'Tlali' y los usos políticos del espacio público

¿Qué propuesta artística y urbana sustituirá el monumento a Colón enclavado en una arteria central de Ciudad de México? La pregunta atiende al papel que el presente asigna a la memoria histórica.

Monumento a Colón, cuando todavía se encontraba en Paseo de la Reforma, el 24 de agosto de 2019. (Foto: Jesús Quintanar | MILENIO)
Miriam Mabel Martínez
Ciudad de México /

A principios de la década de 1990, el antropólogo francés Marc Augé definía al “no lugar” como un punto de tránsito en el que no hay interacción social. Los no lugares se convertían en un ideal de la modernidad. Treinta años después, la posibilidad de crear espacios ajenos a la identidad de quienes los recorren continúa siendo la prioridad, tal como lo sugirió el proyecto —hoy ya cancelado— de Tlali.

Muchos años, ideas, teorías y propuestas, trazadas desde el pensamiento no eurocéntrico, hoy cuestionan a ese mundo redundante del que también habló, en los albores del siglo XXI, Augé. Desde su perspectiva, vivimos “en el mundo de lo demasiado lleno”. Estamos llenos de presente, nos desbordan los ideales del futuro fracasado construido en el ayer.

A veces pareciera que no hay nada más lejano que el presente. Nada se nos escapa más en el mundo globalizado, donde el espacio público ha perdido su vocación territorial, limitando los encuentros y desencuentros, condicionando la posibilidad del hallazgo. El espacio público parece estar acotado a ser solo de tránsito, lo cruzamos ya no para recrear momentos de acompañamiento y reconocernos en relaciones colectivas, sino para llegar a otro punto. Nos han convencido de que este espacio público debe complacernos al facilitar la circulación y, por lo tanto, el consumo de una memoria que aspira a convertirse en un presente eterno en el que quitar y poner son parte de la estrategia: sustituir como evasión para llenar cualquier hueco posible.

El año pasado, después del retiro del Monumento a Cristóbal Colón para su restauración, la jefa de Gobierno de la Ciudad de México negó que esta acción se debiera a las amenazas de derribarlo en el Día de la Raza, las cuales, por cierto, se repiten año con año desde 1992. Sin embargo, Claudia Sheinbaum señaló que quizá era momento de reflexionar sobre lo que representa “la figura del explorador”, lo cual sugería la voluntad de propiciar una discusión pública, eco de un largo cuestionamiento que se ha expresado en distintas formas no solo en América Latina, sino en Estados Unidos.

Mientras Colón era atendido por restauradores, en diciembre de 2020, el Frente de Organización Indígena se concentró en el Eje Central Lázaro Cárdenas y la calle 5 de Mayo. En marzo de este año, la comunidad triqui se plantó en el cruce de Reforma y Río Misisipi y simultáneamente bloqueó “otra vez” —como indicaron las cabezas de los periódicos— Eje Central y Avenida Juárez y otros puntos de Ciudad de México exigiendo al gobierno su intervención para expulsar a los grupos paramilitares de sus comunidades. En junio, integrantes del Movimiento Artesanos Indígenas se instalaron —como lo han venido haciendo desde hace más de tres años— en los carriles centrales de Paseo de la Reforma, a la altura de Florencia, ahora para reclamar su integración a algún programa de vivienda, y el 9 de agosto, Día Internacional de los Pueblos Indígenas, hubo una marcha de distintos pueblos originarios para exigir su inclusión, una vez más, en la agenda política de un país que se siente más cómodo observándolos como si fueran maniquíes de museos, sin asumir que se trata de casi una quinta parte de la población (23 millones). Pero parece que, sin importar el partido, nos cuesta mucho trabajo verlos fuera del arquetipo posrevolucionario —esa idea romántica y alejada de la realidad actual de las etnias—, tal como exhibió el anuncio de la escultura que ocuparía la glorieta en la intersección de Paseo de la Reforma y Morelos.

