Simone de Beauvoir en tierras mexicanas

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El paso de la pensadora francesa por nuestro país es una historia aún por escribir. Aquí les damos algunas pistas.

Simone de Beauvoir visitó en México brevemente en 1948. (Ilustración: Luis M. Morales)
José Manuel Cuéllar Moreno
Ciudad de México /

Simone de Beauvoir es una figura inacabada y en construcción. Nació el 9 de enero de 1908 y falleció el 14 de abril de 1986. Tres —casi cuatro— décadas no han sido suficientes para despejar el prejuicio de que Mademoiselle de Beauvoir (como se le decía con sorna) fue solo la caja de resonancia de Jean-Paul Sartre, una discípula cabizbaja, una hábil publicista del existencialismo francés, una escritora morbosa y derrotista. Las cartas personales que han salido a la luz (en fechas tan recientes como 2018) nos pintan el retrato de una mujer que se desvivía por sus amigos y que poseía un tesón de hierro. Lo mismo escalaba una montaña que escribía un tratado de 800 cuartillas en el tiempo récord de un año.

No son pocos los lectores aviesos que escarban entre estos documentos privados en busca de la mujer manipuladora, la hetaira, la activista acomodaticia, la burguesa decadente que, en un efectista golpe de timón, jugaba a épater le bourgeois. Se le reprocha que con su cara afable y su voz meliflua haya atraído a jóvenes estudiantes a un ovillo de pasiones lésbicas. El escarnio y la fascinación son como una bruma que todavía envuelve su nombre.

La famosa afirmación de que “no se nace mujer, se llega a serlo” es en la actualidad un eslogan de la emancipación femenina. Este sencillo adagio entraña una forma radicalmente distinta de pensar la identidad como un performance que se refrenda día a día y como un proceso inconcluso y fluyente. Otra de las obsesiones de Simone de Beauvoir fue la vejez, que no hay que entender tan sólo como la proliferación de arrugas y de achaques. Envejecer es el arduo tránsito hacia la invisibilización.

Podríamos seguir enumerando sus aportaciones, pero la pregunta que nos interesa es otra. Tiene que ver con el paso —literal y simbólico— de Simone de Beauvoir por nuestro país. ¿Dejó huella en la filosofía mexicana del siglo XX? ¿Alguien siquiera la leyó?

Retrocedamos a junio de 1947. José Mancisidor, el político mexicano que asistió a los funerales de Máximo Gorki (en 1937), se reúne en el Trocadero, cerca de la Torre Eiffel, con Octavio Paz. El poeta lo bombardea con preguntas. Quiere enterarse de “las cosas culturales y los movimientos literarios” de México. Mancisidor, a su vez, quiere saber de la vida artística de París.

Paz toma aliento. ¿Por dónde empezar?

En la taberna las Canettes, a la cabecera de Saint-Sulpice, “grandes como un pañuelo”, era posible encontrar al padre y a la madre del existencialismo: Sartre, “con rostro de administrador de hotel o de rentista retirado”, y Simone de Beauvoir, acompañados a veces del cineasta Jacques-Laurent Bost o del joven autor de La peste, Albert Camus. Alrededor de estos “existencialistas de lujo”, en el Café de Flore del boulevard Saint-Germain o en el Barvert de la calle Jacob o en el bar subterráneo de Pont Royal, zumbaba un tupido enjambre de muchachos “atacados de patetismo, en su vida como en su dicción”.

José Mancisidor se despidió de Paz y abandonó París con un regusto amargo en la boca.

Ésta es la primera imagen que se recibió en México de Simone de Beauvoir. Una mujer de aspecto desaliñado que se repantingaba en los cafés de París del alba al anochecer y que del anochecer al alba iba en busca de la verdad, “interrogando, uno tras otro, a todos los vinos de Francia”.

