De las 29 prohibiciones a las mujeres que impone la sharía —ley islámica— de los talibanes en Afganistán, acaso por un descuido, componer letras y canciones al estilo del rap no se encuentra entre ellas. No aparece escrito en ninguna parte, como sí lo están de manera expresa la prohibición del trabajo femenino fuera de sus hogares, el estudio escolarizado, el uso de cosméticos o de zapatos de tacón, reír en público, conducir un programa de la televisión o la radio, practicar un deporte, o subirse a un taxi sin la compañía de un hombre, entre muchas otras. La historia de Sonita, la primera rapera afgana de la historia con reconocimiento internacional, nos recuerda el tamaño de la tragedia que se avecina.
Migrar
Es el año 2007. Sonita Alizadeh es una niña que vive en la ciudad de Herat, en Afganistán. Tiene 10 años y es la menor de cinco hermanos: dos mujeres y tres varones. El padre, un comerciante que se esfuerza por sostener a su familia con gran dificultad. La madre, una mujer que luce anciana a pesar de tener menos de 50 años de edad y que se dedica por entero a sus hijos —la casaron a los 15 años y fue madre a los 16.
Sonita, que en la lengua persa —la que ella habla— da nombre a un ave migratoria, no ha pisado una escuela y por lo tanto no sabe leer ni escribir, pero le encanta ver las fotos de las revistas y folletos que llegan a sus manos. Aún es niña y puede jugar con otros de su edad entre las calles polvosas en la periferia de la ciudad. Pero dentro de poco, en cuanto aparezcan los primeros rastros de la menstruación, deberá renunciar a los juegos, vestirse cubierta de pies a cabeza por un chador azul o negro —con un velo más delgado en los ojos para permitirle la vista—, y ayudar a su madre en las labores domésticas, a la espera que le presenten a la persona con la que tendrá que casarse.
Herat alguna vez fue próspera. Localizada en un valle rodeado de montañas colosales, detrás de las cuales se despliega abrasador el desierto afgano, la ciudad posee el clima favorable que ha permitido por siglos el cultivo de la vid en sus alrededores y la producción en gran escala de un vino que era famoso en la región. Pero en el año que arranca este relato la situación es diferente: la uva todavía se cultiva pero el vino ya no se produce, hace mucho que se prohibió su consumo en el país.
Sobre la ciudad pesan años acumulados de estropicio bélico y violencia. Hay pobreza en Herat, fatiga existencial, pasmo, miedo. Primero la invasión soviética de principios de los años ochenta, que en uno de los bombardeos contra los grupos que se resistían a la ocupación casi la destruyen; quince años después, la toma violenta de la ciudad a manos de los talibanes; y posteriormente la ocupación de los ejércitos de la Alianza encabezada por los Estados Unidos, en represalia por los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Finalmente en 2002 la ciudad regresa al control del gobierno central de Afganistán, y goza, al caer la primera década del nuevo siglo, de un breve periodo de paz y estabilidad política.
La infancia de Sonita transcurre y la ciudad no se recupera, ni regresa el antiguo esplendor a sus calles, ni la prosperidad se asoma en esta ciudad de casi medio millón de habitantes, que poco a poco migran en busca de un futuro mejor. Su familia tendrá que empeñar lo poco que posee y dejarlo todo atrás en busca de una mejor oportunidad en Irán, el país vecino donde también se habla persa.
Por un momento el padre de Sonita duda de la decisión de migrar: un vecino, menos pobre que él, le ofrece una suma considerable a cambio de que Sonita se case con su hijo mayor, pero al vecino algo le sale mal y se desiste de la oferta. Migrar se convierte en la única escapatoria, casi un acto de sobrevivencia.
