La poesía nos ayuda a entender un poco más de este mundo, y, como dice Baudelaire, “a vivir y a padecer en seres distintos a uno”. La poesía nació en mí desde la infancia, con el descubrimiento de Andersen, Verne, Salgari, los cuentos de la revista Billiken y otras historias que me narraba mi padre. En los libros de texto recuerdo que se presentaban fragmentos de poemas al lado de las fábulas de Esopo. De allí nacieron mi amor y mi pasión por la poesía. Me ha ayudado a vivir, a asimilar experiencias propias y ajenas, a comprender el mundo que me rodea.
No me siento satisfecha de la obra que he realizado porque soy muy ambiciosa y a estas alturas de mi vida quisiera haber escrito mucho más. Lo que sucede es que a veces la vida te lleva por derroteros diferentes y te aparta un poco de tu creación. La poesía no solo hay que escribirla, hay que vivirla. ¿Una definición de la poesía? Se me viene a la memoria una frase de José Lezama Lima: “es un caracol nocturno en un rectángulo de agua”.
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Fui hija única de un matrimonio mayor y en mi infancia y adolescencia fui bastante solitaria. Casi todos los fines de semana me encerraba en mi cuarto y me pasaba una buena parte del día leyendo y escuchando la XELA. Ahí inventaba mi mundo. Llegué a tener una cultura musical aceptable. Esta vinculación con la música clásica habría de convertirme después en una melómana de hueso colorado, aunque confieso que nunca pude soportar la ópera. Debo decir además que mi madre fue una excelente pianista.
Durante mi adolescencia, leía desordenadamente todo cuanto caía en mis manos. En la pequeña biblioteca de mi padre no había casi nada de poesía y sí en cambio bastante de filosofía y psicología. De entre sus libros me apasionaba particularmente la Biblia, El Quijote, Las calles de México y Los bandidos de Río Frío.
Con respecto a las influencias, algunas fueron determinantes: Vallejo, Rilke y Milosz. Cuando uno empieza a descubrir el mundo de un poeta, el descubrimiento es de tal magnitud que te arrastra vertiginosamente. En tanto no logres ordenar en tu interior esas sensaciones y asimilarlas, esos autores van a estar presentes de alguna manera en tu creación y en tu vida cotidiana. Después llegarás a encontrar tu propia expresión, esa voz a la que con los años vas dando diferentes registros. Esto de las influencias es algo así como sintonizarse en una misma frecuencia. Es como la química en el amor.
Varias personas influyeron de una manera decisiva en mi formación literaria. En un primer término, Efraín Huerta, quien alimentaba mi interés por la poesía y por la literatura en general. Desde luego, leía su poesía con avidez. Ponía en mis manos algunos de sus libros más amados. Me incitaba particularmente a leer a López Velarde, a Valéry, a Eluard. Contribuyeron también a mi formación amigos como Tomás Mojarro, compañero del Centro Mexicano de Escritores, quien me descubrió a Otaola, ese ángel luminoso vinculado a los escritores mexicanos. Fue un escritor del exilio español, con quien trabajé hasta el último día de su vida. Conversábamos mucho de literatura y me regalaba hermosas ediciones que adquiría en la librería de Polo Duarte. Era un hombre fuera de serie. Me descubrió a Miguel Hernández, a Machado, a Sabato, y a una inmensa gama de narradores hispanoamericanos y autores rarísimos que llegaban traducidos a México, como Isak Dinesen o Giuseppe Tomasi de Lampedusa.
Mi relación con la revista Metáfora y con su creador Jesús Arellano se dio a través de Efraín. Para mí fue trascendente por el estímulo que recibía. En aquellos momentos, esta retroalimentación me serviría de manera profunda en mi quehacer literario. Eran famosas las tertulias de Metáfora. Ahí conocí a Jaime Sabines, que recién había llegado de Tuxtla Gutiérrez. Por allí llegaban también, entre otros escritores, Rulfo, Salazar Mallén y Amparo Dávila. Fue una revista muy polémica: la única voz disidente de la época.
