'Sinónimos: un israelí en París': la cura está en la poesía

Cine

Ganadora del Oso de Oro en la Berlinale, la película del realizador Nadav Lapid es un efectivo de la decadencia de un continente que se desprecia a sí mismo.

Fotograma de 'Sinónimos: un israelí en París', del director Nadav Lapid. (SBS Films)
Fernando Zamora
Ciudad de México /

La poesía clásica hebrea echa mano de la consonancia de los conceptos, no de los sonidos. En este hecho radica la clave de interpretación de Sinónimos: un israelí en París de Nadav Lapid. Al inicio, las imágenes prometen un filme posmoderno que, sin embargo, gira cuando no hemos llegado a los diez minutos. Una vez que el protagonista se encuentra literalmente desnudo, muriendo de frío luego de haber sido robado de modo idiota, comienza a haber lirismo en las imágenes. La cámara se detiene en nubes, colores y texturas. Yoav, el protagonista, un soldado de dieciocho años, llena la boca de palabras poéticas, ha venido a Francia para olvidarse de la locura que, dice, está viviendo su país. En Occidente, sin embargo, Yoav encuentra otro tipo de locura.

Sinónimos: un israelí en París ganó el Oso de Oro en el pasado Festival de Cine de Berlín. La Berlinale sirve para generar hábitos estéticos en tiempos de contingencia. El hecho de que la corrida comercial haya sido suspendida para evitar al virus invita a quitarnos de una buena vez el yugo que quieren imponernos exhibidores y distribuidores. Aun así, es tan grande la oferta que circula por internet que los festivales triple A, como el de Berlín, sirven de guía.

En cuanto sale del entuerto de haber sido encuerado, el soldado-poeta de Sinónimos: un israelí en París se consigue un diccionario. Con él comienza a buscar sinónimos, mil y una formas de decir lo mismo para decir cosas nuevas. Está buscando hacer en francés poesía clásica hebrea. Entusiasmado con la sonoridad de su nuevo idioma, medita palabras mientras cocina o cuando sigue a sus compañeros de trabajo en descocadas aventuras en que los judíos se enfrentan a franceses apocados, de mirada gacha.


No es la primera vez que Nadav Lapid medita sobre el poder de la poesía sapiencial. Su película de 2014, La maestra de kínder, cuenta la historia de una profesora que se enamora de un jovencísimo alumno que también hace poesía, no con la sonoridad de las palabras sino con sus conceptos. Sinónimos: un israelí en París se atasca a veces; su ritmo cojea y, sin embargo, en un momento lo entendemos todo. En la secuencia climática, Yoav, luego de haber asistido a una horrible lección para volverse francés (en la cual le aseguran que Dios no existe), se planta frente a un grupo de músicos de cámara y les dice que su música apesta. Ninguno responde nada. Yoav explota. Se ha fastidiado de un país lleno de gente que se deja humillar de semejante forma. La República Francesa sucumbe ante la debilidad de sus ideas.

Sinónimos: un israelí en París es un efectivo retrato de la decadencia de un continente que se desprecia a sí mismo. Por ello el director contrasta los ánimos belicosos de sus compañeros judíos con lo apocado de la gente en el metro. Son como los músicos que se niegan a defender lo más sublime de su cultura (la música). En esta República todo mundo puede opinar lo que quiera, grita la maestra encargada de volver ciudadanos franceses a todos estos hombres y mujeres de África, América Latina y el Medio Oriente. “Cualquier cosa puede opinarse”, parece pensar Yoav, “mientras que sea débil, no comprometa a nada ni a nadie, mientras sea ridículamente posmoderno”.

Sinónimos: un israelí en París retrata esta cultura que no volverá a ser la misma. Ni después de la pandemia ni después de los horrores del Holocausto. Pero el director lo sabe; tal vez la cura esté en la poesía. De conceptos o sonidos. Ahí hay un atisbo de salvación.

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