Quiero dedicar este Premio de Excelencia en las Letras José Emilio Pacheco a la nueva “ola” de escritoras de nuestra lengua (de las Américas, y de la península del otro lado del mar) que baña con voces bien distintas (sería absurdo catalogarlas como “voces femeninas” o intentar encasillarlas en un género), que baña, decía, el universo lector de nuestro y de otros idiomas. Bravo por estas bravas: sus obras y personas literarias diversas, sus escrituras neutras o femeninas o binarias, tridimensionales, develatorias o comprometidas con el Mundo o los mundos de los fantasmas: son un continente ellas mismas.
Hubo una vez un boom latinoamericano en el que solo varones tenían cabida. La nueva ola que menciono arropa a la literatura toda de nuestra lengua, sin orillar o desplazar. No es un boom excluyente: escapa a aquellas reglas no escritas, y hay grandes varones presentes.
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Convoco aquí hoy a otra creadora mítica. Narra su historia en el siglo I alguien que nadie duda estaba en la biblioteca de Sor Juana: Plinio el Viejo. Ustedes conocen la fábula: una mujer “vencida de amor por un mancebo, queriendo él ausentarse a apartadas tierras”, dibuja el contorno de su sombra (“señaló con rayas la sombra que hacía su rostro a una candela en la pared”), como un medio para conservar la imagen de su enamorado. Es la fábula del origen de la pintura.
Plinio no le da nombre a la joven que traza el mítico primer dibujo. Cuenta que por ella, su papá (a quien sí nombra), Butades, de oficio alfarero, copia con barro las “rayas” de la hija, es “el primero” que labra “con arcilla, figuras y retratos”.
La escultura sería, entonces, un arte hijo del padre de la creadora del primer dibujo.
En esta corta narración de Plinio hay más que la historia de la primera mano pintora y la primera pieza antropomorfa del alfarero, o la comprensión de la pintura y otras artes visuales, hay otros sentidos —en los textos literarios, como escribe Filostrato de los de Esopo, “Ni siquiera las tortugas son sonsas”.
Algunos autores llamaron Kora a la primera pintora. Usemos este nombre, porque es triste que la creadora del arte de la pintura no tenga nombre. Al dibujar el contorno de la sombra del que está por irse, Kora describe, con líneas, su objeto de deseo. No se apropia de él: con la proyección de la candela, conserva su presencia. Dibuja para avivar su deseo: la línea de Kora es la zarza que arde.
Hace al amado presente. Dice Sor Juana que los humanos “solo tienen por empleo de la voluntad el que es objeto de los ojos”. El refrán: “ojos que no ven, corazón que no siente”. Y Sor Juana: “Ninguna cosa vemos muy insigne (aun en las sagradas letras) a quien no haya precedido diversas figurillas que como en dibujo la representen”.
Kora, pues, afianza, prolonga y externa su deseo íntimo. No atrapa a su amado, no lo fuerza a quedarse —él sigue adelante con lo que desea: irse a “lejanas tierras”—. Le da luz: le da sombra: así le da vida.
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Por su parte, Butades, cuando reproduce en barro el trazo de su hija, lo somete al horno (al “calor paternal”, calor supremo) y lo solidifica, lo materializa, lo convierte, no ya en el objeto de deseo de Kora, sino en una cosa: un medallón, un objeto sin respiración que irá en el frontispicio o en la orilla de una teja (como otras piezas de Butades, dice Plinio), y que indicarán clase, estatus social… Un relieve (o medallón o escultura) puede ser puesto en venta como otras hechuras del artesano.
Butades se apropia del deseo de su hija, y lo usa para provecho propio. (Cabe un pellizco de interpretación sicoanalítica: el padre desea al deseo de su hija, se apropia de él y lo paraliza, lo frigidiza. Y en esta línea: porque su hija, ya sin deseo, es suya, es propiedad de su papá, es su recurso, su utilidad, también un utensilio, el padre usará su enlace “matrimonial” para obtener estatus, clase, y dar poder a “la casa”. La hija es parte del “patrimonio”, como el medallón o el relieve.) Dejo este paréntesis atrás, y en honor de José Emilio, para también desplazarlo, un poema:
Don Segismundo Freud,
tras arduo estudio,
descubrió lo que al otro le costó un verso:
el delito es haber nacido.
Retomo mi hilo: del deseo de Kora y su bordear y delinear la sombra a la mano artesana de Butades que, cuando cosifica el trazo de su hija, priva también al representado de su deseo, que era ausentarse a apartadas tierras…, y de ahí al medallón. El deseado pasa, entonces, en manos del padre, a ser cosa y mercancía —no iría yo tan lejos como para decir que lo torna en un saco de huesos; lo paraliza, pero no lo mata, solo le arrebata la capacidad de escape; inmóvil, lo deja sin libertad: lo esclaviza.