No existían formalmente los talleres literarios, salvo el de Juan José Arreola, por el que pasé de manera fugaz. Lo que más se asemejaba a los talleres actuales eran los cursos de la Casa del Lago y del Centro Mexicano de Escritores, que ayudaron a muchos jóvenes creadores. En la Casa del Lago aprendí preceptiva literaria con Tomás Segovia, y en el Centro Mexicano de Escritores tomé algunos cursos con Ramón Xirau y Juan Rulfo, quien daba una vívida lección de la narrativa norteamericana contemporánea. Era en cierta forma un taller, porque los integrantes, narradores la mayoría, leíamos nuestros trabajos, que eran comentados ampliamente por Rulfo y por nosotros. Yo me encontraba en desventaja, ya que era la única que escribía poesía. Mis compañeros eran narradores: Vicente Leñero, Tomás Mojarro, Carmen Rosenzweig y Manuel Echeverría.
Aquí te guardo yo (Cuadernos del Cocodrilo, 1957), mi primera publicación, fue muy importante en mi vida, más que nada por razones afectivas, ya que los poemas estaban dedicados a Efraín. Pero como a muchos nos sucede, a veces no quisiera acordarme de ella.
Al hablar de mi generación, considero a la distancia que tanto Isabel Fraire como yo abrimos brecha en el cauce que tomaría después la poesía escrita por mujeres. Fue un salto de carácter cualitativo respecto a nuestras contemporáneas, tanto en la temática como en la expresión. Mi búsqueda comienza con una propuesta distinta, quizá más cercana a la poesía que se escribía en el resto de América Latina y que resultaba novedosa en México y contrastaba con el medio tono que caracterizaba a una buena parte de la poesía que escribían entonces nuestras contemporáneas.
Con la revista Pájaro Cascabel, como con El Corno Emplumado y Cuadernos del Viento, se rompieron muchos esquemas. Mencionaré la antología Poesía de México (1965), “la antología del escándalo”, como la calificaba Efraín Huerta. No era en rigor una antología sino un panorama de lo que nos parecía más significativo en su momento. Sin duda, no fueron incluidos muchos poetas que deberían haberlo estado y en cambio aparecieron otros que se quedaron después en el camino.
Era una etapa muy difícil para los que pretendíamos difundir poesía, porque no existían apoyos económicos de ninguna índole. Sin embargo, pudimos mantener la revista durante cuatro años, a base de grandes esfuerzos y gracias a amigos como Edmundo Valadés, Rubén Bonifaz Nuño y Joaquín Díez-Canedo. Desde su primera etapa, empezamos a publicar libros. Primero fue la serie de plaquetas que concibió Luis Mario Schneider. Ahí publicamos a Homero Aridjis, Efraín Huerta, Marco Antonio Montes de Oca, Jacobo Glantz, y poemas nuestros. Hubo posteriormente varias colecciones pagadas por los autores, que contribuían al sostenimiento de la revista.
Fuimos los primeros en publicar en cada número un poema prehispánico y en darle difusión a los conceptos sobre la poesía vertidos por escritores como Sabines y Ernesto Mejía Sánchez. Teníamos corresponsales en casi todos los países del mundo y descubrimos a autores que murieron muy jóvenes, como Diana Moreno Toscano, Raúl Garduño y Raúl Navarrete. Publicábamos también a jóvenes brillantes que empezaban a tener un sitio destacado en nuestra literatura: José Emilio Pacheco, los poetas de la Espiga Amotinada y José Carlos Becerra.