Este acto evidenció la imposibilidad por trascender lo simbólico, “el anacronismo del acto en sí”, como señala Ingrid Suckaer, autora del libro Arte indígena contemporáneo. Dignidad de la memoria y apertura de cánones (2017), a quien le preocupó, como a muchos, el anuncio de que la escultura que tenía la misión de sustituir a la estatua de Colón, comisionada por Maximiliano, sería Tlali. Otra vez la representación idealizada del otro (mujer e indígena) desde la arrogancia del artista más anclado en lo moderno que en lo contemporáneo. “Me deja ver que el gobierno local no tiene sentido de realidad, porque si lo tuviera podría situar qué hacer con un personaje, estatua o como lo quieran llamar, que no tiene nada que ver con el mundo del siglo XXI. Es un paracronismo”, subrayó Suckaer. “¿Dónde viven?”, se cuestiona. Si bien la estatua de Colón ya resultaba anacrónica, sorprende que también lo sea la forma de comisionar obra, al igual que la propuesta del artista al conformarse con fetichizar lo representado, una visión no muy lejana a la de Porfirio Díaz cuando inauguró la estatua de Cuauhtémoc con la intención de colocar, justo en el centro de la circulación, el pasado prehispánico como inspiración —que no participación— del orden y progreso de aquel presente mexicano.

“Todo cambia para que no cambie nada”, se lamentó en las redes sociales la artista Mónica Mayer, quien además señalaba la perpetuación de una mirada patriarcal que insiste en celebrar a hombres ilustres y a mujeres musas. “Está peor que la película Roma”, ironiza la artista Naomi Rincón Gallardo, “la idea de hacer una representación de la mujer como si fuera una esencia, como una figura apolítica, es algo súper colonial”. Desde su punto de vista, la decisión —ya revocada— de elegir a un hombre privilegiado para tomar (otra vez) el espacio público es un simbólico gesto patriarcal que reproduce un sistema racista. “¿Cuándo ha sido contestatario que un personaje hombre represente al otro desde lo racionalizado? Es un gesto acrítico que propone, desde el privilegio ciego, representar al otro como lo idílico, sin entender que se trata de una categorización racial”. Y aunque Tlali, la cabeza sin cuerpo, ahistórica y acultural, ya no debutará con sus 6.5 metros de altura y sus casi 150 toneladas de peso, su proyección evidencia que existen muchas formas de reproducir el colonialismo interno, tal como lo exhibía la producción de la pieza en tres talleres en los que trabajan, según detalló en su momento Pedro Reyes, mujeres artesanas de los pueblos originarios de Iztapalapa, Chimalhuacán y Coyoacán que, entrada la tercera década del siglo XXI, deben continuar obedeciendo y replicando el diseño de un artista exitoso que prefiere imaginar a una mujer indígena olmeca que gestionar que fueran esas mujeres las que propusieran una obra que las visibilizara no en lo singular sino en igualdad y contemporaneidad. Pero trascender lo simbólico no es tarea fácil. “Por una parte quitan el monumento a Colón, pero no actualizan su crítica al colonialismo”, insiste Rincón Gallardo.

Y precisamente ahí está, para el doctor en Historia Julián González de León, el detalle: “Si bien existe una crítica dura contra Colón en Latinoamérica, el matiz específico que tiene ahora, que identifica la conmemoración de Colón como un acto colonialista, viene de Estados Unidos, o sea, la acción ‘anticolonizante’ de quitar estas estatuas es colonialista. Mi punto es que si vamos a adoptar medidas anticoloniales, tiene que ser desde nuestra propia tradición, y debe responder a nuestras prioridades”.

¿Y cuáles son? Quizá es tiempo de retomar las líneas que el zapatismo abrió en 1994 e integrar a la población indígena desde su politicidad y no encerrarla en un misticismo que facilita su exclusión de la plaza pública para acomodarla en postales turísticas que siguen vendiendo la memoria oficial; una que insiste —al seguir erigiendo monumentos— en cerrar la discusión—. Mover de locación la estatua de Colón y presumir que el vacío que deja se llenará con una representación vacua de presente que reitera que la lógica política de los monumentos no está, como escribió, a propósito de los antimonumentos, la curadora Eunice Hernández, “en las disputas de la historia ni en los vaivenes de su uso popular, sino en algo más sutil, siniestro: al erigirse como recuerdo, el monumento tiene una agenda oculta: es estrategia de olvido y silencio”. Aferrarnos a erigir o defender monumentos evidencia las ganas de olvidar, cuando lo que requerimos es revisar. Al creer que el colonialismo es cosa del pasado perpetuamos la reproducción de prácticas coloniales en el presente, ya que las oculta.

Tal como refiere Paulara, miembro de la colectiva Restauradoras con Glitter, resulta complicado entender la decisión de hacer —con o sin concurso— una escultura de estas características “solo para probar que el gobierno piensa distinto, cuando en lo práctico no. Este engaño es de lo más peligroso, ya que perpetúa viejas formas, en vez de cambiar realmente un discurso. Sin embargo, aunque no lo quieran lo vamos a cambiar, porque ya estamos hablando del caso, de la restitución, criticando la alegoría a la memoria que se buscaba hacer repitiendo un discurso estético de Estado para remendar cosas que están sucediendo en el presente”.

