Pocos relámpagos serían tan perdurables como la aparición de Cyd Charisse, que, si bien yo la tenía ya avistada en filmes anteriores, fue en Cantando bajo la lluvia donde habría de dejarme suspirando en la oscuridad de la sala de cine. Y ahora que, escribiendo esto treinta y tantos años después, temo que no podría reconstruir la tranche de vie de aquel anochecer de un sábado de octubre de 1952 en que la vida fue imitación del cine así como el cine había sido imitation of life (“Es que la naturaleza copia al arte”, me dice Oscar Wilde, mientras tomamos un five o’clock tea, ahora que he ido a visitarlo a la Cárcel de Reading), recurro a las cuartillas hoy amarillentas de la novela por supuesto autobiográfica, por supuesto narcisista, por fortuna inconclusa, que yo escribía hacia finales de la misma década, y de la cual el capítulo que cito es quizá bastante fiel a la experiencia vivida, pues aún no había muchos años entre ésta y su traspaso a la escritura:
“Se detuvo en lo alto de la escalinata que daba al hall y contempló distraídamente el flujo de personas que descendían a los lados de él con un rumor de pasos y voces que iba a morir allá abajo, en el Paseo (Escalinata del Cine Roble, Paseo de la Reforma). Luego bajó sin prisa, demorándose ya en el recuerdo de la gran secuencia central y danzada del filme que acababa de ver, la aventura del joven bailarín que llegaba a Broadway en busca del triunfo y bailaba ante las puertas de los empresarios que se las cerraban en pleno rostro, hasta que en cabaret penumbroso y rojizo se le daba la oportunidad, y él, tras arrojar el sombrero, desencadenaba su danza y en el frenesí de ésta caía de rodillas y resbalaba largamente hacia una de las mesas y quedaba fascinado al reencontrar su sombrero colgado de la punta de un zapato, de un pie que se prolongaba en una larga, hermosa, alzada pierna femenina. La cámara seguía la mirada del bailarín a lo largo de la pierna hacia el muslo y las caderas y la cintura y el busto y finalmente el oval rostro y los poderosos ojos negros de la mujer sentada a una mesa, ojos profundos, sonrientes, temerarios, subrayados por el fleco de oscuro cabello corto.
La mujer (¿es necesario que yo diga que se trata de Cyd Charisse y que todo esto va ocurriendo en el filme Cantando en la lluvia, una de mis diez obras maestras del cine?), la mujer, desde el humo del cigarrillo inserto en una larga boquilla, cambiaba miradas con el bailarín, sonreía, bella tenebrosa, se levantaba, bella incitante, se acercaba a él, bella merodeadora, bailaba alrededor suyo, bella cautivante, ondulando siempre en la ceñida llamarada verde de su vestido y rondando al hombre en un lento y rítmico, urgido reclamo de deseo, y luego bailaban los dos en la lenta pulsación de un jazz dulcificado (y en el suave delirio color pastel de la Metro Goldwyn Mayer).
“Caminó sin prisa por el paseo. Eran poco más de las nueve de la noche y no sabía qué hacer, si meterse en otro cine para ver la última función o ir al Kiko’s frente al Caballito y tomar un refresco o un café y observar discreta pero intensamente a las mujeres de otras mesas, una de las cuales acaso sería hermosa, bien vestida y perfumada y respondería a la mirada de él.
“Se detuvo a mirar un escaparate. Allí, detrás del cristal, se encerraba un pequeño mundo aparte, congelado en una profusa oferta de lujo y magnificencia (‘Se dice de lujo, calma y voluptuosidad’, me corrige Charles Baudelaire, acariciando desesperadamente las angulosas y oscuras caderas de su Jeanne Duval). Había espesas alfombras y cortinas de opacos colores y complicados dibujos, grandes butacas de madera labrada y cuero y terciopelo, altos armarios que recogían la calle en sus biselados espejos, tibores y jarrones y esbeltas botellas opalinas, candelabros, lámparas de luz de cristal cortado, figuritas pastoriles y arcádicas de porcelana, y, en el centro de estas, una colorida figura tamaño natural, en cerámica, de un pillete negro, desarrapado, sonriente, sentado en un barril, con una tajada de sandía en las manos.
