Benjamin Moser nunca tuvo oportunidad de conocer a Susan Sontag, pero leyó sus novelas y ensayos mientras era estudiante de Letras e Historia en la Universidad de Brown. Adentrarse más en su obra estaba en su lista de pendientes. Tras haber dedicado veinte años a escribir la biografía de la narradora brasileña Clarice Lispector, recibió la propuesta de David Rieff, el hijo de Sontag, para escribir la biografía de una de las mujeres más influyentes del siglo XX. “Me quedé un poco espantado —afirma Moser— porque en Estados Unidos es una figura monumental. Sabía que iba a ser difícil aproximarse a ella, pero no podía desaprovechar la oportunidad. Es una vida fantástica, tan rica, en todos los sentidos, que ha sido un placer tener eso en mis manos, aunque también un desafío”.
Moser no desaprovechó la oportunidad. Las 700 páginas que conforman Sontag. Vida y obra, Premio Pulitzer de Biografía, proponen un viaje exhaustivo que recorre la historia y el pensamiento de la escritora, descubriendo así la ecuación entre vida y obra. Destaca, además, el valor literario que logra el autor mientras describe a un personaje fascinante en toda su dimensión. “No tenía idea de la magnitud de lo que había hecho porque si estamos hablando sólo de los libros, hay una amplitud de novelas, teatro, cine, ensayo, y cuanto más te adentras en su obra, más te impresiona lo que consiguió. Además, está la política, las relaciones privadas, el activismo. La mujer literalmente no dormía, por eso hizo todo lo que hizo”.
La biografía consigna que, en buena parte, esa energía provenía de las anfetaminas. “En esa época no se sabía lo malo y lo adictivo que eran. Utilizó drogas, no para ir a una fiesta, sino para escribir más, para trabajar mejor. Le costó mucho alejarse de ese vicio”.
Era una mujer de carácter fuerte, hermosa e inteligente desde muy joven, pero con una autoestima muy baja, alguien que nunca se sentía valorada ni amada. “En Estados Unidos era como la Estatua de la Libertad, una cosa tan fuerte que nadie sospechaba lo que había detrás. Creó una fachada para protegerse, para proteger a la niña vulnerable que no tenía padre, ni nadie que le hiciera caso. Se creó una máscara, una imagen. Lo dice en sus diarios: ‘Ahora me pongo una máscara para esconderme en mi obra’. Si se hubiera quedado tal cual, no me habría interesado. No me interesan las santas, las personas perfectas. ¡Qué fastidio!”
Podemos leer a Susan Sontag y deslumbrarnos con su obra, sin embargo, para entenderla a profundidad, es necesario entrar en su vida, en los procesos que la llevaron a desarrollar ciertos temas. “Hay una conexión muy fuerte entre vida y obra. Cuanto más entendemos sus preocupaciones personales e intelectuales, más luz tenemos de la obra. Me interesaba que el libro alentara al lector a ver lo que está detrás”.
—Muestras a una mujer fascinante, pero también revelas su lado oscuro. Vemos a una Susan egoísta, despótica, implacable, descuidada en su aspecto, en su aseo.
Todo eso me encanta porque es una persona tan extrema y tan lúcida que raya en la locura; una mujer de gran simpatía y de una suciedad total. Como escritor, cuanto más extremo es el personaje, más interesante me resulta. Quise retratarla con toda su humanidad, instigar a la gente a conocerla, que el libro fuera una puerta para entrar a la obra e inspirar a la gente.
—¿Dónde dirías que está el núcleo de las reflexiones de Sontag?
Básicamente en una cosa: cómo reunir al cuerpo con la cabeza; a la realidad con la imagen de la realidad; al objeto con la palabra que describe a ese objeto. Estamos en un mundo dividido, las personas no dicen lo que quieren decir, hay una separación entre realidad y lenguaje. ¿Cómo superar eso? Es algo presente en su obra y en su vida: sentirse dividido entre cuerpo y mente, entre la realidad que ves y la realidad interior. Es un trauma que me dolió porque sentí que tenía esa necesidad y no alcanzó a superarla.
