Armado con un arsenal de preguntas concisas, precisas y macizas, un día de 1889 Rudyard Kipling se propuso robarle el alma a su admirado Mark Twain. El magistral resultado pasó a la historia del periodismo (y de la literatura) y en nuestros días pueden encontrarlo en Las grandes entrevistas de la historia, la antología canónica que Christopher Silvester hizo sobre el género.
La verdad es que esa definición, casi vampírica (“robarle el alma al entrevistado”), siempre me ha parecido la más directa y certera sobre la meta a la que esperamos llegar los reporteros. Pero, desde luego, otras tantas se unen a ella para apuntalar el arte de preguntar: desde aquello de “una entrevista es hacer el amor con el interlocutor” (García Márquez), pasando por “se trata de un duelo de inteligencias y sensibilidades” (Vicente Leñero), o “es un combate de palabras que tiene mucho que ver con el teatro” (Cristina Pacheco), hasta “es una experiencia en la que dejo jirones del alma” (Oriana Fallaci), por mencionar sólo algunas.
Cuando el entrevistado es un escritor, el esfuerzo suele centrarse en la deconstrucción de su obra a través del método de trabajo que lleva a cabo. Quienes han logrado ese objetivo de manera magistral son los entrevistadores de The Paris Review, la publicación fundada en 1953 por George Plimpton y su entonces banda de jóvenes colegas con la intención de conocer el trabajo creativo de “los grandes autores” y desplazar la crítica “dominante en las revistas literarias”. Dada la meticulosidad y calidad de esas entrevistas, cada cierto tiempo se edita en forma de libro una selección de ellas (en México, por ejemplo, la editorial Era triunfó con edición titulada El oficio de escritor y en España El Aleph publicó otra compilación más amplia), pero es ahora cuando se publica la selección más exhaustiva de esas conversaciones en nuestra lengua.
Durante ocho años, la editorial Acantilado se ha ocupado de escoger y traducir “las 100 más importantes” del enorme y valioso corpus de la legendaria revista, que alberga a los mejores narradores, poetas, dramaturgos, guionistas y periodistas, y en los dos tomos que ha armado (casi tres mil páginas en total) encontramos desde la primera, con E. M. Forster, publicada en 1953, hasta la de Roberto Calasso, aparecida en 2012.
Son “retratos literarios” realizados a lo largo de sesenta años, en la época dorada de la literatura del siglo pasado, y en la que —ejem, ejem— escasean las voces femeninas. Los protagonistas tienen apellidos como Forster, Hemingway, Faulkner, Eliot, Pound, Auden, Lowell, Dinesen, Welty, Bishop, Pasternak, Frost, Céline, Simenon, Borges, Kerouac, Wilder, Carver, Cortázar, Kundera, Walcott, Yourcenar, García Márquez, Murdoch, Atwood, Gordimer, DeLillo, Sontag, Paz, McEwan, Auster, Murakami, Rushdie, Eco o Marías, entre otros autores, de la serie Writers at Work de la revista.
No son entrevistas “al uso” o como las que suelen hacerse en los diarios y semanarios (generalmente en medio de la promoción de un libro). Son “ensayos con forma de diálogo sobre la técnica”, según Plimpton, que se hacen en varios encuentros que duran horas y, muchas veces, espaciados por algunos meses. Así que el entrevistador se prepara muy bien las preguntas y repreguntas y el entrevistado sus respuestas. Del primer bruto de las grabaciones transcritas surge un borrador que puede reducirse de 40 mil a 8 mil palabras. Es un proceso largo y minucioso que, en algún caso, se prolongó décadas. Ocurrió con Terry Southern, escritor satírico americano afincado en París, cuya entrevista comenzó en los sesenta y se publicó casi 40 años después, cuando ya había muerto.
Pero estas entrevistas no sólo revelan el método de trabajo de los escritores. También muestran intimidades o facetas desconocidas de muchos de ellos. Ahí están las descripciones de las casas de Hemingway o de Sontag. O de la habitación del hotel donde vivía y trabajaba Dorothy Parker, lugar en el que reconoce que “el dinero de Hollywood no es dinero, es nieve, se derrite en la mano” y admite que los nombres de sus personajes los saca “de la guía telefónica y de la sección de obituarios del periódico”.
Una vez, el colaborador de la revista Ted Barrigan se puso en contacto con Jack Kerouac para confirmar el día de la entrevista. Como el autor de En el camino no tenía teléfono, Barrigan se presentó en su casa cuando calculó que ya era la fecha para el encuentro. La esposa del escritor lo quiso echar porque pensaba que la intención era pasar el día bebiendo, pero al final la entrevista pudo llevarse a cabo. Hemingway recibió en su hogar a las afueras de La Habana a George Plimpton y en su diálogo el autor de El viejo y el mar reconoció que “el hombre que mejor habla de lo suyo y tiene la lengua más afilada es Juan Belmonte, el torero. Da gusto escucharlo”. Cuando Plimpton quiso saber quiénes eran sus maestros literarios, Hemingway ofreció una lista que incluye a Twain, Flaubert, Stendhal, Bach, Quevedo, Goya, San Juan de la Cruz y Góngora, entre muchos otros.
Borges no podía creer su “aspecto tan triste y decaído” en las fotografías cuando, antes de irse, el entrevistador le pidió que le firmara un libro y el argentino vio su imagen en la contraportada. García Márquez renegó del uso de la grabadora: “me pone a la defensiva, no hablo con naturalidad”, y estableció la clave para trabajar en las dos facetas de su escritura: “En el periodismo, basta que se deslice una sola falsedad para que todo el texto sufra un menoscabo. En cambio, en la ficción basta con una sola verdad para que toda la obra adquiera legitimidad”. Y Octavio Paz pareció arrepentirse de haber aceptado recibir al reportero de la revista: “Esta entrevista es, hasta cierto punto, un ejercicio de confesión pública, lo que no deja de darme bastante miedo”.
The Paris Review logró que algunas puertas que estaban cerradas se abrieran, como la del controvertido Louis-Ferdinand Céline, quien dijo ser consciente de que no se le haría justicia cuando su entrevista pasara a la posteridad: “Para entonces serán los chinos o los bereberes quienes hagan el inventario, y mi literatura seguro que les repugna, seguro que les horrorizan mis tramas nocturnas y mis puntos suspensivos”.
Y Georges Simenon, por su parte, explicó cómo planificaba sus novelas: “Cojo mi listín telefónico para buscar nombres y mi plano de la ciudad para saber exactamente dónde pasaban las cosas. Y dos días más tarde me pongo a escribir. El principio siempre es el mismo; es casi un problema geométrico: tengo a este hombre, tengo a esta mujer y tengo este escenario. ¿Qué podría llevarlos al límite?”
En este voluminoso centenar de conversaciones, en suma, se aprecia la intención de Kipling (“robarle el alma al entrevistado”), a base de buenas preguntas, pero además constituye un puñado de clases magistrales para todo aquel que quiera convertirse en escritor o esté interesado en el proceso creativo de la literatura.
ÁSS