El problema que plantea la cadena de decisiones acerca del hecho de quitar y sustituir una estatua es más complejo, porque no se trata de decidir quién hace y dónde se pone ni cuánto costará. Podría ser una oportunidad de observar, analizar para desmantelar estas prácticas que, como refiere Rincón Gallardo, actualizan los discursos colonialistas y machistas. Pero parece que las autoridades han optado por evadir el problema y no enfrentarlo.

“Un acto de respeto a la ciudadanía sería retirar ambos. Vivimos momentos de cambio, y parte de ese cambio es revisar lo que históricamente ha sucedido; hay muchas heridas abiertas. Si como ciudadanos somos honestos tendríamos que reconocer que los indígenas y los afrodescendientes son la escala más baja de la sociedad mexicana y viven en una marginación de la cual no saldrán ni en cuatro generaciones. En este contexto, el anacronismo de Tlali, como un ‘reconocimiento a la mujer indígena’, es un despropósito, ceguera política”, comenta Ingrid Suckaer.

Habitamos un presente cuestionador, rabioso, inconforme, que está respondiendo a una serie de gobiernos que han permitido que crezcan las violencias. “México es un país lleno de ingenierías de conflictos, muchos de los cuales se gestan desde la cofradía de las masculinidades, violencias históricas”, dice Rincón Gallardo. “Las mujeres estamos pintando los monumentos patriarcales y ahora resulta que nos quieren imponer la escultura de una mujer acrítica”. Y todo en un ahora en el que los antimonumentos derriban el monopolio de la memoria, expresando que —al erguirse con el propósito de aplastar la realidad— son ya ruinas que llenan el espacio público. Si los monumentos se aferran al pasado, los antimonumentos lo reconstruyen al llenarse de exigencias en un intento por frenar el futuro apocalíptico: una distopia que desmantela la utopía de una historia grandilocuente.

El antimonumento está cambiando el paisaje. Desafía y confronta. Si bien, como anota Mónica Mayer, “hacer monumentos y antimonumentos es un gesto político en el espacio público y una manera de ir reforzando y transformando narrativas. Es un medio y como tal no me molesta. Con lo que no estoy de acuerdo es que sean inamovibles y respondan a una sola narrativa, que es lo que ha sucedido hasta ahora, invisibilizando a la mayor parte de la población”.

La ciudadanía capitalina es progresista y se ha construido desde la lucha social. “Una decisión unilateral más como esta es darle un revés a la ciudadanía”, afirma Suckaer, “es un juego de doble moral, perverso, porque a muchos nos ha tocado presenciar cómo se levanta a indígenas por vender lo que sea en la calle”. Y volvemos a lo mismo: ¿por qué no empezar generando políticas que inserten efectivamente a las personas de los pueblos originarios en la sociedad?; ¿por qué no resignificar las estrategias hasta ahora fallidas? “¿Por qué no impulsar la vida del planeta, en lugar de proponer una escultura burda y pensar en otros parámetros que dignifiquen la vida y la historia humana?”. Y las preguntas para Ingrid Suckaer siguen: “¿por qué conformarnos con una idea tan poco artística mientras que los indígenas permanecen al margen, porque ni siquiera se les ocurre invitar a un artista indígena como Fernando Palma Rodríguez, de ascendencia nahua, cuyo trabajo confronta la idea del progreso y recupera la cosmovisión de sus antepasados para resignificarla con estrategias contemporáneas, y con conocimiento y destreza maneja la piedra y la tecnología de punta. ¿Por qué no buscar a creadoras comprometidas como Guillermina Ortega, que ha logrado desarrollar su obra con el apoyo de colegas indígenas canadienses, o a Maruch Méndez, de origen tzotzil y creadora de una obra llena de deseo?”

“Quizá es tiempo de remover el panteón”, como comenta el escultor Jorge Ismael Rodríguez, para quien “lo ideal sería que los gobiernos que suponen ser trascendentales construyan espacios nuevos que, con la simpatía de la polis, se conviertan en los nuevos espacios de convergencia y ahí se consoliden sus iconos”. El martes 14 de septiembre la Jefa de Gobierno de Ciudad de México anunció que Pedro Reyes no sería el encargado de la obra escultórica que ocupará la aún llamada “glorieta de Colón”. ¿Será suficiente? Quizá es tiempo de dejar de llenar el presente de memorias que lo evaden.

AQ

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