—¿Cómo explicarse que una mujer con esa inteligencia, esa fuerza y ese poder de reflexión no haya logrado conciliarse con su homosexualidad?
Ella nació en 1933. La homosexualidad era ilegal, podías ir a la cárcel por tener una relación homosexual, te podían quitar a tus hijos, perder tu trabajo. La gente escondía ese hecho, aun si lo aceptaba en su interior. El libro permite ver esa evolución de las ideas y cómo cambia la vida de las personas. La revolución feminista, la revolución gay, son enormes. Ella creció en una sociedad donde eso estaba prohibido, se quedó con la idea que tenía cuando era niña. Es una tragedia que no haya podido vivir de una forma más libre y feliz.
—Hablemos de su activismo, su cruzada en defensa de la cultura, el arte y los valores políticos para garantizar la dignidad de las personas.
Es un lado muy interesante porque no le era muy natural. Lo desarrolló cuando ya era más vieja. En su juventud se inclinó hacia una política de izquierda; era lo que se esperaba de una intelectual. Luego comulgó con algunas causas en Latinoamérica. Siempre fue la primera en llegar a los lugares más candentes del mundo. Fue a Cuba pocos meses después del triunfo de la revolución porque tenía una novia cubana. Participó en las protestas contra la guerra de Vietnam. Eso no rindió porque una escritora no puede parar una guerra. En los años ochenta hizo algo muy interesante: apoyó causas de izquierda pero menos llamativas para proteger la palabra libre. Por ejemplo, en el caso de Salman Rushdie logró que la intelectualidad americana adoptara una postura a su favor. Protegió a escritores durante la dictadura en Corea, Cuba, Polonia. Recibió a esa gente en su casa; dormían en su sofá. Se convirtió en un símbolo de la libertad de pensamiento en todo el mundo.
—En el libro refieres que desde la infancia, a partir de la lectura de Los miserables y las primeras imágenes del Holocausto, se interesó por la injusticia, por cómo enfrentarla. Reflexionó también sobre el papel del intelectual. De hecho, fue la primera en plantear que lo sucedido en Bosnia, en 1993, era un genocidio.
Fue el clímax de todo esto. Fui a Bosnia, a Sarajevo, para homenajearla en la plaza que lleva su nombre, frente al Teatro Nacional. Ahí protestó de una manera muy sencilla: montó una obra de teatro, a Beckett. Le decía a la gente: “Eres un ser humano, no eres una causa, ni una religión, ni una etnia, eres una persona”. Pensaba que el arte, el teatro, los libros, que le habían salvado la vida cuando se convirtió en una niña abandonada, era algo por lo que valía la pena morir por los valores que incorpora a la cultura. La gente de Bosnia percibía en ella generosidad, simpatía, humanidad, no a la Susan monstruosa que veían en Nueva York, donde fue atacada con mucha violencia verbal.
—¿A qué se debían esos ataques?
Al principio fue por Notes on Camp, un ensayo cuyo trasfondo era la homosexualidad. La gente le escribía cartas, decían: “Esa señora es el fin de la nación, es la tumba de la patria, de la religión”. Pretendía reformar a la jerarquía que imperaba en Estados Unidos y en el mundo, el hombre por encima de la mujer, la heterosexualidad impuesta, los negros por debajo de los blancos, la homosexualidad como una enfermedad de gente loca. Estaba amenazando a toda esa estructura social. Mucho se debió a que era mujer, una mujer brillante y más guapa que las otras. Cómo no detestarla.
—Sobre la enfermedad escribe dos libros fundamentales: La enfermedad y sus metáforas y El sida y sus metáforas.
A los 42 años se descubre con un cáncer en la cuarta fase, justo antes de lo terminal. Debió haber muerto, pero lo superó, con mucho dolor y esfuerzo. En La enfermedad y sus metáforas describe cómo el lenguaje puede deformar la experiencia de la enfermedad, asociarla a un problema moral. Hasta los años setenta se creía que te enfermabas de cáncer porque no habías expresado tus emociones, porque habías vivido sexualmente reprimida. Después vino el sida, asociado a la homosexualidad, con una carga de pecado, de castigo, de alienación de la sociedad: “Te vas a morir porque te lo mereces, porque ya te había dicho que no seas maricón”. Ella quiso mostrar los vínculos del lenguaje con las experiencias reales, con los cuerpos reales, el sufrimiento real de la gente. En su archivo, en Los Ángeles, hay cantidad de cartas de agradecimiento. Una señora con cáncer terminal, le dice: “Por el momento me puedo morir sin pensar que fue por mi culpa”.
