La primera novela de Silvia Molina, una historia real llevada a la ficción, escrita en 1977, se ha reeditado después de 46 años. Se trata de La mañana debe seguir gris, con la que obtuvo ese año el Premio Xavier Villaurrutia. Esta iniciativa del Fondo de Cultura Económica es más que bienvenida, no solo porque el libro es vigente y lo amerita, sino porque trae a la memoria a uno de nuestros más notables y queridos poetas, el tabasqueño José Carlos Becerra.
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Por aquellos años, Silvia Molina no aspiraba a una vida literaria. Había sido una niña disléxica que aprendió a leer hasta la secundaria. Sin embargo, venía de una familia ilustrada donde la historia, la literatura y la política acaparaban la conversación cotidiana. Cuando recibió la noticia del Premio Xavier Villaurrutia, entró en pánico. “Había sido muy mala lectora y me daba miedo porque pensaba que nunca más iba a escribir. No me sentía escritora”. Enseguida se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras “para subsanar las lecturas que no tenía y como Molina no es mi apellido, nadie se enteró, ni mis maestros, de que había publicado un libro y obtenido el Premio Villaurrutia”. Silvia Pérez Celis —Molina es el apellido de su marido— asistió al taller de Elena Poniatowska para trabajar en su relato. Ahí se dio cuenta de que tenía una novela, la historia de dos jóvenes mexicanos que se conocen en Londres, se enamoran, se desean y viven la ciudad al ritmo de los Beatles y Led Zeppelin; la ciudad emblemática de la revolución de los años 60, donde proliferaron los mercados de pulgas, las mujeres en minifalda y se podía conseguir con el médico una receta de píldoras anticonceptivas. Molina hace un interesante retrato de época donde subraya los contrastes culturales entre México e Inglaterra. “Fue deslumbrante”, comenta, “porque venía de una familia numerosa, muy conservadora, y en Londres empiezo a descubrir una ciudad, su arquitectura, el paisaje, sus cafés, los teatros, obras maravillosas con actores que ahora son clásicos. Un momento que marca la liberación de los jóvenes. Era un contraste interesante con mi país”.
La novela comienza el 10 de noviembre de 1969, cuando Silvia conoce al poeta José Carlos Becerra. El mismo día que la Liga Italiana por el Divorcio marcha en Roma. Esto lo sabemos porque la autora, consciente de que estaba escribiendo una historia conocida para sus lectores, decide hacer un guiño y, a manera de prólogo, escribe un resumen de los hechos que va a narrar en la novela aderezándolo con noticias del mundo que sucedieron en las mismas fechas. Silvia nos adelanta el final, la trágica muerte de su enamorado, en un accidente de automóvil en la ciudad de Brindisi, Italia, el 27 de mayo de 1970. “Pensé que iba a ser como cuando te cuentan una película y te dicen cómo termina. Entonces dices: ‘Para qué la veo’. Adelanté el final, pero el lector no sabe cómo se dio todo. En una primera versión cambié los nombres de los protagonistas, pero Poniatowska me sugirió que los dejara: ‘todo mundo sabe quiénes son’, me dijo. Los dejé, pero inventé otros personajes”.
Son pocos y secundarios los personajes ficticios incluidos en la novela. La tía, quien invitó a Silvia a pasar una temporada en Londres, es real. Con su carácter agrio y los prejuicios que antepone para evitar la “desvergonzada” relación de su sobrina con José Carlos, provoca una tensión constante en esta historia donde la autora también echa mano del humor y la ironía. Comparecen también el poeta Hugo Gutiérrez Vega, entonces consejero cultural de la embajada de México en Londres, y su esposa, Lucinda, amigos y cómplices de los amantes. La historia también se antoja como una novela de iniciación, el despertar del deseo de una joven en sus veintes infatuada por un poeta diez años mayor, en un ambiente que, lejos de casa, era propicio para aventurarse en un idilio y consumarlo. “Creo que por eso la novela sigue siendo vigente”, asegura Molina, “porque el enamoramiento es universal. Es un tema que no se agota: un primer amor que deslumbra y no tiene un buen final. Esta historia tiene su problemática especial, sin embargo, los sentimientos son universales”.
Destaca, además, el estilo de la narración, una prosa sencilla, contenida, con un trabajo de introspección interesante. Dice Silvia Molina que cuando comenzó a escribirlo quería buscar metáforas o imágenes y se dio cuenta de que no podía, no tenía esa facilidad, entonces decidió escribir de acuerdo con su temperamento. “Muchas cosas salieron espontáneas y otras sí fueron conscientes como los epígrafes al inicio de cada capítulo, tomados de la obra de José Carlos. Empiezo con uno que dice: ‘Puedes decir lo que quieras, eso será la verdad aunque no puedas ni puedan tocarla’. Finalmente, es lo que hace la literatura. Aunque no estás contando una verdad, se convierte en verdad. Eso me daba licencia para no narrar la historia como fue sino como a mí me hubiera gustado que fuera”.
Pasarían siete años desde la muerte de José Carlos Becerra, hasta que Silvia comenzó a escribir el libro. Para entonces los recuerdos se habían diluido. “El tiempo es un tamiz, una coladera donde se quedan muchas cosas. De esa vivencia quedó apenas una cosita. Tuve que pensar mucho, incluso investigar qué estaba sucediendo en esa época. De José Carlos recuerdo al hombre sencillo más que al poeta porque mientras estuvimos ahí, rara vez me leyó lo que escribía. Teníamos muchas cosas en común, él era tabasqueño, mi familia campechana; él había estudiado en Campeche y sabía muy bien quién era mi familia, quién había sido mi papá, la historia de Campeche. Eso nos acercó. Me gustaba de él que todo era motivo de asombro. Íbamos a los museos y conocía bien la historia de los clásicos, los griegos, los romanos. Al final me pasó una cosa terrible. Cuando regresaba de Londres a México mandé por barco mis libros, entre estos algunos de José Carlos que me había regalado. Nunca llegaron. Lo sigo lamentando”.
¿Cómo fue mirarse en esa historia hoy, después de 46 años? “Cuando leí las pruebas me dije: ‘Cómo pude escribir esto’. Ya no tengo nada que ver con esa historia, con esa época, con esa frescura. Y por eso no toqué nada, porque ya no soy la misma. Pensé que si tocaba algo lo echaría a perder. Toda experiencia en la vida te va formando. Yo soy el resultado de eso”.
AQ