“—Qué mono el negrito, parece de veras —dijo cerca del joven una voz dulce. Él vio reflejado en el cristal un rostro de muchacha de ojos sonrientes. Volvió ligeramente la cabeza y la observó de reojo. Era delgada y rubia, hermosa y frágil. ¿Cómo era? La memoria me dice que era como Janeth Leigh, pero quién sabe, la memoria no es siempre la memoria, a veces es la nostalgia, y la nostalgia, a su vez, suele ser la nostalgia del cine, de cierto cine, y a sus lados habían un hombre (¿Joseph Cotten?) y una mujer (¿Barbara Stanwick?) maduros, y estaban bien vestidos los tres.
“Los inmateriales ojos de la muchacha del reflejo habían sonreído sobre la imagen del negrito, las dos sonrisas se habían fundido en una gozosa complicidad. El joven descubrió que ya había visto a la muchacha al salir del cine, pero sólo ahora, en aquel rostro reflejado, que sonreía más con los ojos que con los labios semiocultos por las solapas alzadas del oscuro abrigo, descubría su hermosura, su encantadora fragilidad. Así, la temprana noche del sábado concedía esa mirada, esa sonrisa, esa voz, ¿de muchacha regiomontana?, que aceleraban el corazón. (‘La belleza es una promesa de felicidad’, me envía escrito en un papelito, Henri Beyle, alias Stendhal, desde la montura de su caballo y durante la napoleónica, nevada, histórica retirada de Rusia.)
“Sintiendo la fuerte palpitación del momento, echó a andar despacio, siguiendo al trío veinte o treinta pasos atrás, mirando a la muchacha y esperando y temiendo que ella se volviera a verlo.
“En la esquina de Reforma y Sullivan hizo alto el trío y él se detuvo guardando la distancia. Tras un momento de espera lograron detener un taxi y entraron en la parte trasera. Al cerrar la puerta, la muchacha miró a través de la ventanilla, como buscándolo a él. Durante la pausa obligada por la luz roja en el semáforo, él buscó con la mirada en todas direcciones, y, cuando se encendía la luz verde, vio un taxi que se desocupaba de una numerosa familia, subió al lado del chofer y señaló el otro vehículo, que ya había empezado a andar.
“—Siga a ese taxi —dijo.
“El taxista, cuarentón, moreno, de oscuro cabello lacio, con una considerable barriga que el volante rozaba, lo miró, desconfiado.
“—¡Oiga, joven, psss, qué me vio cara de patrullero o qué!
“—Son amigos —dijo él débilmente—. Es para darles una sorpresa.
“El taxi arrancó tras un breve rezongo del chofer, rodó por una lateral del paseo, salió al cauce principal, atestado de coches urgidos en la bullente noche sabatina, y colocándose atrás del taxi indicado, lo siguió cautelosamente en la obligada marcha lenta. El joven sentía que le ardían las sienes y las manos y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento. En el espejo retrovisor halló la mirada del chofer que, encorvado sobre el volante, parecía ir entrando en la atracción de la aventura”.
(Y aquí llamo la atención no sólo sobre la facilidad con que se obtenían los taxis en la Ciudad de México en los años cincuenta, aun en la noche del sábado, salvo que esa sea una facilidad que me concedía yo en la novela, sino sobre todo acerca de ese chofer que, en el episodio real como en el capítulo escrito, se convertía en precursor de los taxistas que en por lo menos dos comedias del cine, una de Hollywood que no recuerdo y me parece que actuada por Cary Grant, y otra española, de Pedro Almodóvar, Mujeres al borde de un ataque de nervios, manifestarían su júbilo porque, al fin, alguien les pedía eso tan de película de seguir a otro automóvil en alguna aún no diseñada urdimbre idílica o policiaca.)