Así es como la familia de Sonita emprende el viaje por tierra de más de mil 200 kilómetros rumbo a Teherán. Poco antes de cruzar la frontera con Irán, a la camioneta maltrecha en la que viajan la intercepta un grupo de rebeldes talibanes que piden dinero a cambio de dejarles pasar, amenazan con quedarse con Sonita y con su hermana de no cumplirse sus peticiones, básicamente un pago a cambio del rescate. De rodillas, llorando y suplicante, con un fusil talibán que le apunta a la cabeza, el padre de Sonita logra milagrosamente que los dejen pasar. Años después Sonita recordará aquella escena en pesadillas recurrentes y aterradoras.
Crecer
Sonita se despidió de la infancia como refugiada en Irán. Tenía la edad pero no la vida de una adolescente. No pudo inscribirse en una escuela o convivir con otros chicos de su edad. Sin papeles, sin estudios previos y sin dinero, no había manera de tener una vida normal. Pero había cosas que si podía descubrir: la música, por ejemplo, y ya en la radio local, o en el televisor que tenían en la casa —una sola habitación donde se hacinaba la familia— descubrió el ritmo atronador y la lírica florida, jubilosa, de Yas, el más famoso rapero de Irán, muy popular entre las chicas de su edad. Descubrió también a otras figuras extranjeras: a Eminem, a Michael Jackson, a Rihanna. Se percató, a través de fotos y videos, de los conciertos masivos en los estadios del mundo, del turismo, y de los artículos de lujo en Occidente, la otra vida que se vivía fuera de su refugio iraní. Sonita viajó con la imaginación, reinventó su propio mundo a fuerza de canciones y de fotos. No tenía de otra.
Al tercer año de exilio el padre enfermó y no tuvo más remedio que regresar con sus tres hijos mayores y con su esposa a Herat. Sonita y su hermana se quedaron solas en Teherán. El padre al poco tiempo murió pero no pudieron acudir a sus funerales: la hermana había logrado emplearse como trabajadora doméstica y se hacía cargo de Sonita, la menor de la familia, que por entonces, con 13 años de edad, obtenía algunos centavos lavando los baños y haciendo mandados en un centro para refugiados afganos en el centro de la ciudad.
Fue en el refugio donde se forjó una vida diferente. Ahí aprendió a leer y escribir como alumna de la escuela para niñas refugiadas; conoció de propia voz la vida de muchas otras niñas afganas cuyas historias se parecían a la suya. No lo sabía entonces, pero aun ahora cada año se consuman más de cinco millones de matrimonios infantiles en todo el mundo.
Una vez que comenzó a leer, también descubrió la poesía en persa, especialmente la de Nadia Anjuman, oriunda de Herat, como ella, y que tuvo un final terrible cuando en 2005 fue asesinada a golpes por su esposo y su familia política, por el atrevimiento de publicar sus poemas en una revista, algo expresamente prohibido por el talibán. Nadia tenía 25 años y un hijo de seis meses cuando la mataron. Sonita imaginó entonces un futuro distinto para ella, no un lugar donde las niñas eran vendidas para el matrimonio, ni donde las mujeres eran castigadas por escribir poesía.
En secreto, en la soledad de su habitación, o en sus pocos ratos libres durante el día, Sonita comenzó a escribir. Y lo que le salió no fue poesía a secas, sino poesía cantada, es decir, rap, ese encuentro febril entre la palabra, las entrañas y el ritmo de los juglares de nuestro tiempo. Sonita descubrió a sus 14 años que quería ser rapera, ser famosa como Rihanna, y hablar sobre las cosas que le importaban. Entonces empezó a compartir sus primeras composiciones con las compañeras del centro de refugiados. No tenía formación musical, no tenía formación literaria, pero gozaba de algo mejor: imaginación. Esa poderosa herramienta que sirve para liberarnos no menos que para liberar al mundo.
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No solo se requiere imaginación para escribir rap siendo una refugiada afgana de 14 años en Teherán. Se requiere también de mucha valentía, porque en Irán está prohibido que las mujeres canten profesionalmente. Se precisa además de tesón para buscar que alguien se atreva a grabar sus composiciones sin temor al castigo. Y fue así como, buscando quien le prestara un estudio para grabar sus raps, la historia llegó a oídos de una documentalista iraní, tan valiente y audaz como la propia Sonita.
