El diálogo de la libertad y la muerte: ‘Testamentum’, de Efraín Bartolomé

Literatura

Como en todo lo que emprende, en este libro el poeta chiapaneco ha intentado aquí entablar un tú por tú con la muerte, sin menospreciarla, pero sin arredrarse, con aplomo y sin tapujos.

‘Testamentum’, de Efraín Bartolomé. (Fondo Editorial Universidad Autónoma de Querétaro)
Rafael Segovia
Ciudad de México /

No resulta fácil hablar de este libro, que nos muestra un enfrentamiento entre la palabra y la finitud de la vida, entre la conciencia luminosa y la oquedad sin retorno de la muerte y su silencio. Efraín Bartolomé se me ha antojado siempre como un poeta heroico, no un Ajax o un Aquiles, sino un Ulises, que en su periplo explora y desentraña los misterios del mundo. Su poesía es en efecto un ejercicio profundo de la visión, de la sensación, del deslumbramiento: ante su Chiapas natal, ante la Naturaleza, a la que exalta con la vehemencia de un Virgilio o de un Hölderlin, deslumbramiento ante el amor o el destino, ante el misterio y ante el poder demiúrgico de la creación.

Pero sobre todo: Efraín Bartolomé nos obliga a preguntarnos cuál es el verdadero sentido de la poesía, nos enfrenta a la sempiterna pregunta. ¿Para qué el arte? Nos inquieta, nos interroga, no nos da sosiego. Porque su propia interrogación no tiene descanso, y escribe para hacérnoslo saber, para involucrarnos, para ponernos en movimiento.

A medida que uno descubre su extensa obra, cuya prolijidad revela una inquietud febril, proactiva, imperiosa también, se dibuja el objetivo de todo ese quehacer como el del ascenso a una inmensa montaña, ante la cual los más se detienen, intimidados, pero que en algunos enciende un imparable deseo de conquista, una incontenible curiosidad. Cada uno de sus libros está fincado en una de las rocas de esa montaña a la que muchos aspiran ascender pero que pocos llegan a conquistar. Y lo más asombroso, dirían algunos, es que parece lograr esa hazaña sin esfuerzo, con parsimonia y sencillez, como si fuera la cosa más natural. Porque, en efecto, Efraín nos recuerda que lo que él practica a través de la palabra no es sino la facultad misma que todo ser humano posee: interrogar ese misterio que es estar vivo, y como parte de ello sentir, percibir, entender, tocar, dar forma, amasar, en fin: todo lo que nos hace humanos.

El misterio de la escritura, o incluso el misterio del arte se resuelve así: no hay tal misterio. No hay fórmulas secretas, conocimientos esotéricos, reductos reservados. Solo hay un factor que crea al artista: lo llamaremos libertad. La libertad que impulsa a un niño a dejar brotar sus sentimientos y reír o gritar o llorar sin retención. La libertad también del que, atraído por la vastedad del mundo, no duda en echarse a andar para descubrir sus horizontes; la de quien, al ver ante sí el embate de las fuerzas del cosmos, se adelanta en vez de resguardarse para sentir a fondo lo que lo vincula a esa energía primigenia. Libertad que es ante todo decisión de vivir.

La libertad, así descrita, es el magma profundo del que surge, confrontado a la estrechez y la constricción de este mundo, el espíritu libertario del artista: su autonomía, su rebeldía. También de esa libertad es necesario que surja la franqueza. Quien es libre ante sí mismo no conserva vestiduras hipócritas, máscaras de falsa sonrisa, pretensiones huecas. Se muestra ante el mundo desnudo, frágil, pero también pleno y portador de vida, investido de la dignidad de ser una parte inigualable del cosmos. Y con esa investidura, sin más armas que las que le presta su humanidad, puede enfrentar los desafíos más severos, los embates más crueles que le impone su estancia en el mundo.

***

He recorrido hasta aquí este tren de pensamiento para tratar de mostrar una diferenciación fundamental en las diferentes maneras de hacer arte, de hacer poesía, y puedo afirmar que en este poeta la poesía se manifiesta en su esencia misma.

Así es Efraín Bartolomé, el poeta de la poesía desnuda.

¿Qué quiero decir con esto? Que no hay en su lenguaje poético aquello que se entiende por esteticismo, en el sentido de un lenguaje que intenta mediante el artificio envolver en una incierta belleza conceptos que no necesariamente están cargados de vida ni de verdad. En cambio, la poesía de Bartolomé es como un caudal abierto, como los ríos que describe en sus poemas: brota sin medida, sin tapujos, sin afeites y sin pudor. Su habla es un habla franca, en la que cabe lo cotidiano y lo sublime en el mismo plano, en la que lo personal desemboca con naturalidad en lo profundamente humano, en la que las cosas cobran un brillo insospechado y al mismo tiempo se humillan como objetos bastos y materiales. Efraín escribe su poesía como quien aborda una lancha o una carreta para recorrer el mundo. La poesía es más una ventana, un sendero por el que van brotando como flores o abrojos, como rocas o raíces, los recuerdos, los sentimientos, dichos como una confidencia al lector, en la que no cabe más que el reconocimiento, la igualdad, la condición humana compartida. Poesía diálogo en la que el que oye se escucha a sí mismo.