“El coche corría ahora entre menos vehículos, dejando atrás árboles, estatuas, edificios, la Columna de la Independencia con su alada, llameante Victoria destacada contra el cielo oscuro, y aumentaba o disminuía la distancia entre los dos taxis, o el primero quedaba a veces semioculto entre otros autos, eclipsada por momentos la cabecita rubia enmarcada en la ventanilla trasera.
“—Tenga cuidado —dijo el joven al chofer—. No se empareje con ellos. Si nos descubren, qué chiste.
“—S’órdenes, jefe —dijo el taxista. En otro alto, tarareó ‘Mira cómo ando mujer por tu querer’, dedaleando en el volante, y dijo al reanudar la marcha—: Oiga: ¿qué no lo trai herido la chamaca?
“—A lo mejor —dijo el joven y rio nerviosamente.
“—‘Borracho y apasionado nomás por tu amor’ —continuó el chofer—. No, si así son estas cosas.
“El joven oyó su propia tímida risa como un resoplido.
“—Hasta eso —dijo el chofer— que la güerita está chula. ¿Qué, usted la conoce?
“—Sí, claro.
“—¿Y no sabe pa dónde van?
“—Sí sé, van a su casa, pero no me acuerdo bien cómo se llega.
“Los ojos del chofer, en el retrovisor, se habían puesto maliciosos.
“—¿Qué, de veras los conoce? ¿A lo macho?
“—Sssí...
“—Entonces de una vez dígame pa dónde van. Digo, ¿no?, por si los perdemos. ¿Van pa Las Lomas o a San Ángel o pa dónde, pues?
“—Es que no me acuerdo bien. Mejor sígalos.
“El chofer meneó la cabeza.
“—Oiga, yo le sigo al asunto nomás porque al cliente hay que servirle, pero estas cosas luego salen medio comprometidas, ¿sabe? ¿Qué el señor ése es el papá de la chamaca?
“—Sí... claro.
“—Es lo que le digo, luego estas cosas salen medio comprometidas. ¿Qué tal si al señor no le gusta que los andemos siguiendo? ¿Qué tal si nos suelta de balazos?
“—Nooo, cómo cree.
“—No, yo no creo nada, pero qué tal si nos suelta de balazos.
“—Pero cómo.
“—Porque, hablando a lo macho, a mí se me hace que usted ni los conoce. Y ora que si a mí me estuvieran siguiendo unos que ni conozco, pues, la verdad, como que se me haría medio sospechosón. ¿O no?
“—No, de veras. Yo conozco a la muchacha, estamos estudiando juntos.
“—Sabe qué, a mí se me hace que más bien como que anda usted pajareando a ver si se le hace.
“El joven volvió a soltar una risa como un resoplido. El chofer removió la cabeza, sonriendo con bonachona ironía:
“—Tá güeno, nomás porque no digan que soy sacón.
“Dejaban atrás la Diana Cazadora, alzada con su amazónica figura sobre los rumorosos surtidores, y corrían por la ancha calzada arbolada paralela al Bosque de Chapultepec, siempre siguiendo al otro taxi, y tras la ventanilla pasó la mancha oscura del lago, cuyos titilantes y lejanos reflejos de pequeñas luces fueron tragados rápidamente por el follaje. Tras la opuesta ventanilla fluían pequeños prados, árboles, chalets con alguna ventana iluminada, jardines enrejados y tranquilos en los que un golpe de luz de los faros de los coches encendía con detalle los nudos y las arrugas de algún tronco, el instantáneo flamazo de una flor, imágenes velozmente perdidas en la oscuridad. El hule de las llantas susurraba suavemente.
“—Yo creo que son riquillos —comentó el chofer—. Van como para Las Lomas.
“El joven sentía que iba disminuyendo el pulso de la aventura”.