En ese mismo año de 1947, Emilio Uranga (1921-1988), un joven estudiante de filosofía, se encontró en la Librería Francesa de Reforma número 12 un ejemplar L’être et le néant (El ser y la nada), el libro de Sartre que estaba causando euforia en la capital francesa. Regresó a los pocos días para llevarse L’existentialisme est un humanisme. Luego de haber pasado la mayor parte de su carrera filosófica sumergido en el aula de José Gaos, deletreando trabajosamente los oscuros renglones de Heidegger, el estilo dicharachero de Sartre representaba una enorme bocanada de oxígeno.

Uranga arrastró a sus compañeros (Luis Villoro, Jorge Portilla, Ricardo Guerra, Joaquín Sánchez MacGregor, Salvador Reyes Nevárez, Fausto Vega) a las primicias del existencialismo francés. Éste fue el inicio del Grupo Hiperión y de una rebelión estruendosa en contra del magisterio de Gaos y de la ortodoxia heideggeriana. Los hiperiones leyeron, además de a Sartre, a Maurice Merleau-Ponty, Gabriel Marcel, Albert Camus, Francis Jeanson… y Simone de Beauvoir.

Simone de Beauvoir, autora de 'El segundo sexo'. (Archivo)

En julio de 1948, los hiperiones lanzaron su grito de batalla en una serie de conferencias celebradas en el Instituto Francés de América Latina (que todavía se ubica en la calle Río Nazas 43). Anunciaron allí que su propósito último no era importar los aparatos teóricos de Francia con mansedumbre de colonizado. Su acto no sería de imitación, sino de apropiación y de expolio. Querían ocuparse de los problemas más inmediatos de México y construir una moral acorde con nuestras circunstancias. Ricardo Guerra fue el único que mencionó a Beauvoir: “¿Falta a la verdad o exagera Mlle. de Beauvoir cuando afirma que ‘la doctrina existencialista… no solo permite la elaboración de una moral, sino que aun aparece como la única filosofía que puede establecer una moral’?” Más adelante, Guerra asegura que el último libro de Beauvoir, Pour une moral de l’ambiguité (1947), es un libro “con propósitos de divulgación”. De este modo le regateaba a Beauvoir su originalidad como pensadora.

Es una pena que los caminos de Uranga y de Simone de Beauvoir no se hayan cruzado en estas fechas. En mayo de 1948 (es decir, justo antes de las conferencias del IFAL), Beauvoir estuvo en nuestro país en viaje de placer, acompañada de un nuevo y apasionado amor: el narrador estadunidense Nelson Algren. La pareja se desplazó de la península de Yucatán a la Ciudad de México prácticamente de incógnito. Nadie se enteró de su presencia ni ella hizo por inmiscuirse en los círculos intelectuales. Tanto Emilio Uranga como la ya entonces poeta y feminista, Rosario Castellanos, bien pudieron rozar hombros con Simone de Beauvoir en la Alameda o compartir butaca en el cine Ópera. “Esperaba poco de México”, escribió Beauvoir a Sartre. “Es mejor de lo que creía”.

¿Por qué Uranga no se leyó, fascinado, Pour une moral de l’ambiguité? Allí Beauvoir arguye, entre otras cosas, que debemos aprender a lidiar con la incertidumbre de una existencia siempre movediza y contingente. Esa es la única solución posible al conflicto de la libertad. Sartre había prometido una segunda parte de El ser y la nada en que abordaría temas morales, pero no había el menor indicio de que fuese a aparecer pronto. Beauvoir hubiese sido la escala más lógica en el itinerario de Uranga; le habría dado varias pistas sobre cómo urdir una moral de la contingencia y cómo pensar la libertad en términos no conflictivos (“quererse libre es querer que los otros también sean libres”). De haber tomado en serio a Simone de Beauvoir, la “filosofía de lo mexicano” hubiese continuado por otro derrotero.

Aquí me tengo que desdecir. Por lo menos un hiperión sí leyó concienzudamente Pour une moral de l’ambiguité. En el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, custodiadas por el Dr. Miguel Gama, reposan las notas manuscritas que preparó Luis Villoro para un curso de 1950 sobre el “existencialismo cristiano”. Beauvoir, evidentemente, no llegó a formar parte del programa. Villoro se guardó sus impresiones para sí.

Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre. (Archivo)

Las huellas de Beauvoir son tenues, casi invisibles. El 18 de febrero de 1949, Uranga adquirió una novela de Beauvoir, Le sang des autres (1945), que ya iba en su 31a. edición. No sabemos si Uranga llegó a leerla (no hay ninguna frase subrayada). Más tarde en ese mismo año, la prensa nacional tomó nota de la publicación de Le Deuxième Sexe. Seguramente fue un hiperión —acaso Luis Villoro— el que tradujo para Novedades una extensa reseña de Emile Noulet (noviembre de 1950). Ése fue todo el acuse de recibo. Ninguna discusión, ningún aplauso, ningún vapuleo.

Les bouches inutiles (Las bocas inútiles, 1945), la única obra de teatro escrita por Simone de Beauvoir, tampoco pasó completamente desapercibida. Rodolfo Usigli se refiere a ella en un quejoso artículo de octubre de 1950. José Aceves, quien ya había obtenido pingües ganancias con el teatro existencialista, la tradujo en diciembre de 1950 con la intención —a la postre frustrada— de llevarla a escena en el Caracol de la calle de Cuba. Se estrenó, en su lugar, El niño y la niebla, de Rodolfo Usigli, con un éxito arrollador. Más de 400 representaciones. Se trataba, dijo la prensa, de un milagro nunca antes visto en México.

Tanto ruido llamó la atención de Manolo Fábregas, uno de los grandes de la industria. Hacia 1950 declaró que estaba interesado en Las bocas inútiles. Sin embargo, misteriosamente, no volvió a tocar el tema. En 1951 la editorial Latina publicó la traducción de Álvaro Arauz. “¿Por qué se ocupará Álvaro Arauz de tantas cosas inútiles?”, se cuestionó el periodista Julián Martí. En cambio, Miguel Guardia, crítico teatral muy cercano a los hiperiones, leyó la traducción y quedó gratamente sorprendido. “La obra que nos ocupa sostiene una calidad de legítimo teatro, sin truculencias ni situaciones traídas de los cabellos. En resumen una obra de muchos atractivos” (México en la Cultura, 13 de mayo de 1951).

Las bocas inútiles, dicho sea de paso, son aquellas personas desvalidas que ingieren los alimentos que otros producen. Son ese lastre del que prescinde la sociedad en los momentos críticos.

La historia de Simone de Beauvoir en México está aún por escribirse. Es una historia de viajes clandestinos, de citas truncas, de anotaciones íntimas en las hojas de un cuaderno, de proyectos suspensos en el aire. Tendremos que esperar a la década de los sesenta y los setenta para ver a Simone de Beauvoir deambular a sus anchas por los escritos de Rosario Castellanos. Hoy en día es una habitué de las pláticas académicas y extracadémicas. Se deja sentir incluso en las stories de Belinda. En medio del escándalo por su ruptura amorosa con Christian Nodal, la cantante sacó a relucir su estirpe existencialista publicando en sus redes sociales un pasaje de El segundo sexo (pp. 724-725 de la edición de Cátedra): “El día que una mujer pueda no amar con su debilidad sino con su fuerza, no escapar de sí misma sino encontrarse, no humillarse sino afirmarse, ese día el amor será para ella, como para el hombre, fuente de vida y no un peligro mortal”.

Todos en México seguimos soñando con ese luminoso día.

José Manuel Cuéllar Moreno

Maestro en Filosofía por la UNAM y por la Universidad de Barcelona. Autor, entre otros libros, de 'La Revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI' (Ariel, 2018). Editor y compilador del libro 'La exquisita dolencia. Ensayos de Emilio Uranga sobre Ramón López Velarde' (Bonilla Artigas, 2021). Twitter: @Jmcuellarm

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