‘El solitario Atlántico’, una novela de múltiple lectura, camaleónica

Literatura

La historia imaginada por Jorge López Páez es, tal vez, una parodia o una fría representación apasionada de lo que comprendemos como cultura, como “lo humano”.

Portada de 'El solitario Atlántico', de Jorge López Páez. (Ediciones Moledro)
Carmen Boullosa
Ciudad de México /

Leí El solitario Atlántico por primera vez en los ochentas del siglo pasado, y lo releí por última ocasión a fines de los noventas.

Novela rica, cinestésica (en una cita: “se escuchaba el olor … de los azahares”, o en otra “Me pareció que en los limones reales se habían juntado todas las abejas… el suelo estaba tapizado de limones podridos, cubiertos de moho. Olía a azahar y a camposanto… olí de pronto el cloroformo, y pensé en doña Susana y su pecho canceroso” —Susana, un personaje que desconocemos, y que no por esto deja de ser poderoso—, novela colorida y sensual, en la que todo está vivo y es partícipe de la historia como en una monumental pintura (insectos, frutas, el aire, agua, las casas y sus patios, plazas, danzones, muebles —dije muebles, abajo un ejemplo—, la música, los caballos, Níquel el perro, los papalotes), todo partícipe en el lugar preciso para ir trenzando una música pluricorde (pues todo también se escucha adentro de esta novela: cito el sonido de “sus guayaberas susurrantes de almidón” y el que hacía el fuete de manatí forrado con cuero), esta sinfonía de gran orquesta, orquesta con docenas de intérpretes que es también de cámara, música para ser escuchada en corto, con un tono doméstico, que —de nuevo la gran orquesta— desea la aventura, la acción, el movimiento, y que alimenta, con un sentido teológico, los “atardeceres llenos de pavores”.

Frente al monumento de novela que es El solitario Atlántico, solo breves comentarios. Ya que el personaje principal, Andrés, desea la huida, al leer el libro del que es narrador, le retribuyo el gozo de vivirla con un vuelo de pájaro, tan anómalo tal vez como las fugas que Andrés desea, la primera se repite y tiene algo de “a-lo-mulata-de-córdoba” que imagina un trazo (y en el caso de la Mulata, lo pinta) en la pared —cito dos de varias situaciones, y evitaré la última porque ésta resuelve la novela: “Me acosté. Principié a localizar barcos en las paredes y en el techo, pero no logré embarcarme en ninguno.” (p.48). “Quería huir aunque solo fuese durante el día” (p.119). Huir, correr una aventura: el deseo que sintió también Teresa de Ávila: en el caso de la Santa, salir a cortar cabezas de moros, en el de Andrés, salir, salir, ver el mundo, respirar los vientos donde las velas sin vergüenza de ser y de ser cuerpo, corren, felices, huérfanas para liberarse. (En el caso de Teresa, la fundación de una orden religiosa, aventura contrarreformista y por más defensiva del Imperio, en el de Andrés el de López Páez, una guerra más profunda entre vecinos, y también más desgastante).

(Andrés: ese niño y narrador sin nombre, hasta que, pocas páginas antes de la mitad de la novela, una monja en la escuela lo llama así, una de las que “cuidaban que los muchachos no jugaran con las muchachas”.)

También Marta nombra a Andrés, las caricias de ella despiertan una electricidad sexual, su juego (¿cuando él es el jugueteado?) sexual (“no me moví, para que se repitiera el estertor eléctrico”). Marta, su ansiedad, cómplice y victimaria, en cuya casa, viven las pieles de dos osos polares (con todo y cabeza) —el salón huele a “perros mojados” y se puebla de fantasmas.

Las dos primeras menciones de su nombre hacen de Andrés un ser sexualizado.

El tercero que lo llama Andrés es su primo. Rodrigo estudia en la Normal de la Ciudad, es huérfano (el papá murió, de la mamá “no se habla”), es libre, y es de “buena” familia. Rodrigo es la ráfaga de novedad y alegría en la familia, y parece no necesitar (como Andrés) la guerra, la confrontación, la aventura.