Rokhsareh Ghaemmaghami ya era reconocida internacionalmente como directora de documentales cuando oyó hablar por primera vez de Sonita. Nacida en Irán, egresó de la carrera de Cine en la Universidad de las Artes de Teherán, había obtenido premios en festivales europeos por un documental anterior sobre la vida de una pintora analfabeta en Irán, casada a los 11 años de edad. Al principio la historia de Sonita le interesó para hablar sobre la venta de niñas en Afganistán, y fue así como empezó a documentar el caso y a grabar las primeras entrevistas con Sonita, con su hermana, y con las encargadas del centro de refugiados. Su documental estaba por dar un giro inesperado y ella ni siquiera lo sospechaba.
Coincidieron los primeros encuentros para la filmación del documental con una gran noticia para la joven Sonita: resultó ganadora de un concurso de video y composición organizado por las autoridades electorales de Afganistán, por el cual se premiaría al mejor trabajo que sirviera como invitación para que los ciudadanos acudieran a las urnas, en uno de los primeros ejercicios democráticos de un país ocupado militarmente por Estados Unidos, asolado por décadas de violencia y autoritarismos de diverso signo. El trabajo de Sonita se dirigía a los jóvenes, era una grabación casera de exaltación y orgullo nacional que invitaba a los jóvenes a recuperar su país a través del voto.
Tan pronto recibió el premio, poco más de mil dólares, Sonita le mandó el dinero a su madre en Herat. Pero ocurrió también que por esos días, aprovechando el dinero que le había enviado su hija, la madre de Sonita tomó un autobús a Teherán para informarle que pronto debía de regresar a su ciudad: ya estaba pactado su matrimonio con un hombre mucho mayor que ella. Uno de sus hijos, desesperado por casarse, necesitaba siete mil dólares para obtener a su futura novia, y la madre pensó que podría obtener nueve mil dólares por el matrimonio de Sonita. “Hay un hombre, y te está esperando”, le dijo su madre a los pocos días de su estadía en Teherán.
No había desamor ni crueldad en su dicho, era simplemente la tradición y la costumbre las que dictaban la sentencia. Ella misma había sido vendida a la familia del padre de Sonita, y la abuela también, y la bisabuela, en una cadena tan larga como ciega: una práctica medieval que nació cuando las hijas eran parte de la organización económica del núcleo familiar, y su salida del hogar para casarse debía repararse con un pago.
Tan pronto se enteró de esta situación, Rokhsareh intentó persuadir a la madre. Habló con ella, como también lo hicieron las directoras del refugio. Pero no había poder humano que la hiciera cambiar de parecer: necesitaban el dinero en la familia, su hijo lo necesitaba, así de simple. La directora del documental reunió el equivalente a dos mil dólares para que la madre no regresara a Herat con las manos vacías y para comprar tiempo en busca de otra solución.
Rapear
Esa tarde, en el departamento de la propia Rokhsareh, con una cámara profesional y un set muy básico de iluminación por todo equipo, Sonita se preparaba para la grabación. Ella misma eligió su vestuario —un pálido y desgarrado vestido de novia con velo y un ramo de rosas ya marchito— y el maquillaje: lágrimas y cicatrices en el rostro, un código de barras pintado sobre la frente, como si ella misma fuera un producto en venta. Y así, sin ensayar, comenzó la grabación. Frente a la cámara, comenzó la joven de Herat el arduo camino para su liberación.
Sonita rapea. Hay que escuchar aquí —más que leer— su voz áspera, desesperada, entonando estrofas rimadas en persa con el bit trepidante y electrónico propio del género. Sonita no actúa, se desvive ante la cámara. No improvisa, tiene muy estudiada la letra, como si la hubiera escrito con la sangre, no como: estaba escrita con sangre. Sus versos ritman y riman con precisión, en el idioma del poeta Omar Khayyam. Traducidos al español y despojados de la rima, se escucharían así:
Susurro mi historia bajito para que nadie oigaque estoy hablando de la venta de niñas.
