Julia Ducournau ganó la Palma de Oro el año anterior por su filme Titane, un relato etiquetado por la crítica con géneros diversos: terror, sci–fi, queer, suspense, drama, e incluso body horror, lo que en realidad es un subgénero concentrado en la pesadilla corporal (deformidades, alteraciones físicas o cualquier tipo de mácula que inspire trastornos psicológicos o de la personalidad), pero en este potaje de especies narrativas no se incluyó al Cyborg ni al punk, aunque el filme de la Ducournau tiene mucho más de esas estirpes que de lo sobrenatural.
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De pequeña, Alexia sufre un accidente vehicular y le colocan una pieza de titanio en el hemisferio derecho del cráneo. Quien conducía era su padre, un individuo al que la niña odiaba hasta la médula, aunque en realidad ella siempre llevó la maldad a cuestas. Como un guiño a J. G. Ballard (La exhibición de atrocidades, Crash), a David Cronenberg y, por supuesto, a Stephen King con Christine, Julia Ducournau escribió Titane reinventando al monstruo a partir de la paranoia colectiva del Cyborg, esa criatura que Naief Yeyha observó con lupa en su ensayo El cuerpo transformado (2001): “El Cyborg y el androide son seres límite, criaturas fundamentalmente metafóricas que nos ayudan a definirnos, a establecer las fronteras entre lo que consideramos natural y lo artificial, entre lo que hacemos y lo que somos, además de que nos ayudan a entender hacia dónde vamos. Sin estas quimeras sería difícil comprender en que nos hemos convertido”, y en efecto. Alexia no entiende qué o quién es ella en realidad. Ama los automóviles hasta la locura genital, es andrógina, sexualmente indiferente y, además, una asesina despiadada.
Reflexionando sobre la vacuidad de las “experiencias místicas” de la contracultura de los años 70, y los fenómenos de obsesión y fanatismo que acontecieron en la llamada New Age americana, Harold Bloom escribió en su libro Presagios del milenio que “una trascendencia que no puede expresarse de un modo u otro es una incoherencia; la auténtica trascendencia puede comunicarse mediante el dominio del lenguaje, puesto que la metáfora es una transferencia, algo que permite pasar de una experiencia a otra”. Para Bloom, la transferencia es un proceso emocional que implica la disgregación, la transformación y la anulación del absoluto, porque ésta es un periplo vertical en el que la metáfora opera un desdoblamiento, y a su vez, se convierte en ejercicio de refracción e interpretación en los canales perceptivos. A partir de este supuesto, desentrañó el desasosiego milenarista, la devoción profética y la pertinencia del gnosticismo en un mundo aquejado por las metástasis heréticas después de Dios, donde la espiritualidad se diluye no solo en la estrechez de las religiones normativas, sino en la propagación de la basura esotérica y la ausencia de un espacio simbólico donde cuerpo, alma y ser puedan conjugarse.
Titane rehace al monstruo perfecto del siglo XXI a través de las múltiples metáforas que colman el relato: la homofobia, el machismo, la sicopatía. Y es que, a pesar de su vocación existencial contra natura, esa niña que se fracturó el cráneo y lo remplazó con una placa, se humaniza en sentido opuesto al del Cyborg de las fábulas extremas. Al usurpar la identidad de un niño perdido, la mujer mecanizada se enamora de un padre putativo, se reafirma en la fecundación (su embarazo es producto de un coito quimérico) y reconquista su propia esencia. Yehya escribe: “El cyberpunk es un género que pone fin a las utopías bucólicas ajenas al mundo mecánico y las fantasías retrógradas de buena parte de las narrativas femeninas que anhelan regresar a una era matriarcal idealizada”. Julia Ducournau elige lo contrario. La epifanía de su creatura es el reencuentro con el alma.
AQ