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Pero ahora Efraín Bartolomé no ha escrito para exaltar y cantar, para manifestar con la precisión de su lenguaje la imperfecta perfección del mundo. Esta vez, Efraín Bartolomé ha querido llevar su entusiasmo por la vida a la confrontación mayor: a asumir su finitud. Hay en este libro un enfrentamiento con el que pocos nos atrevemos a lidiar, un enfrentamiento con la propia muerte.

     Al fin de la segunda mitad de la existencia me declaro feliz
     El viaje se ha cumplido
     Dejo a la luz mi sombra para que al fin la queme
     ¿Qué tierra cubrirá mi cuerpo inerte?
     ¿Qué sábanas de lino? ¿Qué aire? ¿Qué retorcidos hierros?
     ¿Qué llamas o qué sangre? ¿Qué humo?
     ¿Qué aves picotearán mis ojos y comerán su luz?
     ¿Qué perros devorarán mi cuerpo
     quebrarán mis costillas y morderán mi corazón?

El poeta, que siempre quiso mirar con ojos abiertos la belleza, la fuerza, los elementos, vivir la tempestad, ascender cumbres y manifestar su voz y su corazón, ahora emprende su final ascenso, el de la conciencia. Y su voz ahora se despliega para, de algún modo, vencer a lo invencible, enfrentar a la tiniebla con la luz sabiendo que la tiniebla ha de engullirla también a ella.

Es un viaje que pocos se atreverían a emprender el que se desarrolla en este libro. Poesía ya no ditirámbica, entonces, como la que se canta en Ojo de jaguar o la luminosa prosa de Cantando el Triunfo de las cosas terrestres, sino ahora funeraria, en una elegía a sí mismo que enfrenta con lucidez la muerte y para ello la describe, la enumera, la dispone, la engalana y la explora hasta donde es posible adentrarse en su oquedad.

Todos podemos legítimamente preguntarnos en nuestro foro interior cómo vamos a “vivir” nuestra muerte, y en este punto no creo que haya dos respuestas semejantes. Aquí sí estamos en la soledad absoluta, no tenemos referencia, no hay previsión posible. Efraín Bartolomé, como en todo lo que emprende, ha intentado aquí entablar un tú por tú con la muerte, sin menospreciarla, pero sin arredrarse, con aplomo y sin tapujos.

Para ello, era preciso ante todo afincarse en el recuerdo, recorrer una vez más la existencia y sostenerse en ella, creando una isla en la laguna Estigia desde donde entablar su diálogo.

Así pues, tras la primera parte del libro, en la que se declara la intención de escribir un testamento y disponer el destino de sus despojos, el poeta recorre las ricas tierras de la infancia, los aventurados caminos de la juventud, los meditativos senderos de la madurez, en una remembranza luminosa en la que no cabe la nostalgia, sino la pura afirmación de la vida.

Parte de este recorrido se hace a través de los sueños, un camino que permite tal vez imaginar el Bardo, el viaje del alma hacia la disolución, y en el que la exaltación de la naturaleza, de los elementos y de la comunión con ellos alcanza dimensiones cósmicas.

Pero otra parte es descrita con la sencilla exactitud de la geografía en la que Efraín vivió su infancia, de las faenas del campo entre las que creció, de las aventuras infantiles, del calor de un entorno frondoso y colorido que ha nutrido siempre su trabajo.

Este recorrido de la memoria concluye con el hermoso poema citado más arriba, que abre de nuevo la puerta a la muerte y restablece el diálogo.

Se ha manifestado ya la fuerza de la vida, de la conciencia, del recuerdo, del amor y de la imaginación, ahora el diálogo será parejo. Ahora se puede dar consistencia a las formas en que se manifestará la muerte, verla de frente, reconocerla sin desviar la mirada. Y traspasarla, adelantar lo que seguirá, disponer el ritual, preparar las exequias, destinar el propio cuerpo, ya en cenizas a regresar a la tierra, alimentar la savia de los árboles, fluir en los ríos, susurrar sus secretos a los santuarios privados.

     Y que luego las manos de mi amada repartan mis cenizas
     : tengo esperanzas bien fundadas de que aun siendo polvo
     sentiré las postreras caricias de su mano

Y así diseña el poeta, como quien crea su propio mausoleo, las celebraciones, las formas que habrá de tomar el recuerdo. Aquí el sentimiento fue vertido sin medida. Al describir cada uno de los lugares que deben ocupar sus cenizas, el poeta parece enlazarlos nuevamente con la emoción que representan en su vida, asirlos por última vez y llorarlos.

Testamentum concluye entonces con un nuevo recuento, que se inicia con el sueño nuevamente evocado para revelar el sentido de todas las cosas: esta vez, en efecto, todo está claro: se ha convocado a la vida para recorrer el camino de la existencia desde su centro mismo, que es el corazón, y el río de aguas vivas y profundas, turbulentas pero acogedoras, no es otro que ese camino de vida.

El desafío ha sido extremo: el poeta ha convocado a la palabra para entablar la lucha más seria de la existencia: la asunción del destino mortal de cada quien —ese que nos une a todos en la soledad más absoluta— y en ese enfrentamiento de la palabra con lo inefable, de la riqueza de la memoria con la oquedad, del amor y la exaltación con la congoja sin fondo, la victoria es incierta.

Sí, la muerte es invencible, no existe contrapeso para el destino, excepto tal vez la conciencia, la lucidez arrojada, la altura espiritual que confiere el acto poético: nombrar la muerte mirándola a los ojos.

AQ

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