Quien empieza siendo su cómplice, su amiga Anaez, lo llama una por un nombre solo una vez. No lo llama Andrés, sino con un apelativo que lo avergüenza. Me lo reservo para no revelar lo que la novela revelará.

En su círculo familiar, Andrés es un ser escindido de su nombre, que aún no existe, que no es visto, que solo se tiene a sí mismo para sobrevivir y no caer en el infierno, “destino final”, sin remedio alguno.

Como todo texto que valga el calificativo de literario, El solitario Atlántico es de múltiple lectura, y es camaleónico. Literal, camaleónico: el camaleón no cambia su forma: solo responde como un espejo al ambiente. Refleja el entorno sin cambiar su ser, su forma. No se viste a la moda, lo que sabe hacer el texto literario es capturar las obsesiones, sin dejarse de lado, añade a su sentido, captura del propio su atmósfera. No berrea como la manada, sino refrenda la soledad, la fuerza, el sentido de lo auténtico.

Camaleónicos son los textos literarios que calificamos como clásicos. Así, esta joya de López Páez, más que reflejar como el espejo de azogue, consigue lo que las gemas escritas: refleja como el de obsidiana, provee una imagen honda, una fina especie de rayos equis sin más técnica que la palabra, la narración, el poema.

Como efecto colateral, el texto literario clásico provoca en su multiplicidad eólica múltiples lecturas.

Por ratos mi reciente lectura de la novela fue setentera (por los setentas donde me empecé a formar como poeta, y por los setentas a los que me avecino a pasos más apresurados e insospechados (mi mamá murió en sus cuarentas: jamás imaginé tener una extensa vida).

El poder, las insufribles divisiones por género, la familia, las clases sociales, el “indito” maltratado por los clasemedieros que, según el papá de Andrés, “los pobres, no tienen dinero” (es frase mía, no cita literal).

La vergüenza del cuerpo. El lastre del mundo católico. “Y estábamos condenados. ¿Con quién me iría al infierno?”

Ah, pero si dejo mis setentas (los vividos, los de la memoria), la cosa se pone más interesante: El solitario Atlántico es una novela de aventuras, su protagonista y narrador, un niño, conoce por primera vez el mar, solo desde la orilla, de modo muy insatisfactorio —el padre lo está usando para irse a empirujar (más elegante sería decir: para ir a pintar su pañuelo con manchas de bilé). El niño protagonista y narrador desea, suplica, exige la acción, no a pasos de dos pies, no cabalgando, sino motorizada. Es a fin de cuentas el siglo XX, la humanidad circunvoluciona el globo, el niño se ha subido a un avión antes que conocer el mar; la aventura requiere por lo menos de un Atlántico.

Además del apetito de acción, El solitario Atlántico es una novela bélica moderna, desde las primera líneas los bandos quedan señalados: acá los enemigos, aquí los posibles cómplices; a mi diestra mi cómplice, que es una mujer —y que coloca al narrador en el “bando” irredento femenino.

No cabe duda: el narrador y protagonista está en el bando femenil, con argucias caprichosas y desplantes de aliento para vencer la fuerza de los brutos. Con solidaridades problemáticas. Con rivalidad con la madre. Con repudio de la tribu.

Más definitivo: El pecado. El error. Lo insalubre. La caída.

Mejor aún: El solitario Atlántico no es una novela bélica sino, tal vez, una parodia, o una fría representación apasionada (fría y fiel, por no sentimental, pero no por no cargada) de lo que comprendemos como cultura, como “lo humano”. Guerra, miedo, desafío, empresas inútiles, rivales, escenarios teatrales, imaginaciones, categorizaciones para marginar y orillar y someter y esclaviza.

Hay más aún, peor aquí no hay espacio. Qué novela (breve, pero basta) y definitivo: genial.

Texto leído el 26 de julio en la presentación de la nueva edición 'El solitario Atlántico', publicada por Ediciones Moledro.

AQ

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