pesados libros, es también la metáfora de gran parte de la filosofía, que ha orado para exorcizar a Clarimonda, el demonio de la tentación que distrae al hombre de ciencia, que lo aleja de la virtud y lo acerca a la concupiscencia.
El gran pecado contra el que han combatido filósofos clásicos, cristianos y modernos, aterrorizados por la belleza, que no es un correlato de la bondad, sino por esa belleza desnuda que los arroja a pecar, a amar, a menearse en la cama, a volar en el océano de los fluidos, o encerrarse en la isla de las pasiones, en el sentir sin el arbitraje de la razón; zambullirse en la voluptuosidad del sexo como mero fin en sí mismo, ser placer en comunión con otro cuerpo: el deseo que desemboca en el torrente del orgasmo, de la libido que igualmente revienta faldas y pantalones. Contra el sexo con amor, el sexo sin amor, el sexo con pasión o el sexo con o sin pretextos, es contra lo que la filosofía ha construido sus teorías de estricta moral.
Porque la moral es, antes que un legado cultural del cristianismo, una herencia filosófica. Es la estrategia racional que intenta poner límites a esa vida natural que acaece sin escrúpulos, regir los impulsos y las pasiones. Porque primero se quiere y después se pregunta cómo se debería querer. Uno creería que las palabras de filósofos griegos, famosos por sus sugerencias para la vida buena y feliz, llevaban consigo la impronta de aceptar las particularidades del deseo humano en las cuales la sexualidad y el placer tienen un significado distinto para cada individuo, pero nunca fue así.
Como escribe el filósofo francés Vladimir Jankélévitch, cualquier conocimiento de sí mismo, las exhortaciones socráticas, platónicas o estoicas para el buen vivir, fueron solo un pretexto para imponer reglas de conducta. Toda pretensión de conocimiento de la propia existencia se convirtió en un “¿qué debo hacer?”. Así también ha sido la moral alrededor de la sexualidad, alimentada por esa filosofía que luego se convirtió en cristianismo. Una moral severa, que no respeta matices ni libidos, que quiere estandarizar el deseo por medio de imperativos categóricos, esa moral que ve en la sexualidad el horror, y en los dramas psicológicos el defecto.
A pesar de ello, como escribiría un filósofo alemán: “el querer no se deja enseñar”. Y lo único que parece a veces enseñarnos la moral es la culpa terrible de aquel sacerdote joven, la consciencia de esa “vida bicéfala, como dos espirales enmarañadas que no llegan a tocarse nunca”, la duplicación entre lo que se quiere hacer y lo que al final, reprimidos por nuestro autoengaño, se termina haciendo.
Castrando la razón, corremos hacia la pureza de afectos imposibles. El platonismo, el amor sin carnalidad, la pasión que no se actualiza con el cuerpo del otro —contradiciendo al Kierkegaard moralista—, esa musa divina, ridícula heredera del cristianismo que niega el placer sexual real en aras de la gran obra —literaria o vital— ideal, es la ruina del escritor, del pensador, y, sobre todo, de cualquiera amante. Principio del formulario
Aunque para muchos filósofos el sexo parezca negar toda dignidad y virtud intelectual, porque afirma lo más salvaje e irracional del ser humano, el algoritmo que el cuerpo y el sentido común exigen siempre será al revés. Ya es hora de, como escribirá el francés Michel Onfray, “desterrar ese odio a la sexualidad, a las mujeres y al placer; odio a lo femenino; odio al cuerpo, a los deseos y las pulsiones”.
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