El correo postal de Venezuela todavía funciona. Es lento y excesivamente burocrático, pero a pesar del turbulento contexto en el que se enmarca no ha dejado de cumplir con su cometido. Lo sé porque la semana pasada me llegó una joya literaria con matasellos de Caracas. Es “un presente” de mi amiga Ivanova, a quien conocí hace un par de años en San Sebastián, cuando yo recorría los templos culinarios de los principales exponentes de la Nueva Cocina Vasca y, cada vez que nos veíamos, ella se despedía de mí con un dulce y sonoro “Dios te guarde, papi”.
Uno de esos días, entre pescado a la parrilla y txakoli, salió a relucir nuestra común afición por la “literatura de la realidad” y la conversación no tardó en centrarse en Tomás Eloy Martínez (1934-2010). El maestro argentino, me dijo esta chama de nombre extraordinario, fue el innovador del periodismo venezolano.
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El país caribeño y atlántico fue la primera parada del exilio de Tomás Eloy. En el verano de 1976, después de que unos paramilitares intentaran secuestrarlo en Buenos Aires, aterrizó en el aeropuerto de Maiquetía. Entre sus escasas pertenencias llevaba un par de cartas, firmadas por sus amigos Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, dirigidas al escritor Miguel Otero Silva, que junto a su padre había fundado en Caracas El Nacional. Ahí lo acogieron de inmediato y no tardaron en nombrarlo asistente de la dirección y coordinador de Papel Literario, el suplemento cultural del periódico.
Martínez estaba acostumbrado a narrar historias, pero en las páginas de su refugio laboral se encontró con noticias construidas con escasas fuentes y afán de declaracionitis. Poco a poco, gracias a su ingenio pedagógico, logró modificar la estructura de la información, la cadencia de los títulos, la separación de la opinión y el uso de las fuentes oficiosas. También alentó a los fotoperiodistas a buscar otros ángulos. Un día le pidió a uno que captara las espaldas del grupo de ministros que acababan de tomar posesión de sus cargos en el nuevo gabinete presidencial y posaban ante un enjambre de fotógrafos. La imagen resultó ser de contundencia informativa: todos sostenían por detrás, en sus manos, vasos llenos de whisky.
“Tomás Eloy Martínez era exigente y trabajaba como un obrero disciplinado. Nos dejó claro, entre otras cosas, que el lenguaje, por ser un brazo de nuestro pensamiento, merece ser trabajado como una piedra preciosa”, afirma Sergio Dahbar, encargado de recopilar las mejores piezas del autor de Santa Evita publicadas en El Nacional y El Diario de Caracas (fundado por el propio Tomás Eloy Martínez), en Ciertas maneras de no hacer nada (editorial La Hoja del Norte), el libro que Ivanova me ha enviado después de rellenar tres formularios con los datos de su cédula de identidad, declarar que el paquete no contenía ningún tipo de sustancias psicotrópicas o estupefacientes señalados en la Ley Orgánica de Drogas de la República Bolivariana de Venezuela, plasmar sus huellas dactilares y pagar quién sabe cuántos devaluados bolívares (Dios te guarde, a ti también).
Es un volumen de 262 páginas, cuya portada es una foto en blanco y negro en la que aparece Tomás Eloy Martínez en el mercado de Quinta Crespo de Caracas, mezclado entre los clientes y vendedores de 1982, y es, desde luego, un concentrado del mejor periodismo literario y de un tiempo que contrasta con la Venezuela de hoy. Están, por ejemplo, el reportaje en el que el argentino recorrió todo el país a bordo de una avioneta para averiguar cómo se imaginaban el futuro los más jóvenes, los perfiles de un artesano de Boconó, un médico en el Amazonas, un obrero de la sal, un trabajador del acero, un ingeniero petrolero y sus conversaciones con varios escritores locales.
Llevo años releyendo Lugar común la muerte, un ejercicio supremo de investigación y prosa periodística, ambas vertidas en los perfiles escritos originalmente en español con más ritmo e hipnosis que conozco. Ahora, gracias a Ivanova, sumaré a mi repaso de técnicas narrativas estos textos venezolanos. Porque están construidos con un mecanismo de relojería perfecto y con todas las claves para saber mirar y contar una historia. Gabo tenía razón cuando, en enero de 2010, al enterarse de la muerte de Tomás Eloy Martínez, dijo: “se ha ido el mejor de todos nosotros”.
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