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La Mujer es, ahí en la narración de Plinio, Hija —como en el Génesis, nacida para atender, cuidar y dar gusto al varón (“y tu deseo será para marido, y él se enseñoreará de ti”; o en otra versión: “Desearás estar con tu marido, pero él te dominará a ti”; en King James: “and thy desire shall be to thy husband, and he shall rule over thee”), un infante a perpetuidad que no debe desear sino sujetarse a quien es el propietario de su persona, a quien es su Butades—. Es sin deseo, es sin libertad: Ella es el primer ser que pertenece a otro, y no a sí misma.
Ella es también un medallón —como el que hizo Butades—: otra que no tiene punto de fuga. Que no tiene nombre. Amado y enamorada son dos objetos sujetos al mercado: la hija, y el objeto hecho a partir del trazo de su deseo.
Esclavos son: la hija y el relieve del padre alfarero.
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Así que lo que escribió Plinio (y creemos leyó Sor Juana), además de ser el del origen de la pintura y la diversidad de las artes, es una fábula sobre el deseo, el poder, el comercio, la utilidad, la necesidad de lo no utilitario, la esclavitud y el patriarcado. Y el poder creador de una mujer.
¿Y por qué, por qué la mujer es la primer dominada, esclavizada, cosificada? Si seguimos la narración de Plinio el Viejo, la que no tiene nombre, la que es hija, ella, es la que ama, es la creadora de la presencia de la memoria, la hacedora del primer dibujo, la que reproduce la imagen, y, más importante: ella es la que da a luz a la luz. Esto último, literal: ella es quien puede dar a luz. La que tras sus faldas (y digo “faldas” con la palabra falda como esa prenda al piso que arrastra con su paso lo dejado por los pasos de otras, desde aquella primera que aparece representada en las cuevas de arte paleolítico de Albacete, como las Cuevas de la Vieja, posiblemente sí pintadas por las primeras pintoras, pasando por la basquiña o el miriñaques, o la minifalda de nuestra liberación sexual), bajo ésas, la cultura nuestra guardó el poder de dar vida, dar a luz, y de comprender las sombras: de delinear la vida a sabiendas de que el objeto de deseo está por partir: Kora, esa primera dibujante, la hija sin nombre, es la metáfora del poder creador —nos permite percibir la atmósfera, ver lo que se está yendo, porque el tiempo siempre corre, y comprender nuestro entorno—: bajo sus faldas se traza el contorno de las sombras, y con su persona delinea otro poder: el de la maternidad. La maternidad de nuestra conciencia del mundo.
De nuevo, en las faldas, tenemos que, como en el dibujo de Kora, lo negativo es lo positivo: las sombras, las sombras nos iluminan.
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En la versión del Génesis aprobada cuando Teresa de Ávila fundaba sus conventos, simultáneamente a cuando el Viejo Mundo se apropiaba del “Nuevo Mundo” (¿del Mundo-Niña?) (que es cuando se consolida, se solidifica, que la esclavitud vaya ligada a una “raza”, y se instituye un orden-de-las-cosas que marca nuestra infame Era, que hace posible y “normal” que la mitad de la población nazca para estar al servicio de la otra mitad, hasta la caricatura que es la realidad: hoy, el uno por ciento amasa el 63 por ciento de la riqueza global —datos de OXFAM, “por cada dólar de la riqueza global que percibe una persona perteneciente al 90 por ciento más pobre de la humanidad, un multimillonario se embolsa 1.7 millones de dólares”—)*, en esa versión que no fue la primera de ese texto, pues las hubo muchas y previas y con tramas en las que Mujer jugó un papel bien distinto, y no fue hecha para servir a otro y seguir el deseo del varón (como bien leemos en el libro de Graves y Patai sobre los mitos judíos), se planta en la célula de la sociedad (la familia) la desigualdad como el ancla y la regla.
Desde el centro. Desde el espacio doméstico al globo. Desde la médula hasta Wall Street.
El des/orden como un orden social que vemos en la hija sin nombre que deja a su deseo convertirse en pieza de cerámica se subvierte cuando Sor Juana toma la voz, cuando se declara neutra, no para anularse sus deseos, sino para conseguirlos, para salirse de ahí. Así recupera a las mujeres sabias en sus escritos para que “se muestren” a los ojos de todos, y quede magnificado su valor.
Mil gracias de nuevo. Que vivan las fábulas, los poemas, los cuentos, el teatro y las novelas: nuestro capital. Que viva José Emilio Pacheco. Y a ustedes, gracias por leer estas páginas, o por haber estado conmigo cuando las leí.
El pequeño desorden de la hija sin nombre y de la Eva sin su deseo propio se subvierte como lo soñó Sor Juana (“un Marido sin mujer, y una casada Doncella”…), y ese desorden se empieza a cumplir cuando son ellas las que toman las calles y los elogios en las críticas literarias.
Muchas gracias.
Texto leído el domingo 11 de marzo, en la inauguración de la Feria Internacional de la Lectura Yucatán, con motivo de la recepción del Premio Excelencia en las Letras José Emilio Pacheco 2023, otorgado por UC Mexicanistas, bajo la dirección de Sara Poot-Herrera, y la Filey, dirigida por María Teresa Mezquita.
AQ