Dicen que si alzamos la voz contravenimos la ley
En esta ciudad, las mujeres deben callar,
pero yo hablo a gritos de un silencio de por vida.
Grito desde un cuerpo traumatizado en rebeldía,
grito desde un cuerpo exhausto en su jaula,
roto por el precio que le ponen al llegar a la juventud.
Aún soy una niña de solo 15 años,
pero tengo a hombres adultos como pretendientes.
Estoy confundida por la tradición de mi pueblo.
Venden a chicas por dinero.
La mujer no tiene elección.
Seré la esposa del mejor postor.
Como otras chicas, estoy enjaulada.
Como un cordero criado para alimentar a otros,
Grito para compensar una vida de silencio.
Grito en nombre de las heridas profundas de mi cuerpo.
Grito por este cuerpo cansado de estar en su jaula.
Un cuerpo quebrado por el precio que le han puesto.
Pocos días después subieron el video a YouTube y a la vuelta de un par de semanas había logrado más de ocho mil visitas. Un video arrojado al mar de internet como el mensaje del náufrago en la botella. Más de uno destapó la botella y se volvió viral. Dos millones de personas en todo el mundo lo han visto, un rap que más que rap se volvió un himno, una proclama, el grito libertario de una adolescente en la brega por su libertad.
Renacer
El día que en la fundación filantrópica estadunidense Strongheart Group se enteraron de la existencia de Sonita y de la circulación masiva de su video, comprendieron que era un caso urgente para brindar ayuda. Le enviaron entonces una carta de invitación para visitar Estados Unidos. Conocían su historia, y estaban dispuestos a recibirla, ayudarle en los trámites para obtener la residencia, y costearle la vida y la educación en un bachillerato de Utah. La vida de Sonita empezaba a cambiar.
Pero salir de Irán, regresar a Afganistán por tierra, tramitar un pasaporte y obtener el derecho de salida se veía muy cuesta arriba. Sonita comenzaba a ser una ciudadana global a esas alturas, pero al mismo tiempo era una persona sin identidad alguna, y no contaba con el permiso de su gobierno, ni mucho menos de su familia, para cambiar su vida de golpe y migrar a los Estados Unidos.
El viaje que emprendieron Sonita y Rokhsareh desde Irán hasta los Estados Unidos tomó más de cuatro meses y es, por sí mismo, una película de suspenso. Debieron, con engaños, obtener los papeles indispensables de la familia; debieron a su vez recurrir a múltiples contactos dentro y fuera del gobierno afgano y de pedir ayuda diplomática a varias embajadas. El día que finalmente obtuvo su pasaporte en Kabul, y poco después el sello con el visado de los Estados Unidos, Sonita tenía la mirada y la sonrisa de quien acaba de renacer.
En el invierno de 2014 Sonita espera en un hotel de Kabul. Nunca antes había dormido en un sitio así, con cama, alfombra, televisor. Tanta comodidad le abruma, le parece de otro mundo. Mira a través de la ventana en las largas jornadas de la espera. No mira a la ciudad, mira al horizonte de su vida, al futuro que le aguarda.
Sonita, a sus 18 años, con una vida detrás, con todo el peso de su historia en la maleta, llegó finalmente a los Estados Unidos en enero de 2015 y enseguida fue recibida como alumna del Wasatch Academy en Utah. Semanas después le marcó a su madre para contarle la verdad. La madre parecía no entenderlo, solo alcanzó a decirle que no dejara de vestir su chador.
Poco después Rokhsareh presentó su documental en varios festivales internacionales y obtuvo el premio principal en Sundance, uno de los más importantes del mundo. Al mismo tiempo Sonita mejoraba a pasos agigantados su inglés, y combinaba el tiempo de estudiante con la participación en diversos foros donde ha contado su historia y ha abogado por el fin de los matrimonios infantiles y la venta de menores.
La libertad es hija de la palabra, la poesía y la música son formas radicales del alma en rebeldía. Sonita hizo de su rebeldía un himno. Sonita rapea y al hacerlo nos libera.
AQ