En mi plaqueta La orfandad del sueño (1964) se refleja una búsqueda que va configurando un estilo propio. Comienzo a utilizar el verso largo y me dejo llevar por el arrebato lúdico de la palabra, de imágenes y metáforas que tienen que ver con lecturas como la de Marco Antonio Montes de Oca. Si ahora reflexiono en la temática, me voy a encontrar de nuevo con la Biblia, que ha significado para mí un mundo único de sabiduría y belleza. Posteriormente, en mi libro Colibrí 50 (1966), va surgiendo mi voz, aun cuando haya un poema totalmente vallejiano. Allí me inicié en el largo proceso de ser yo misma. ¿Por qué Colibrí 50? No lo sé, “el corazón tiene sus razones que la razón no alcanza a comprender”, como diría Bossuet.
En su momento, Cuba fue para mí una revelación, una especie de segundo nacimiento, por el significado que tenía su revolución y en el aspecto cultural porque en el mismo año del triunfo nació Casa de las Américas. Una gran parte de los escritores importantes del mundo llegaban a la isla, donde se organizaban encuentros, simposios, homenajes, y se convocaba al premio de literatura que lleva el nombre de la institución, del que fui jurado en 1975.
Ahí conocí y me hice amiga de Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, José Lezama Lima, Eliseo Diego, Eduardo Galeano, y del entrañable Juan Gelman. Convivía con ellos en un ambiente de gran camaradería. Cortázar te hacía sentir que estaba a la par con respecto a tu persona y a tu obra. La labor editorial de Cuba no tuvo igual en el continente. Se editaba lo mejor de la literatura universal y contemporánea para ponerlas al alcance de toda la población. Se hacían tirajes de miles de ejemplares. Y tú te encontrabas de pronto con el elevadorista de cualquier hotel leyendo a García Márquez y a Cortázar.
El primer animal (1986) y El libro de los territorios (1992) están íntimamente vinculados, porque en ellos se recogen vivencias y testimonios no solo de mi país sino de otros ámbitos. Los viajes me alimentaron. Tuve oportunidad de conversar largamente con escritores como Mario Benedetti, Raúl González Tuñón, Roberto Juarroz y muchos jóvenes creadores que ahora son escritores importantes en sus países. Estas relaciones se establecieron a través de los vínculos creados por la revista Pájaro Cascabel, cuya difusión era muy amplia en el continente.
Creo que hay poetas prolíficos de veinte libros, que me dan mucha envidia, siempre y cuando sean buenos, y poetas que, como en mi caso, hemos sido parcos en nuestra obra. Existen varios elementos que valdría la pena mencionar. En un periodo de mi vida me dediqué de lleno a la solidaridad con Nicaragua y escribí poco. Recuerdo que Ernesto Cardenal, al presentarme en una lectura de poemas en Managua, mencionó que la solidaridad me había alejado de la poesía, pero que yo estaba haciendo “poesía viva” con su pueblo.
Quiero precisar que una cosa es que durante veinte años no haya publicado un libro y otra que no hubiera escrito nada en ese periodo. Durante esos años publiqué poemas de manera más o menos constante en suplementos y revistas.
Al inicio de la solidaridad con Nicaragua tuve el honor de participar en el Tribunal Russel, organismo de Italia que presidía Lelio Bassio. El tribunal tenía un gran peso moral a nivel mundial y condenaba a los gobiernos que violaban los derechos humanos. Fue durante el viaje a Roma que compartí con Ernesto Cardenal cuando conocí a Ninfa Santos, a quien visitamos en la embajada de México. El poeta Carlos Pellicer presidía en México el Comité de Solidaridad con Nicaragua. De hecho, en sus inicios, el Comité estuvo integrado por intelectuales, pintores y músicos. A la muerte de Pellicer lo presidió Fedro Guillén; el vicepresidente fue Efraín Huerta. Mi mayor orgullo es haber sido condecorada en dos ocasiones por el gobierno sandinista.
¿Planes futuros? El futuro está en el presente. Estoy ahora escribiendo mucho y lo que escribo no tiene nada que ver con mi obra anterior. ¿Y si volviera a nacer? Volvería a ser poeta, por supuesto, pero sería más disciplinada.
ÁSS