—Además de los diarios, las cartas, su computadora y otros documentos en el archivo, están las entrevistas con familiares y amigos. Acaso el testimonio más interesante es el de Annie Leibovitz, su última pareja.
Durante muchos años ella no quiso hablar conmigo porque pensó que yo era amigo de David, el hijo de Susan, y entre ellos se había dado un rompimiento radical cuando Susan murió. Me costó cinco años convencerla. Una tarde, estando en París, en la calle, me llamó una señora que trabajaba con Annie. Me dijo: Benjamin, Ella —no dijo su nombre— quiere hablar contigo. Me dio una dirección en Nueva York. Fui casi directamente al aeropuerto y pasé un día entero con ella. Era una relación muy difícil la de Susan y Annie, seguramente las dos lesbianas más famosas de Estados Unidos. Se peleaban, siempre estaban exhibiéndose en público. Annie me recibió con ternura, con simpatía y una apertura total. Fue una de las relaciones más importantes que tuvo Susan. Quince años, mucha pelea, mucho drama, pero duró hasta la muerte.
—¿Hablaron sobre las fotografías de los últimos días de Susan?
Ese fue el motivo del disgusto entre David y Annie, que había hecho fotografías de Susan mientras padecía, cuando se murió, después de muerta, y luego las publicó. Le pregunté a Annie su opinión y me dijo: “Yo soy fotógrafa, hice todo con el mayor cariño y respeto hacia Susan, no pensé que fuera a dolerle a nadie, estaba ejerciendo mi arte, conmemorando algo”. No quiero juzgar porque no es mi madre, pero me parece que Annie le hizo un homenaje. Eso muestra cómo la fotografía es una cosa emocional, no una cuestión teórica o abstracta, sino de carne y hueso; tiene que ver con el sufrimiento y la muerte de la persona. Quedará siempre la pregunta de si Susan había dado permiso para hacer las fotos y publicarlas.
—Resulta interesante dado que ella se ocupó de hacer una profunda reflexión sobre los límites en la representación del sufrimiento ajeno en su libro Sobre la fotografía.
De alguna manera Susan había preanunciado eso treinta años antes: la relación entre la obscenidad y la revelación. La realidad que queremos mostrar y la crueldad con la que exponemos a la gente. La foto de una persona desnuda puede ser muy bella, puede ser obscena en el sentido pornográfico, puede ser cruel en el sentido de un cuerpo muerto. ¿Tienes derecho a enseñar eso? Susan advierte esto en su obra y después su propio cuerpo se convierte en un teatro filosófico para ilustrar qué pasa cuando le sacas fotos a la gente, qué estamos haciendo cuando tomamos una foto, cuándo es una imagen apropiada, cuándo es obscena. No hay respuesta, pero Susan nos ayuda a hacer esas preguntas que necesitamos para vivir con más conciencia y dignidad.
—Desde tu perspectiva, ¿cuál es el legado más importante que dejó?
Quizá la herencia moral, la obligación de utilizar la sabiduría, no como una lanza para destruir a la gente sino para invitarla a ser mejor. “No te quedes delante del televisor, lee un libro, sé más”. Creyó en la importancia del aprendizaje, del trabajo. Es una inspiración, sobre todo hoy, cuando vemos la idiotez que nos ahoga. Tenemos la obligación de mantener vivo ese legado; es lo que trato de hacer con este libro. El legado de Susan Sontag es su pensamiento, el ejemplo de una mujer sin temor, que se atreve a todo, que no le tiene miedo a nadie. Todavía necesitamos a Susan Sontag, necesitamos a esa mujer que lo sabe todo.
AQ