(Y no sé si debo explicar que ese descenso de la ilusión sabatina, en el personaje como en mí, se debía sin duda al hecho de que la muchacha, a medida que su taxi iba entrando en el barrio de los ricos, se volvía cada vez más difícilmente alcanzable para el joven de clase apenas modesta, de fluctuante e irrisoria economía, el patético héroe, si j’ose dire, de la más trivial y kitsch de las novelas del joven pobre, apresten sus pañuelos.)
“El coche delantero viraba, entraba en una pequeña calle oscura y silenciosa, de árboles cuyas frondosas ramas rozaban casi el suelo, y se detuvo ante la gran reja de un jardín que precedía a una gran casa de piedra, de estilo californian.
“El joven pidió al chofer que se detuviera en la banqueta opuesta y desde allí los vio bajar; la primera en hacerlo fue la muchacha, que abrió la gran puerta enrejada. El hombre y la mujer bajaron, ayudaron a cerrar la reja, y los tres se alejaron hacia la casa, acompañados ahora de un gran perro blanco que daba gozosos saltos en torno a ellos. El joven pagó su viaje, asustado con lo que el chofer le cobraba, lo despidió con un gesto y se quedó allí, en frente de la reja, tratando de distinguir por entre los barrotes la figura de la muchacha, que, después de entrar el hombre y la mujer, estuvo todavía un rato afuera jugando con el perro y finalmente entró en la casa, dejando la puerta entreabierta, de modo que una intensa franja de luz salía de la rendija y cruzaba la arena roja del sendero y la apretada textura verde del césped.
“El joven se quedó allí mirando aquella franja de luz hasta que la puerta fue cerrada tras la muchacha y el perro. Luego se encendieron unas ventanas en el oscuro conjunto de la casa, y aquello era un final, the end, se acababa la ilusión de la noche del sábado, pero quiso hacer como si lo ignorase, y buscó el número de la casa en la reja y luego fue a la esquina en la escasa luz lunar para comprobar el nombre de la calle. De pronto sintió un automóvil que llegaba y se detenía a su espalda, y la voz del chofer:
“—¿Quiubo, jefe? Tiempo de no vernos.
“Se volvió. El chofer sonreía, bonachón, comprensivo. Ofensivamente comprensivo, pensó el joven, y trató de tomar un aire desenvuelto, encogió los hombros, sonrió.
“—¿Quiubo, pues? ¿Se le hace o no se le hace? —dijo el chofer.
“Hasta resultaba ofensivo el runruneo del automóvil con el motor encendido y como acechante.
“—¿Se me hace qué? —dijo, ahora sintiéndose ridículo.
“—¿Cómo que qué, jefe? ¿La chamaca le da chance o no le da chance?
“—Pues... sí... algo...
“—¿Como quien dice un chancecito?
“—Sí.
“—Uh, pues de allí pal rial, ¿o no?
“—Sí.
“—Realmente chula la chamaca, lo felicito... Orita haga el favor de bajar a la canija tierra y dígame pa dónde lo regreso.
“El joven recordó que después de pagar el viaje debía haber quedado con muy poco dinero.
“—Usted regrésese —dijo—. Yo me voy caminando.
“—¿Caminando, mi jefe? ¿Hasta dónde, si no es indiscreción?
“—No, hasta aquí cerca. Yo por aquí vivo.
“—No, hombre. No vaya a ser la de malas y le caigan los polis, está así de tecolotes particulares este rumbo. Véngase, no se preocupe, nos arreglamos en la dejada.
“Vencido, el joven se metió al coche”.
[Dejo aquí estas páginas de una novela que —con el título de Animal de dos espaldas (metáfora shakespeariana y tal vez anteriormente rabelesiana que significa el ayuntamiento de hombre y mujer) y con una frenética trama que yo pretendía inspirada en las de Rojo y negro de Stendhal y Absalón, Absalón de Faulkner, y en la que aparecería una romántica puta inspirada en María del Carmen, mi fugaz amorío prostibulario— yo escribía hacia 1958, intentando ya en momentos el párrafo largo, la prosa continúa, evasiva del punto y seguido y el punto y aparte.]
SVS | ÁSS